El país se ha dado a la tarea de ocultar las cifras entendidas como indicativos de la gestión gubernamental, como si de un juego macabro se tratara.
Todo
desempeño administrativo-financiero, requiere necesariamente de registros que
demuestren el discurrir operacional de todas las actividades asociadas a
procesos contables, económicos, presupuestarios, estadísticos y evaluativos.
Por eso, las leyes son insistentes ante tan estrictos requerimientos. Sin
embargo, no conforme con tales determinaciones, estas obligaciones estimulan
comportamientos sociales, políticos y económicos que buscan formalizar
actitudes gubernamentales dirigidas a ordenar aquellas obligaciones de las
cuales depende la funcionalidad sobre la cual se depara la eficacia y la
eficiencia que llevan a un gobernante a preciarse de la transparencia que avala
la razón del sistema político en el que descansa la gobernabilidad que su
gestión procura alcanzar. Particularmente, si se habla de democracia.
A
decir por las evidencias, el alto gobierno venezolano se empeña en mantener un
estado de oscurantismo caracterizado por la ausencia de datos e información
perceptible a partir de la cual puede asegurarse todo posibilidad de decisión
sobre bases incuestionables. Por tanto, se minimizarían las dudas que pudieran
surgir de referencias que al ser confrontadas con lo esperado, e interpretadas
de acuerdo con criterios teóricos, se tomarían como testimonios ciertos de la
evolución, estado y nivel que en un momento determinado exhibiría el desarrollo
humano y la expansión y consolidación
económica y administrativa del aparato gubernamental. Pero acá no es
así.
El
país se ha dado a la tarea de ocultar las cifras entendidas como indicativos de
la gestión gubernamental. Mucho más, si se reconocen como instrumentos
evaluativos capaces de medir avances del desarrollo propio de todos aquellos
procesos que comprometen al gobierno en términos del avance, retraso o
estancamiento de las variables que definen las realidades a ser controladas y
fiscalizadas. A la actualidad, ya en las postrimerías de 2015, por ejemplo, no
hay datos sobre inflación. Desde 2013, no hay información sobre índices de
pobreza. Posiblemente, el grado creciente de la insondable crisis económica que
vino acorralando al país político desde mediados de 2010, puso al descubierto
importantes razones que dieron al traste con programas de subsidios sociales
encauzados como paliativos por el populismo demagógico imperante. Eso hizo que
tanto el Instituto Nacional de Estadística, como el Banco Central de Venezuela
advirtieran las consecuencias de la situación. Así que para jugar a la
confabulación con el gobierno central, dejaron de informar sobre tan
significativos indicadores lo cual hizo que se ensanchara aceleradamente la
brecha entre la capacidad gubernamental para manejar procesos sociales, y la
complejidad propias de estos para ser conducidos hacia objetivos democráticos.
En
medio de tan crudo problema, comenzaron a negarse cifras que evidencian el
Producto Interno Bruto, así como de la cantidad que se eroga por importaciones, o del ingreso por
exportaciones petroleras. Igualmente, en materia fiscal hay un espantoso
desconocimiento que no permite tener alguna idea del déficit que hasta hoy se
ha acumulado por la ineptitud y desidia de gobernantes que sólo parecen estar
pendientes de asegurar su permanencia a riesgo de quebrantar las finanzas
públicas en nombre de una revolución interesada en meras acciones de
proselitismo. Como si actuando contra legem, beneficiarían al alto gobierno
cuando lejos de tan arbitrarios procedimientos, sólo se consigue descalabrar
más aún al país en general.
Toda
esta situación ha llevado a la opacidad de la economía. Pero también, al
fracaso de la política nacional pues en última instancia, debe reconocerse que
la crisis que padece el Estado venezolano ha cundido los más apartados
resquicios que configuran la trama de la sociedad. Como nunca, en la historia
contemporánea, se había visto un desarreglo de tales desproporciones. Las
comparaciones con base en indicadores internacionales, testifican tan
aberrantes realidades. De hecho, el país ocupa primeros lugares en condiciones
que revelan incertidumbre administrativa y contable, inflación, violencia,
inseguridad, endeudamiento, desorden presupuestario, entre otros. Todas ellas,
asentidas por el régimen y así declarar ante el mundo: no hay cifras. ¿Y qué?
VENTANA
DE PAPEL
UNA
CIUDAD ARREBATADA AL CELO DE SU SERRANÍA
Inexorablemente, los tiempos se resienten
ante los cambios que adolecen las realidades. Son producto de todo cuanto
interviene su contextura. Sin embargo, alrededor de esos cambios o
modificaciones, determinados por las circunstancias, se posa la mano del
hombre. O sea, la fuerza humana hace que tales realidades puedan tornarse más o
menos insidiosas.
La Ciencia Política, por ejemplo, explica el
carácter intrínseco bajo el cual se suscitan dichos reacomodos toda vez que los
intereses y necesidades fácticas incitadas por la acción del hombre llevan a
que muchas veces las correspondientes situaciones terminen convirtiéndose en
problemas para su devenir y desarrollo. Es precisamente, cuando en medio de
esta suerte de mutaciones se dan condiciones que motivan desarreglos en la
conducta humana al extremo que, por ello, se generan contrariedades capaces de
desarticular objetivos respecto de realidades. Es cuando se disocian valores
por causa de apetencias o avaricias. Es cuando ocurre el fenómeno sociológico
denominado: anomia. Es decir, un colapso de gobernabilidad que se da por no
poder controlar una situación emergente de alienación experimentada por un individuo
o una subcultura.
Este hecho provoca una situación de patética
desorganización que resulta en un comportamiento distorsionado que a su vez
anima graves problemas de orden público. Es cuando las ciudades convulsionan
estimuladas por la impunidad que provoca el descontrol gubernamental. También,
la complicidad que se da cuando el gobierno comienza a padecer los rigores de
su agonía política en contradicción con la codicia que marca sus ansias de
poder. Es cuando se dan cuadros de severa violencia que desfiguran propósitos
de vida en medio de parajes de sangre y muerte. Tan recurrentes se tornan estas
realidades, que los tiempos exhiben luto, odio y represión. La prensa
transcribe noticias de lúgubre consideración puesto que las ciudades
representan mapas coloreados de rojo y negro: sangre y dolor.
Hoy, las ciudades dejaron de ser refugios
para el solaz de una ciudadanía activa y fortalecida en una ética social que
exhortaba el afecto, la familia, el trabajo honrado y el estudio perseverante.
Ni siquiera los factores constitucionales que apuntan al orden citadino, son
capaces de atenuar y someter las fuerzas del mal disfrazadas de arrogantes y
mediocres individuos capaces de convertir un proyecto de vida en una marca de
tiza sobre un piso ensangrentado. Sobre todo si personas así de conflictivas,
se ufanan por conducir una motocicleta con la cual burlar la capacidad de
respuesta, ya bastante mermada, de la institución policial.
Es la realidad que viene mostrando una ciudad
como Mérida, en otrora pintada con el bucólico pincel que podía permitirle la
naturaleza social de gente cordial y hospitalaria que una vez caminó sus calles
y se asentó al influjo de sus montañas. Ahora, la inseguridad cabalga cual
jinete del Apocalipsis en noche tenebrosa y solitaria. Ahora tristemente es una
ciudad arrebatada al celo de su serranía.
“Un país carente de medidas de gestión pública, luce como un barco sin brújula. Como individuo sin memoria. Expuesto a las azarosas contingencias determinadas por una naturaleza política, económica, social y moral, desbocada”
Antonio
José Monagas
antoniomonagas@gmail.com
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