Si la diplomacia se construye sobre la base de la confianza recíproca, no sería exagerado decir que el Departamento de Estado norteamericano acaba de experimentar un contratiempo irreparable. Harán falta probablemente muchos años para que los interlocutores de los representantes estadounidenses en cualquier parte del globo puedan volver a confiarse en sus conversaciones reservadas con la tranquilidad con lo que lo han hecho hasta ahora.
En adelante, el debate público acerca del derecho a la privacidad de las personas y a la preservación de la información sensible en poder de los estados nacionales, amenazados por el irrefrenable avance de las nuevas tecnologías de la información, que tienden a convertir en obsoleta la propia noción de lo secreto, será un punto central en la agenda mundial.
Más allá de la evaluación de los daños y de las previsiones estratégicas acerca del futuro (dos preocupaciones que habrán de monopolizar por un tiempo la atención de la Casa Blanca), importa bucear en las posibles causas políticas de la filtración de alrededor de 250.000 documentos secretos, la tercera de este tipo que ocurre tras la también extrañísima difusión de otros documentos reservados con información confidencial acerca de la evolución de la guerra de Irak y de Afganistán, difundidos recientemente por esas mismas vías.
Las teorías conspirativas coinciden en colocar en el banquillo de los acusados a WikiLeaks, el sitio de internet creado por el australiano Julian Assenge, erigido en el primer eslabón de una cadena informativa que, en este caso, incluye también, como segundo eslabón, a cinco grandes diarios, cuidadosamente escogidos: el estadounidense New York Times, el francés Le Monde, el británico The Guardian, el alemán Der Spiegel y el español El País. La pregunta acerca de quiénes están detrás de WikiLeaks está en boca de todos los servicios de inteligencia del mundo.
Sin embargo, y sin restar relevancia a ese vital interrogante, es necesario develar una incógnita previa: quién o quiénes fueron los autores intelectuales y materiales del robo de información más extraordinario de la historia universal, cuyo voluminoso botín deja a la altura de un cuento para niños a la más imaginativa de las novelas de espionaje.
Por las características del episodio, no parecería demasiado fantasioso inferir que un hecho de estas proporciones excede la capacidad operativa de un soldado estadounidense muy entrenado en el uso de computadoras, tal cual se empeña todavía en narrar la historia oficial de este acontecimiento.
No habría entonces que descartar la hipótesis de una operación política de vastos alcances. Para empezar a indagar acerca de su posible origen, sólo puede comenzar por preguntarse acerca de sus eventuales beneficiarios. Si esto hubiera ocurrido en tiempos de la guerra fría, el sospechoso natural sería la KGB soviética. Hoy, en cambio, no existe en el mundo nada parecido en capacidad operativa, al menos fuera del territorio estadounidense. En principio, cabría descartar que nos encontremos ante una operación de inteligencia de un servicio secreto extranjero para destruir la credibilidad internacional de los Estados Unidos.
El interrogante apunta entonces hacia adentro del sistema de poder norteamericano. En este hermético terreno no existe por supuesto una certeza sobre posibles beneficiarios, pero sí sobre quién inequívocamente se perjudica: la administración de Barack Obama y muy especialmente la secretaria de Estado, Hillary Clinton, cuya misma permanencia en el cargo podría quedar en tela de juicio.
Esa línea de razonamiento apunta directamente hacia los sectores conservadores ferozmente opuestos a Obama, que están decididos a impedir su reelección por todos los medios a su alcance y pueden encontrar en este gran escándalo internacional una nueva y poderosa herramienta para su estrategia de demolición de la imagen presidencial.
Esos sectores, fortalecidos políticamente luego del amplio triunfo republicano en las recientes elecciones legislativas, cuentan sí con muchísimos simpatizantes en filas de las Fuerzas Armadas y de los organismos de inteligencia.
http://www.eltribuno.info/salta/diario/hoy/opinion/bfquien-esta-tras-las-filtraciones
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En adelante, el debate público acerca del derecho a la privacidad de las personas y a la preservación de la información sensible en poder de los estados nacionales, amenazados por el irrefrenable avance de las nuevas tecnologías de la información, que tienden a convertir en obsoleta la propia noción de lo secreto, será un punto central en la agenda mundial.
Más allá de la evaluación de los daños y de las previsiones estratégicas acerca del futuro (dos preocupaciones que habrán de monopolizar por un tiempo la atención de la Casa Blanca), importa bucear en las posibles causas políticas de la filtración de alrededor de 250.000 documentos secretos, la tercera de este tipo que ocurre tras la también extrañísima difusión de otros documentos reservados con información confidencial acerca de la evolución de la guerra de Irak y de Afganistán, difundidos recientemente por esas mismas vías.
Las teorías conspirativas coinciden en colocar en el banquillo de los acusados a WikiLeaks, el sitio de internet creado por el australiano Julian Assenge, erigido en el primer eslabón de una cadena informativa que, en este caso, incluye también, como segundo eslabón, a cinco grandes diarios, cuidadosamente escogidos: el estadounidense New York Times, el francés Le Monde, el británico The Guardian, el alemán Der Spiegel y el español El País. La pregunta acerca de quiénes están detrás de WikiLeaks está en boca de todos los servicios de inteligencia del mundo.
Sin embargo, y sin restar relevancia a ese vital interrogante, es necesario develar una incógnita previa: quién o quiénes fueron los autores intelectuales y materiales del robo de información más extraordinario de la historia universal, cuyo voluminoso botín deja a la altura de un cuento para niños a la más imaginativa de las novelas de espionaje.
Por las características del episodio, no parecería demasiado fantasioso inferir que un hecho de estas proporciones excede la capacidad operativa de un soldado estadounidense muy entrenado en el uso de computadoras, tal cual se empeña todavía en narrar la historia oficial de este acontecimiento.
No habría entonces que descartar la hipótesis de una operación política de vastos alcances. Para empezar a indagar acerca de su posible origen, sólo puede comenzar por preguntarse acerca de sus eventuales beneficiarios. Si esto hubiera ocurrido en tiempos de la guerra fría, el sospechoso natural sería la KGB soviética. Hoy, en cambio, no existe en el mundo nada parecido en capacidad operativa, al menos fuera del territorio estadounidense. En principio, cabría descartar que nos encontremos ante una operación de inteligencia de un servicio secreto extranjero para destruir la credibilidad internacional de los Estados Unidos.
El interrogante apunta entonces hacia adentro del sistema de poder norteamericano. En este hermético terreno no existe por supuesto una certeza sobre posibles beneficiarios, pero sí sobre quién inequívocamente se perjudica: la administración de Barack Obama y muy especialmente la secretaria de Estado, Hillary Clinton, cuya misma permanencia en el cargo podría quedar en tela de juicio.
Esa línea de razonamiento apunta directamente hacia los sectores conservadores ferozmente opuestos a Obama, que están decididos a impedir su reelección por todos los medios a su alcance y pueden encontrar en este gran escándalo internacional una nueva y poderosa herramienta para su estrategia de demolición de la imagen presidencial.
Esos sectores, fortalecidos políticamente luego del amplio triunfo republicano en las recientes elecciones legislativas, cuentan sí con muchísimos simpatizantes en filas de las Fuerzas Armadas y de los organismos de inteligencia.
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