sábado, 8 de diciembre de 2007

*ROGER SANTODOMINGO ESCRIBE PARA BARÓMETRO: “IMPRESIONABLES”


El domingo, o para ser más preciso, el lunes 3 de diciembre en la madrugada, mi corazón, impresionado, aplaudía al de Hugo Chávez (ese órgano que dice haber consultado en el momento dilemático de aceptar el resultado electoral). Visiblemente contrariado, el Presidente aparecía en televisión, minutos después del primer boletín del CNE, anunciando, mano en el pecho, la derrota de su propuesta para cambiar radicalmente la estructura política del país. Chávez había cometido un pecado muy humano: soberbio, había subestimado a sus adversarios y sobreestimado sus propias posibilidades. Esto último no es sino la consecuencia de construir murallas alrededor suyo, dejándose aislar de la fría realidad que llevaba un año señalándole, para acomodarse, calentito, en ese mundo de fantasía rojo rojito de sus adulantes.
La paradoja del presidente Chávez la he ilustrado antes con el mito de Ícaro, el personaje clásico cuyo padre le confeccionó alas de cera para escapar de un laberinto que lo mantenía prisionero. Porque, como Ícaro, Chávez no supo comprender el significado de su victoria de hace un año. Como Ícaro, engolosinado con su extraordinario poder, Chávez quiso volar demasiado alto y el sol le derritió las alas, precipitando él mismo su caída.
Sin embargo, sería un error y otro pecado no reconocer que esa madrugada actuó con gallardía. Aún cuando las "cautas sugerencias" de su alto mando no califiquen como "presiones" (¡Magnífica la crónica de Hernán Lugo!*), Chávez tuvo un gesto sin precedentes en un caudillo latinoamericano: reconoció su humillante derrota por un estrecho margen de votos. Aún con todo ese mesianismo y arrogancia de la izquierda iluminada, según la cual el pueblo inmaduro de Venezuela no está en condiciones aún de entender la propuesta socialista parida por una inteligencia superior como la suya, Chávez tuvo la hombría de aceptar el principio elemental de la democracia que dicta la obligación de respetar la voluntad de la mayoría por más estúpida (o "mierda") que le parezca.
Este gesto es uno que bien pudo enrostrar a su George W. Bush, con quien este principio elemental fue puesto en duda con su presidencia (por lo cual nos sentiríamos agradecidos si el mandatario estadounidense se abstuviera de hablar de la democracia venezolana que, demostrado está hoy, está sana para la media latinoamericana, aunque palidezca y esté a años luz del estándar de la consolidada y efectiva democracia del primer mundo). Así que lo confieso, impresionable como soy, me sentí orgulloso y recuperé la esperanza de que este país podría superar sus diferencias y convertirse, nuevamente, en una referencia democrática para la región en un futuro no tan lejano.
La paradoja o esquizofrenia venezolana, detectada recientemente por las encuestas y que ha dado dolores de cabeza a los analistas: el que la mayoría sigue simpatizando con Hugo Chávez, aún cuando no comparta sus propuestas (el cierre de RCTV, el socialismo del s. XXI, el partido único y la política de apartheid y odio de clases y razas), por primera vez fue testeada en las urnas y Chávez sufre sus consecuencias.
Medir la victoria
Ahora bien, el disfrute de la impresión de vivir en un país democrático –con una democracia imperfecta, sí, pero democracia al fin– se ha trastocado ahora cuando Chávez reaparece intentando desbaratar con los pies (o con su lengua) lo que tan difícilmente obtuvo con su proceder: la confianza en su (frágil) talante democrático. Frágil porque un demócrata auténtico no tiene dilemas ante una derrota electoral, más si está en posición de control total del sistema, por lo que se hace imposible imaginar que se cometería un fraude en su contra
Sin embargo, a pesar de la impresionante estupidez política que esto implica, debería aliviar a los observadores el identificar un patrón de acción en un líder imprevisible: se confirma su tendencia a valorar los mecanismos democráticos cuando le son propicios y descalificarlos cuando le son adversos. Es la democracia sólo como instrumento, no como fin. Vuelve a recurrir a la lógica guerrerista, en lugar de tomar la oportunidad y su posición aventajada para buscar consensos para el progreso colectivo. Chávez no tomó la rama de olivo que le ofrecieron sus adversarios y volvió a la carga, huyendo hacia delante, llamando excremento a la mayoría que, efectivamente, expresó su desacuerdo con el socialismo chavista y advirtiendo que él insistirá en su proyecto radical aunque la gente lo rechace.
No obstante, destaquemos otro gesto positivo de Chávez cuando, después de medir su propia derrota, ofreció un consejo gratis a sus adversarios: midan bien su victoria. Y una manera de medir la victoria es entender que Chávez no está muerto y la revolución enterrada, sino que la democracia dio signos de vida y se está produciendo una recuperación de la confianza en el sistema electoral. Si los adversarios de Chávez logran articular una oferta superior de consenso (que incluya al chavismo descontento) y la comunican efectivamente, tienen una oportunidad de oro para lucirse en las elecciones regionales del 2008. Es a partir de allí que podrá trazarse una ruta viable para las elecciones presidenciales.
Porque esto sí pueden asegurarlo: este es el último mandato constitucional de Hugo Chávez. El mito de que de Miraflores sale muerto (mito reforzado por él, claro, que ve magnicidios por todos lados cuando él sólo desea gobernar "hasta el 2050") se cae igual que el mito de su invenciblilidad. Porque en la medida que se conozca más su propuesta de reforma -y su maltrecho carisma empiece a oler aún peor-, sus opciones de apelar directamente al pueblo para pedir un cheque en blanco serán infinitamente menores. El próximo presidente será un sucesor con la bendición del caudillo o uno que, del seno de la nueva oposición, se forje en los próximos cuatro o cinco años de lucha democrática.
Así que no puede uno ser tan impresionable y pisar el peine de la confrontación artificial. Al fracasar esta intentona de reforma radical, quedaron derrotadas también las pretensiones de una minoría desesperada que cifraba su esperanza en un golpe de Estado y que, ante el triunfo electoral, ven conspiraciones en los códigos secretos de la sopa de letras. El discurso del derrotado es revelador, pues no esconde su objetivo: que por supuesto no es tanto el entusiasmar a sus huestes desencantadas (hay que ver que manera tan poco acertada de seducir usando palabrotas) sino apelar al pesimismo y la desesperanza de sus adversarios y despertar el ánimo antidemocrático latente en un sector de la oposición.
De manera que estas Navidades se cargan de esperanzas, sí,¡pero no es como para irse a DisneyWorld!

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