Ciertamente, el liberalismo es eminentemente pacifista, primero por formación filosófica y después por consideraciones prácticas.
Es bueno leer –y releer– a los grandes maestros, recuerdo que recomendaba uno de mis primeros profesores de Derecho, D. Fernando López Ramón. Pues bien, últimamente he vuelto a repasar los «Escritos sobre política internacional» de Hans J. Morgenthau, publicados por la editorial Tecnos en 1990 y que sirven como puntualizaciones a su obra clásica, aparecida en 1948 «Politics Among Nations». Y no ha podido menos que invitarme de nuevo a reflexión la crítica que el autor efectúa sobre el idealismo pacifista del liberalismo.
Ciertamente, el liberalismo es eminentemente pacifista, primero por formación filosófica y después por consideraciones prácticas.
En la que concierne a lo primero, es preciso recordar los principios sobre «La paz perpetua» de Kant: la guerra desaparecería en un mundo constituido por repúblicas liberales; o bien Jeremy Bentham, desde el utilitarismo, anunciaba que las naciones contribuirían a una gran empresa social, al igual que los hombres considerados individualmente, con el objetivo de lograr la felicidad para el mayor número de ellos. Llevado el tema a la arena política, no es posible olvidar a Woodrow Wilson y sus famosos «catorce puntos».
Por cuestiones prácticas, el pacifismo liberal surgió como un rechazo a las guerras de los príncipes de la época feudal y de la era absolutista, así como de la resistencia armada que los soberanos habían mostrado contra el ascenso del liberalismo. Al desaparecer las relaciones de opresión, en unas sociedades de ciudadanos libres e iguales, la violencia estaba llamada a extinguirse.
Además, las clases liberales estaban constituidas, en sus élites, por industriales y comerciantes, y la guerra, en sus manifestaciones interna e internacional, era un serio obstáculo a sus negocios. De ahí que, en primer lugar, se volcasen en la política interior de sus países, en la conservación del orden y la paz social dentro de los mismos. Respecto a la política internacional, muchos la ignoraron; aplicaron a la misma el principio de no intervención en los asuntos extranjeros como continuación del «laisez faire» económico. Su meta era la consecución del «Estado mínimo», en el que las relaciones humanas directas entre sus componentes asegurarían un comportamiento pacífico entre ellos.
Morgenthau desmonta estas falacias. El Estado liberal jamás fue una pacífica república de ciudadanos libres e iguales, sino el gobierno de una oligarquía formada por la burguesía adinerada. Su paz social se debió al establecimiento de severos controles que aseguraran su libertad de acción y mantuviesen sujetas a las clases trabajadoras y campesinas: de ahí, luego, las revoluciones de origen socialista.
En cuanto a la política internacional, según el profesor de Chicago, no ha pasado del estado «preliberal». Las naciones han actuado y actúan en virtud del interés nacional, buscan su supervivencia y tienden a establecer equilibrios de poder que eviten el predominio de unas sobre otras. Las contradicciones del pacifismo liberal se advierten en que, mientras condena éticamente la guerra, la considera indiferente, o incluso la halla justa, cuando se trata de tomar las armas contra potencias rivales regidas por «gobiernos despóticos» o de desarrollar el expansionismo colonial «para llevar las bendiciones del liberalismo a pueblos que todavía no lo disfrutan».
Los frutos erróneos del pacifismo liberal saltan a la vista: el fracaso de la Sociedad de Naciones, la limitación intrínseca de las Naciones Unidas para evitar la guerra, la irrupción generalizada de los conflictos armados desde la segunda mitad del siglo XIX hasta nuestros días.
La última quimera ha sido «El fin de la Historia y el último hombre», de Francis Fukuyama: caído el imperio soviético no quedaba más alternativa a la Humanidad que la constitución de gobiernos democráticos en todos los Estados y, con ello, el advenimiento, al fin, de la paz mundial. La implantación de muchos gobiernos elegidos por sufragio popular ha dado lugar a terribles guerras de origen étnico en África, en Asia Central e incluso en Europa, como es el caso yugoslavo. Democracias liberales se miran con desconfianza desde ambos lados del Atlántico y las democracias asiáticas no se fían ni de la China totalitaria ni de Estados Unidos.
Y es que, como argumenta Morgenthau, es muy peligroso confundir los deseos con la realidad.
http://www.aragonliberal.es/noticias/noticia.asp?notid=51322&menu=3
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