¡Que cada gota de sudor que caiga,
fertilice el surco propio
y no la tierra ajena!
Hace treinta o cuarenta años se decía con orgullo, que Venezuela era un país de ciudades. A la cabeza de ellas estaba ya Caracas, pero no muy lejos la seguían Maracaibo, Barquisimeto, Valencia, Maracay. Y había muchas otras que crecían en una proporción semejante a la de Caracas. Las nacientes vías de comunicación eran, hasta cierto punto, razones para ese reparto del crecimiento. Había un relativo equilibrio entre la capital y el resto del país. Por ejemplo, no era raro que acontecimientos importantes tuvieran lugar fuera de la gran capital del país.
Hoy la situación es distinta. La nación es un organismo macrocéfalo: una cabeza inmensa y un cuerpecillo desmedrado y anémico. Aproximadamente la mitad de la actividad económica se concentra en Caracas; muchos de sus habitantes tienen un nivel de vida superior al del resto de los venezolanos; todas las decisiones que marcan el rumbo de la política y de los negocios, se toman en Caracas.
Los Estados, sus capitales y sus municipios han perdido capacidad de acción y podría decirse que conviven con la pobreza fiscal, se acostumbraron a padecerla. Con la elección popular de alcaldes, ya estos funcionarios miran a los gobernadores por encima del hombro. Y hasta los de los municipios más pequeños viajan permanentemente a Caracas, para mendigar ayudas de la Nación. Esa mentalidad de pordioseros los ha llevado a renunciar a fortalecer el erario municipal, por medio del establecimiento de la contribución de valorización. Es más sencillo limitarse a plañir en demanda de las limosnas.
Y mientras los caciques, los contratistas y los empresarios del juego del chance, dueños indiscutibles de gobernadores y alcaldes, convierten las provincias en sus cotos de caza, el gobierno nacional hace la vista gorda. Cuando había la llamada IV República la presidencia, intentó frenar el proceso de centralización, hacer que la provincia participara en el ejercicio del poder. Con ese fin dispuso que las gerencias de los establecimientos públicos descentralizados, se trasladaran a otras ciudades y funcionó.
Otros países —Brasil, por ejemplo— han creado polos de desarrollo, mediante estímulos tributarios. ¿Por qué no ensayarlo en Venezuela? Así se fortalecerían las regiones y se impediría el crecimiento desordenado y monstruoso de la capital. Ésta ya tiene demasiados problemas: inseguridad, delincuencia desbordada, congestión de las vías públicas, cinturones de miseria, inmensos sectores marginados. Todo esto, naturalmente, sin contar con la rapacidad de servidores públicos como la autoridad suprema de Caracas impuesta a dedo por el comandante, los alcaldes gobierneros, que no han metido precisamente la pata sino la mano en el tesoro público.
No conviene la existencia de dos Venezuelas: rica la una, llena de oportunidades; famélica la otra, condenada a soportar el atraso. Éste no puede ser el país de los contrastes, el de la riqueza insultante y la pobreza extrema. El debate que interesa no es el de las anécdotas y las caricaturas ingeniosas sobre quién es pobre, sino el que lleve a determinar las causas y las consecuencias de la desigualdad creciente.
No hay que olvidar que la miseria de las mayorías va de la mano de la corrupción generalizada. Y que la desigualdad entre las regiones genera otra peor: entre los individuos. Es peor ser pobre en el municipio donde no hay servicios públicos que en la gran ciudad que los tiene todos. Las tierras cultivables pertenecen cada día a menos gente. El paso de 13 años del gobierno revolucionario socialista del comandante no ha realizado el deseo de una Venezuela ¡que no puede seguir siendo un país de peones! Y ¡Que cada gota de sudor que caiga, fertilice el surco propio y no la tierra ajena!
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