Cuando llegué a España en el año 58 era frase bastante corriente el decir "los españoles no estamos preparados para la democracia. Si aquí desapareciera Franco esto sería el caos, quizás nuevamente la guerra civil." Y sin embargo no ha sido así. Cayó la dictadura, vino una transición admirable, ejemplar, hacia la democracia, y la democracia en España ha tenido éxito. Ha habido consensos de las fuerzas políticas que dieron una estabilidad al país que le permitió a la democracia española resistir los intentos involucionistas, golpistas, y yo diría sin triunfalismo de ninguna especie. Nadie puede negar que España es la historia feliz de los tiempos modernos, lo cual se debe en cierta forma a la inmensa mayoría de los españoles de muy distintas convicciones políticas que han sido capaces de actuar civilizadamente, estableciendo justamente ese denominador común que hace que las instituciones funcionen y que un país crezca.
¿Por qué en América Latina no hay un clima así? ¿Por qué nuestros intentos de modernización una y otra vez fracasan? Creo que la idea del desarrollo, del progreso de la civilización tiene que ser simultáneamente económica, y política y cultural, y, aquí empleo una palabra que a muchos va a pararles las orejas: ética o moral. En América Latina hay una falta de confianza total de la inmensa mayoría de latinoamericanos hacia las instituciones, y esta es una de las razones por las que nuestras instituciones fracasan. Las instituciones no pueden vivir en un país si la gente no cree en ellas y, por el contrario, tienen una desconfianza fundamental y ve en ellas no una garantía de seguridad, de justicia, sino exactamente todo lo contrario.
Dejen que les diga como anécdota personal. Después de un tiempo de estar viviendo en Inglaterra, de pronto me di cuenta de que me ocurría algo curioso, que no me sentía nervioso cuando cruzaba a un policía. Hasta entonces, a mí siempre me había pasado que frente a un policía yo sentía cierto nerviosismo, como si ese policía de alguna manera representara potencialmente para mí un peligro. Los policías en Inglaterra no me produjeron jamás ese sentimiento de recelo, de secreta inquietud. No iban armados, o simplemente porque los policías en Inglaterra parecían prestar un servicio público y no estar allí para aprovecharse de alguna manera de ese pequeño poder que les daba el uniforme, el palo o la pistola que llevaban encima. En el Perú y en la mayor parte de los países de América Latina, los ciudadanos tienen razón de sentirse alarmados, inquietos, cuando se cruzan con un uniformado, porque hay muchas posibilidades de que el uniformado utilice el uniforme, no para defender su seguridad, sino para esquilmarlos. Entonces, eso que ocurre para los policías ocurre también con las otras instituciones.
Esos ejemplos al final crean un estado de cosas en el que las instituciones simplemente no pueden funcionar porque no están sostenidas o respaldadas por aquello que es fundamental en una sociedad democrática, la confianza de la ciudadanía hacia ellas, la convicción de que estas instituciones están allí para garantizar la seguridad, la justicia, la civilización.
Esa es una de las razones por las que las reformas que se han hecho en América Latina han fracasado una y otra vez. Paulo Rabello de Brasil decía que las gentes que han votado por millones, por Lula, no han votado por el socialismo en la mayoría de los casos, han votado por algo diferente a lo que tienen y eso diferente lo ha conseguido encarnar a través de carisma o demagogia. Es lo mismo que ha pasado por ejemplo, en Venezuela. Este país que potencialmente es riquísimo, que debería tener uno de los niveles de vida más altos del mundo, se debate en una crisis atroz, y tiene al frente del gobierno a un gran demagogo, que puede realmente destruir a Venezuela. Y sin embargo no es casual que el comandante Chávez esté en el poder. El ha llegado al poder con el voto de una gran mayoría de venezolanos totalmente disgustados y asqueados de la democracia que tenían, una democracia que no era sólo de nombre, y a la sombra de la cual, la corrupción imperó de una manera realmente vertiginosa, eliminando las posibilidades de una inmensa mayoría de venezolanos, de sus expectativas, sus sueños, y enriqueciendo pavorosamente a unas pequeñas, ínfimas, minorías unidas con el poder.
En ese contexto, las reformas liberales que nosotros defendemos, que nosotros promovemos, que nosotros sabemos son eficaces para desarrollar un país ¿cómo pueden funcionar? Una reforma mal hecha, es muchas veces peor que una falta total de reformas, y en este sentido, el caso del Perú es ejemplar. Nosotros durante la dictadura de Fujimori y Montesinos entre 1990 y el año 2000, tuvimos aparentemente reformas liberales radicales, se privatizó más que en ningún otro país de América Latina. ¿Y cómo se privatizó? Se privatizó transfiriendo monopolios públicos a monopolios privados. ¿Para qué se privatizó? No para lo que se debe privatizar, según creemos nosotros, los liberales, para que haya competencia y para que la competencia mejore los productos y los servicios y baje los precios y para diseminar la propiedad privada en quienes no tienen propiedad como se ha hecho en las democracias occidentales más avanzadas en los procesos de privatización, como se hizo en Gran Bretaña, donde la privatización sirvió para difundir la propiedad privada enormemente entre los usuarios y entre los empleados de las empresas privatizadas. No, se hizo para enriquecer a determinados intereses particulares, empresarios, compañías, o los propios detentadores del poder.
¿Cómo pueden los peruanos creernos, cuando nosotros les decimos que la privatización es indispensable para que un país se desarrolle, si la privatización para los peruanos ha significado que los ministros del señor Fujimori se enriquecieron extraordinariamente, que las compañías de los ministros y asociados del señor Fujimori fueron las únicas compañías que tuvieron extraordinarios beneficios en estos años de la dictadura? Por eso cuando los demagogos dicen "la catástrofe del Perú, la catástrofe de América Latina son los neo liberales", esas gentes esquilmadas, engañadas, les creen y como necesitan un chivo expiatorio, alguien a quien hacer responsable de lo mal que les va, pues entonces nos odian a nosotros los "neoliberales".
El gobierno de Toledo ha intentado privatizar unas empresas en la ciudad donde yo nací, en Arequipa, y el pueblo arequipeño salió en masa, levantó los adoquines, llenó las calles de barricadas, e impidió la privatización. Si uno mira las cifras en el papel es algo insensato, algo absolutamente demencial. Las empresas privatizadas no servían para nada, no cumplían en absoluto con la función que les estaba encomendada y eran una rémora para el país, para el estado, es decir, para los pobres peruanos, y las empresas que habían ganado la licitación, unas empresas belgas iban a inyectar un capital fresco, iban a instalarse en Arequipa. Habían, además, ofrecido una serie de inversiones colaterales, iban a beneficiar muchísimo a esta ciudad y nada de eso fue creído por gentes profundamente decepcionadas por esos diez años de supuesto liberalismo radical que vivió el país con Fujimori.
Bueno, eso es lo que ha pasado en la mayor parte de los países latinoamericanos. Esas reformas en el fondo no eran liberales, eran una caricatura de las reformas liberales, pero eso lo sabemos nosotros, eso no lo saben unos públicos desinformados, unos públicos buena parte de los cuales están en una lucha feroz por la mera supervivencia, porque América Latina, y esto es algo que es muy triste decirlo, se ha empobrecido tremendamente en las últimas décadas. Se ha empobrecido en el caso de algunos países de una manera verdaderamente pavorosa.
Yo estuve a fines del año pasado haciendo un recorrido por lo que se llama el trapecio andino del Perú, la parte de Ayacucho, una parte tremendamente maltratada en la época del terrorismo y una región tradicionalmente muy pobre en el Perú. Y yo la había recorrido mucho entre 1987 y 1990 y salí verdaderamente espantado del empobrecimiento que había experimentado esa región, por pobre o misérrima que ya la recordaba, estaba muchísimo peor y esta región es empobrecía como se empobrecía el resto del Perú, mientras un puñadito de bandidos, de gángsteres encaramados en el poder, se enriquecían vertiginosamente. Entonces cuando hablamos nosotros del desarrollo, no podemos enfocar la idea del desarrollo fundamentalmente como una serie de reformas económicas que van a poner en marcha el aparato productivo del país y van a aumentar nuestras exportaciones y van a permitir que el país por fin entre en un proceso de modernización. No, el desarrollo que nosotros necesitamos tiene que ser un desarrollo simultáneo, un desarrollo que al mismo tiempo que mejore nuestros índices de crecimiento y producción, haga funcionar a estas instituciones que hoy en día no funcionan y consiga para estas instituciones la credibilidad, la confianza, la solidaridad que es lo que hace que las instituciones funcionen en una sociedad democrática. Eso no existe en América Latina y ésa es una de las razones por las que fracasan las reformas económicas, incluso cuando están bien orientadas.
Carlos Alberto Montaner decía una cosa que a mí me parece muy exacta. Tenemos que adecentar un poco la política. No es posible que unos países se desarrollen si quienes los gobiernan, o quienes tienen las responsabilidades políticas, pues, son Alemán (Nicaragua), Chávez (Venezuela), Fujimori (Perú), verdaderos gángsteres, auténticos bandidos que entran al gobierno como entra un ladrón a una casa a robar, a saquear, a enriquecerse de la manera más cínica, más rápida posible. ¿Cómo va a ser la política una actividad atractiva para las personas idealistas? Los jóvenes ven la política naturalmente con espanto, como robo. Y la única manera de adecentar la política es llevando a la política gentes decentes, gentes que no roben, gentes que hagan lo que dicen que van a hacer, que no mientan o que mientan poco, lo inevitable.
Me han preguntado muchas veces "¿a quién admira usted en América Latina?" Y siempre cito a la misma persona, y me temo que muchos de ustedes no han oído nombrar o han ya olvidado, y es el ex-presidente Alfredo Cristiani, de El Salvador (1989-94). Es una persona que yo admiro mucho, y no es un político, es un empresario. Cristiani, un empresario que decidió en un momento entrar en política, en un momento terrible, trágico, cuando el ejército y las guerrillas se mataban en las calles de San Salvador y donde los muertos, los desaparecidos, los torturados eran incontables. Y en ese momento, el señor Cristiani, un empresario, un hombre fundamentalmente decente, nada carismático, nada del típico hombre fuerte latinoamericano, mal orador, decide entrar en política y entra y gana las elecciones y el gobierno. Y gobierna de una manera discreta, de una manera nada carismática y en los años que está en el gobierno deja a su país mejor de lo que lo encontró. Y eso parece muy poca cosa, pero, en realidad, fue una hazaña casi única. Cuando Cristiani entró en el gobierno se mataban en las calles de San Salvador y los muertos eran innumerables y cuando él salió, las guerrillas y el gobierno habían firmado la paz, y los guerrilleros se presentaban a elecciones y pedían los votos del público y entraban al Parlamento y desde entonces hay paz en El Salvador. Un país que, como lo contó bien Carlos Alberto Montaner, es un país que progresa, despacito, pero progresa de verdad, es decir en muchas direcciones a la vez. Bueno, eso es lo que nosotros necesitamos en América Latina, no sólo buenos economistas que digan éstas son las reformas que hay que hacer. Necesitamos que gentes decentes como el señor Cristiani, empresarios, profesionales, que decidan entrar en política para adecentar esa actividad fundamentalmente sucia, inmoral, corrompida que por desgracia ha sido entre nosotros la política.
Y en otro aspecto en que es fundamental el desarrollo, que es el cultural. La cultura, por desgracia, en América Latina, con algunas excepciones, es un privilegio de las minorías, y en algunos sitios de muy escasas minorías. América Latina tiene una gran creatividad, ha producido músicos, ha producido artistas, poetas, escritores, pensadores, pero la verdad es que en la mayoría de nuestros países la cultura es un monopolio de minorías insignificantes y está prácticamente fuera del alcance de la mayoría de la sociedad. Sobre esas bases no se puede construir una democracia genuina, instituciones que funcionen y no se pueden hacer reformas liberales que dejen los resultados productivos y creativos que deberían dar. En ese aspecto, por desgracia, hay una falta de conciencia terrible en América Latina. La cultura todavía es considerada por quienes piensan que ella existe, como un mundo, como un pasatiempo, como una forma elevada del ocio, y no como lo que es, una herramienta fundamental para que una mujer o para que un hombre tomen las decisiones acertadas en su vida familiar, en su vida personal, en su vida profesional y sobre todo, las decisiones políticas acertadas a la hora de elegir.
La cultura defiende contra la demagogia, defiende contra la equivocación terrible de elegir mal en unas elecciones. En ese campo por desgracia no se hace casi nada y quizás debería decir con un sentido de autocrítica que no hacemos casi nada, inclusive nosotros. Estos institutos liberales tan útiles, tan idealistas y, sin embargo, la cultura es la menor de sus prioridades. Ése es un error, un gravísimo error. La cultura es fundamental, porque la cultura ayuda a crear esos consensos que han permitido por ejemplo los casos muchas veces ejemplares de España y de Chile.
Yo quisiera hablar de Chile un momento por unas cosas que dijo Hernán Büchi, mi amigo, una persona inteligente, una persona que hizo como ministro en Chile unas reformas admirables y que funcionaron. El caso de Chile es un caso único en la historia de América Latina, y un caso único porque una dictadura militar como era la de Pinochet tuvo éxitos económicos. Permitió que unos economistas liberales hicieran unas reformas bien concebidas y que funcionaran. Me alegro mucho por Chile que es un país que yo menciono siempre, pero es un ejemplo que nosotros tenemos que citar haciendo toda clase de advertencias y la primera y la fundamental es que para un liberal una dictadura no es nunca, en ningún caso, justificable. Esto es muy importante decirlo y repetirlo. Ahí hubo un accidente bienhechor: qué suerte para Chile. Pero hay muchos latinoamericanos que quieren convertir ese accidente en un modelo y todavía nos repiten que lo que nos hace falta para desarrollar es un Pinochet. En buena parte la popularidad de Fujimori se debió a que muchos peruanos vieron en Fujimori el Pinochet peruano. No es verdad, hay accidentes en la historia, pero si hay en la historia latinoamericana una constante, es que las dictaduras no han sido jamás una solución para los problemas latinoamericanos, y todas ellas sin ninguna excepción, salvo Chile, han contribuido a agravar los problemas que decían venir a solucionar: la corrupción, el atraso, el debilitamiento, o colapso de las instituciones. Ellas han contribuido más que nada a crear ese cinismo político que es una de las características quizás más generalizadas en América Latina: la política es el arte de enriquecerse, es el arte de robar, esta es la definición de la política para una inmensa mayoría de latinoamericanos.
Y lo creen así porque ha sido esa la verdad, en buena parte de nuestra historia, por culpa de las dictaduras. Las dictaduras han hecho de la corrupción una forma natural de gobierno que ha creado respecto a la política ese sentimiento tan terriblemente cínico que impera en la gran mayoría de los países latinoamericanos.
Creo que es muy importante que los liberales, que es lo que se supone que somos nosotros, coordinen sus acciones, intercambien información en este momento de la historia en que curiosamente el liberalismo es víctima de muchos malentendidos y ha pasado para muchas personas, algunas de muy buena fe, a representar el enemigo del progreso, de la justicia. Ha pasado a ser sinónimo del explotador, del codicioso, del indiferente o el cínico frente al espectáculo de la miseria, de la discriminación, algo que nosotros sabemos no solo es inexacto sino una monstruosa injusticia, con una doctrina, con una filosofía que está realmente detrás de todos los avances políticos, económicos, culturales que ha experimentado la humanidad. El liberalismo es una tradición que hay que defender no solo por homenaje a la verdad, sino porque vivimos un momento difícil de la historia en la que ese progreso y esa civilización están amenazados.