Todos sabemos que algún día dejaremos nuestro lugar en la tierra. Sin embargo, pensadores como Heidegger y Jaspers explican que no es fácil asumir esa verdad a plenitud. En el transcurso de la vida, no obstante, pueden presentarse episodios que nos colocan sin engaños ante nuestra finitud. Sé por experiencia personal que tales episodios sacuden la conciencia y nos conducen a evaluar el camino hecho y el que falta por recorrer.
Preguntas que cualquier ser humano, enfrentado al reto de hacer un balance, se formula son, por ejemplo: ¿qué falta por hacer?, ¿qué debo corregir?, ¿a quiénes hice daño y por qué?, ¿fue algo deliberado o el producto inevitable de las vicisitudes de la existencia?, ¿puedo reparar ese daño?, ¿seré capaz de restaurar equilibrios y conquistar una vida más serena?
Cuando seguí por televisión al Presidente Chávez abordando el tema de su enfermedad, imaginé que, quizás, en ese momento crucial sería capaz de asumir su humanidad y poner de manifiesto una nueva conciencia de finitud. Pensé que tal vez tendría la humildad de dejar de lado el “pecado de orgullo”, la actitud soberbia de la que hablaba el politólogo Karl Deutsch y que nos lleva a creernos más que humanos. A ello se referían los trágicos griegos, Esquilo, Sófocles y Eurípides, cuando hablaban de la hubris de ciertos personajes, de la propensión a desestimar nuestra condición humana y a presumirnos casi dioses. También decían que la hubris desata como resultado inexorable el castigo de Némesis, diosa implacable que se asegura de reducirnos al plano de lo humano, lo que se traduce en una aguda conciencia de finitud.
Mis expectativas se frustraron. Hugo Chávez no se atrevió a descender al terreno en el que se nos reclama un balance, en el que los errores se reconocen y la magnanimidad se abre paso. No quiso Chávez realizar un gesto de reconciliación consigo mismo y con los venezolanos; no reconoció como sus semejantes a los presos políticos que también padecen serias enfermedades, como la jueza Afiuni y Alejandro Peña Esclusa, entre otros, a pesar de que el Presidente conoce las injusticias y arbitrariedades que aquejan a sus conciudadanos encarcelados y el dolor que embarga a sus familias. Sólo sonrió una vez, cuando mencionó a los hermanos Castro y su espectral revolución. Las palabras de presunto amor hacia el pueblo venezolano me sonaron huecas, fruto de una retórica insincera. Y ello porque a pesar de todo este pueblo no ha permitido a Chávez una epopeya, le ha mantenido en el ámbito de lo cotidiano, de lo concreto, de las exigencias normales de personas que no aspiran a una épica ni desean una revolución, sino que sólo quieren vivir decentemente.
Quizás en lo más hondo de su corazón Hugo Chávez ha mirado de frente su condición finita y ha decidido desafiarla. Estoy convencido de que no cambiará, de que se apegará en lo posible a la imagen todopoderosa que construyó estos pasados años y que es a diario reforzada por quienes tan desvergonzadamente le adulan. El inmenso daño hecho al país y su gente bajo la consigna de una revolución de fantasía y destrucción; la división de Venezuela y la exclusión de al menos una mitad convertida en ciudadanos sin derechos reales; la indignante sumisión a los Castro; las alianzas con regímenes y organizaciones dedicadas a la subversión y el terror; el abyecto antisemitismo; en fin, nada de esto forma parte del balance de Chávez. Afirmó que “Viviremos y venceremos” retando sin pudor al destino. Él proseguirá el rumbo trazado, pero su régimen ha adquirido conciencia de finitud.
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