En un acuciante análisis publicado bajo el título, Los verdugos de Hitler: Los alemanes corrientes y el holocausto (Taurus, 2005), Daniel Jonah Goldhagen se adentra en las explicaciones del por qué del genocidio judío a manos alemanas durante la Segunda Guerra Mundial[1]. La conclusión fundamental de su estudio es que este horrendo crimen respondió a un modelo cognitivo -a una ideología- enraizado en la mentalidad de la época, que proyectaba a los judíos como una amenaza diabólica que debía ser eliminada. Ello tuvo sus raíces en la tradición católica de señalar al pueblo hebreo como asesino de Jesucristo, muy en boga durante toda la Edad Media, así como en la necesidad de descalificar sus creencias por desconocer la resurrección del Señor, piedra angular de la fe cristiana. Esta descalificación tomó la forma de una desaprobación moral, pues se trataba de un pueblo que traicionaba a la fe auténtica y cuyas ideas tergiversaban el verdadero sentido del legado sagrado común –el viejo testamento. Tal visión tomó un giro trágico en la Alemania del siglo XIX con la emergencia de un concepto de nacionalidad germana definida en términos de raza o volk. La tardía unificación alemana alimentaría un nacionalismo sectario que reaccionaba contra interferencias que podían hacer peligrar a esta reencontrada germanidad.
Con el ascenso al poder del Partido de los Trabajadores Nacional Socialista Alemán (NASDP) en 1933, fueron promulgadas leyes que despojaban a los judíos de sus derechos y que los execraban de los puestos públicos y de responsabilidades en las esferas, educativa, culturales y de los medios de comunicación. Desde el Estado se propalaba una virulenta campaña de odio que proyectaba al pueblo hebreo como “moralmente depravado”, malévolamente astuto e implacable en sus designios de dominio. A través de una tergiversación perversa de la historia, la prédica nazi responsabilizó a los judíos por la derrota de la Primera Guerra Mundial; por haberse lucrado a expensas del pueblo trabajador; por el desastre liberal con que muchos identificaron a la República Weimar; y por haber causado la crisis económica de principios de los ’30, dado su dominio de las finanzas mundiales. Peor aun, los judíos estaban al frente de la amenaza bolchevique internacional que rivalizaba directamente con los nazis por el dominio totalitario de la sociedad. Las aspiraciones de un nuevo orden nacionalsocialista eran, por ende, incompatible con la convivencia con los judíos, por lo que no podían tener cabida en el Tercer Reich. El hecho de que la población judía fuese bastante reducida, y que muchos alemanes no tuviesen casi contacto alguno con sus integrantes, contribuyó a que este imaginario desplazara cualquier conceptualización basada en la experiencia de relaciones reales, personales, con ellos. Como explica el título del libro de Goldhagen, esta ideología facilitó, llegado el momento, la complicidad de parte importante de la población alemana en el genocidio perpetrado contra el pueblo judío.
¿Y Venezuela?
¿Qué implicaciones plantea esta espantosa experiencia para con la prédica de odio que destilan permanentemente el presidente Chávez y sus acólitos contra los que se oponen a sus designios de amasar un poder sin límites? No pretendo banalizar el holocausto sugiriendo que en Venezuela la situación sea actualmente parecida a la del totalitarismo nazi: hay un abismo insondable entre el “gas del bueno” que alegremente ordena usar el Comandante contra las manifestaciones que desaprueba y el gas cianuro que asesinó a millones en las cámaras de gas nazi. Pero hay una inquietante paralelo en los dispositivos utilizados para la descalificación y exclusión de quienes eran percibidos como “amenaza” y como “enemigos vitales” del pueblo alemán con los aplicados por el líder de la Revolución Bolivariana. Cabe señalar que el imaginario de Chávez se nutre también de una simbología religiosa que, como se examinó, alimentó el antisemitismo alemán. Él asume ser el profeta de un Simón Bolívar endiosado, la garantía de que los ideales que aquél representó no serán mancillados mientras él esté en el poder. La “traición” de que fue objeto su legado hace menester enjugar este agravio en un sacrificio supremo del Pueblo para hacer realidad la Revolución Bolivariana, tantas veces preterida. Oponerse a esta verdad incontrovertible de la Historia, es equivalente a una herejía en la forma de una traición a la Patria.
En esta representación, Chávez empezó también mitificando la historia para proyectarse como jefe de una lucha contra una oligarquía opresora del pueblo desde tiempos coloniales. Asumió, igualmente, el semblante de una cruzada moralista contra quienes se negaban a comulgar con sus verdades. Desde hace cuatro años ha reclutado en su auxilio los mitos del comunismo estalinista. Añade, por ende, los pretendidos estigmas de “burgueses”, “capitalistas”, a su tradicional repertorio de descalificativos: “oligarcas”, “pitiyanquis”, “lacayos del imperio” y, siempre, de “traidores”. En insólito sincretismo el socialismo del siglo XXI termina ensalzando un ideario que privilegia lo étnico y lo autóctono -rayano en algunos casos en el racismo y la xenofobia, respectivamente- en nombre de la lucha contra el “capitalismo”. Al igual que en el caso del Nuevo Orden nacionalsocialista, conlleva barrer con quienes constituyen un obstáculo irredimible a su concreción. Acompañado del culto fascista a la muerte, a la violencia y a las epopeyas militares, Chávez opta por la confrontación y anticipa una especie de rendición definitiva de cuentas –un juicio final- que promete garantizarle a sus seguidores la evasiva “tierra prometida”. Desaparece la tolerancia para con las opiniones ajenas y el diálogo para dirimir diferencias: se anuncia públicamente la “pulverización” del contrario como desenlace deseado. En tanto, profesa que lo inspira el amor por el pueblo.
Los últimos acontecimientos
La caracterización anterior tiene una expresión clara en la actitud asumida por Chávez y por algunos incondicionales ante los últimos acontecimientos. No sólo se repite la consabida campaña virulenta de insultos, descalificaciones y acusaciones prefabricadas, que incitan abiertamente al odio. Además, se aplaude, se justifica y se incita abiertamente a reprimir a quienes no les reconoce derechos ciudadanos básicos, como aquel de marchar pacíficamente a la Asamblea Nacional y ser escuchados en sus planteamientos. En su Aló Presidente Nº 338 del domingo 23 de agosto, Chávez felicitó al comandante de la Guardia Nacional, Antonio Benavides Torres, por ordenar la represión contra los que protestaron el sábado 22 contra la Ley Orgánica de Educación (LOE) y luego arengar políticamente a su tropa:
“¡Felicitaciones del pueblo! (…) Benavides fue atacado por los lacayos, quienes sólo nos querían cuando rematábamos al pueblo. (…) Ahora las Fuerza Armadas Nacionales Bolivarianas son libres (¡!) y están al servicio del pueblo” (…) antes la policía y la Guardia agredían; ahora están para proteger a todos. (…) Vi a los burgueses ofendiendo a la Guardia Nacional. (…) Canales burgueses se morían con su odio (…) el destino de los burguesitos, de los pitiyanquis, es seguir estrellándose contra la patria”[2]. (cursivas más, HGL)
El martes, y luego de variadas peticiones de organizaciones diversas de la sociedad civil de que fuese sancionado el coronel Benavides por su reprobable e inconstitucional comportamiento, Chávez los insulta –como a la memoria de Bolívar- confiriéndole públicamente la Orden Libertador (¡!).
Por su parte, la manifestación oficialista convocada el mismo sábado a favor de la LOE –en su mayoría empleados públicos- aplaudieron cuando, en pantallas de VTV, vieron cómo la PM reprimió a quienes, unas cuadras más allá, protestaban esta ley. Al dirigirse al público Cilia Flores, afirmó que la LOE era un pretexto de los opositores para desestabilizar. Entre los “logros”, que mencionó para justificar el apoyo a esta ley, dijo:
“Ahora tendrán educación gratuita para toda la vida, desde el Simoncito hasta las universidades. Antes la educación superior no era gratuita, ahora sí”[3].
Como todo venezolano medianamente informado sabe, la educación en Venezuela ha sido gratuita en todos sus niveles desde 1870, tras decreto firmado por Guzmán Blanco.
De lo anterior se desprenden varias cosas: 1º, los que marcharon (contra la LOE) evidentemente no forman parte del “pueblo•, pues éste lo define Chávez; 2º, la Fuerza Armada, ahora Bolivariana, al estar al servicio del “pueblo”, es decir, de Chávez, tiene como misión reprimir a los opositores, que no son “pueblo”, y resguardar a los chavistas, que sí lo son; 3º, en el “todos” a que se refiere Chávez no entran los opositores; no son venezolanos a quienes merece reconocerles sus derechos; 4º, la estigmatización como “burgueses” es apenas un pretexto para descalificar con base en moralismos, a quienes no aceptan su versión del “deber ser” de todo venezolano: la lealtad incondicional a su persona; 5º, en atención a lo anterior, toda protesta a lo decidido por Chávez es ilegítima y persigue intenciones “desestabilizadoras”; 6º, por ende, es valorado positivamente por los acólitos que se le reprima, y se premia a quien cumple tan infausta misión; y 7º, vale mentir descaradamente para “justificar” las barbaridades de la “revolución”.
La representación ideológica anterior, con los “valores” que encubre, ayuda a entender la saña con que fueron golpeados los periodistas de la Cadena Capriles en el centro de Caracas el jueves 13, así como los insólitos intentos de justificar tan cobarde hecho. Es triste y vergonzoso ver a Alí Rodríguez Araque –uno de los pocos miembros del círculo interno de Chávez a quien todavía se pensaba que era serio- convertirse en discípulo de Joseph Goebbels, ministro de Propaganda nazi, para señalar que la agresión contra los periodistas no fue tal, porque, “Actuaron como ciudadanos, no trabajan como periodistas” (¡!). O sea, ¡es lícito coñacearlos cuando asumen su condición de ciudadanos que ejercen sus derechos! El PCV, otrora respetado por su postura ética -a pesar de su terrible atraso doctrinario-, repudia su legado para justificar también las agresiones contra estos trabajadores. Añade Oscar Figuera, secretario general de ese partido:
“Estamos en guerra y los voceros (de oposición) corren riesgos. (…) La protesta es un riesgo. Ellos no cubrían como reporteros; era una acción política”[4].
Chávez se sabe actualmente en minoría y crecientemente aislado internacionalmente. Los resultados de sus desaciertos económicos puestos a la vista con la caída de los precios petroleros, su violación reiterada del Estado de Derecho, su arremetida contra la libertad de expresión, su intromisión en los asuntos de otros países de la región y su alianza con las naciones más retrógradas del globo, achican sus espacios de acción. Desesperadamente huye hacia delante a ver si puede afianzarse en el poder antes de ser barrido por las fuerzas democráticas. Al igual que en la experiencia nacionalsocialista, no son admisibles las acciones de estas fuerzas, porque representen un peligro para la hegemonía chavista, son una “amenaza diabólica” al Nuevo Orden perseguido. No sólo se reprimen manifestaciones identificadas con la oposición: tampoco se toleran protestas laborales ni movilizaciones populares en repudio a la confiscación de servicios de salud –ambulatorios- por parte del Gobierno central, como ocurrió en Caucagua y Curiepe. Con la Guardia Nacional como guardia pretoriana, se instala abiertamente un apartheid político que desconoce los derechos a la mitad o más de la población venezolana. Si bien es mucho más difícil encasillar el odio y el resentimiento chavista en términos raciales o de otra naturaleza para facilitar la identificación de quienes deben ser excluidos, como hizo Hitler en Alemania, la intención de Chávez va por ahí: “El rico es un animal con forma humana”, (Aló Presidente Nº 330, 10/05/09). Recuérdese que en el imaginario chavista, “ricos” somos todos los que votamos contra Chávez, así sean los habitantes de Petare. ¿Aplaudieron Rodríguez Araque y el secretario general del PCV esta descalificación de undermenschen (subhumanos) por parte de “su” comandante?
Vuelvo a insistir; la situación de Venezuela hoy está lejos de ser la misma de la Alemania nazi. Pero las intenciones están ahí. Hasta ahora la cultura democrática e igualitaria venezolana, refractaria a la discriminación sistemática, reiterada y permanente contra un sector de la población, ha fungido como muro de contención de las pretensiones neofascistas del teniente coronel. Pero a éste ya no le importa ganar concursos de popularidad y “pisa el acelerador” de la radicalización para galvanizar a un grupo cada vez más militante y fanático –aunque más reducido- en torno a su poder indiscutido. De ahí las declaraciones del fascio-comunista Figuera de que “estamos en guerra” –y en la guerra (“como en el amor”) todo es válido-; de ahí también la incitación a los “camisas rojas” a repeler a “los provocadores” –los periodistas que repartían volantes en la esquina de Veroes[5]-; de ahí la histeria belicista desplegada por Chávez por el uso de bases colombianas por militares gringos. Basta una porción reducida pero fanatizada de seguidores del teniente coronel, incondicional, organizada bajo cánones militaristas y obcecada por el triunfo de la única “verdad” aceptable, para aterrorizar y someter a la mayoría. Más cuando cuenta con la asesoría del G-2 cubano, con larguísimos años de experticia acumulados en estos menesteres.
Según Sebastián Haffner, autor del libro, Anotaciones sobre Hitler[6], la popularidad del führer alcanzaba altísimos niveles en Alemania a principios de 1938. Había reactivado fuertemente la economía con el gasto público (militar), había generado empleos y creado uno de los sistemas de seguridad social más avanzados de la Europa de la época, le había devuelto a los alemanes el orgullo de ser ciudadanos de una nación que no se doblegaba ante nadie. Sus excesos de intolerancia, discriminación y de abuso de poder eran pasables en el balance. Todavía estaba por producirse la infausta “Noche de los Cristales Rotos” (Kristallnacht), todavía no se había desatada la terrible maquinaria genocida, todavía no se había sumido el pueblo en las tragedias de la guerra.
No nos confiemos en que Chávez no es Hitler. Ambos expresan la misma patología. Recordemos que los asesinos y represores de los derechos de los venezolanos, cuando lo hacen en nombre de la “revolución”, no sólo no se les castiga, se les premia: los pistoleros de Puente Llaguno, los agresores de los periodistas, el coronel Benavides, etc. Lo que ha demostrado no tener Chávez –todavía- son los medios ni las condiciones propicias con que contaba Hitler: la disposición de una mayoría incondicional por voltear la cara ante sus barbaridades u obrar activamente para contribuir a cometerlas, el control total de los medios de comunicación y una institucionalidad absolutamente sometida a sus designios. Estrechemos el cerco democrático a Chávez, nacional e internacionalmente, para que nunca los tenga.
HUMBERTO GARCIA
[1] El estudio se basa en su tesis doctoral, realizado en la Universidad de Harvard y galardonada con el premio Gabriel A. Almond de la Asociación Norteamericana de Ciencia Política.
[2] El Nacional, Pág. 2 Nación, 24/98/09
[3] Idem., Pág. 3 Nación, 23/08/09
[4] Ibid., Pág. 4 Nación, 18/08/09
[5] Declaraciones del coordinador de los círculos bolivarianos, Rubén Mendoza, El Nacional, Pág. 5 Nación, 20/08/09.
[6] Galaxia Gutenburg, Barcelona (2002).
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