El nombre viene de una isla situada al sur de Brooklyn,
en la ciudad de Nueva York, y terminó convirtiéndose en sinónimo de parque de
atracciones debido a las diversiones propias de una feria que instalaron allí.
Nuestra historia comienza en un Coney Island de pueblo, situado por allá… al
norte de la América del Sur.
Tenía menos de 40 meses funcionando, se habían hecho
esfuerzos por que las atracciones fueran modernas. Como la sociedad que
aseguraba la gerencia era joven, las cosas no eran perfectas, improvisaban por
falta de experiencia o por ganarse unos reales, el público no cuidaba las
instalaciones y las cosas no se reparaban a tiempo.
Sin embargo el parque de atracciones era el orgullo del
pueblo, el más moderno de América Latina, el precio de entrada resultaba caro
para muchos de los habitantes, pero aunque con menos frecuencia, todo el mundo
lo había visitado, los niños corrían alborozados, los papás miraban de reojo
las chicas que se paseaban y las mamás les formaban un zaperoco.
Quién de sus habitantes no sintió que los caballitos, los
carritos chocones, el luna park, la rueda o el laberinto macabro, les convertía
en un llanero solitario, en astronauta, en corredor de fórmula 1 o en un
valeroso explorador.
En el pueblo eran felices y no lo sabían, quizás por eso
comenzaron a escuchar a los azotes del barrio, los habían expulsado varias
veces del parque, porque molestaban a los niños, se emborrachaban, querían
montarse en las atracciones sin pagar, escupían en el suelo y gritaban
groserías frente a las damas, muchos maridos terminaron a puños por las faltas
de respeto a sus esposas.
Rompían las instalaciones por placer, reventaban las
botellas de cerveza contra el piso, estaban invadidos por la envidia,
detestaban el éxito que habían tenido los que construyeron el Coney Island. Los
malandros comenzaron a reunirse de noche para planificar tomar el control del
parque, fueron aconsejados por un grupo que rumiaba su desencanto existencial,
estaban al final de sus vidas y nunca lograron construir algo que funcionara.
Entraron a escondidas una noche oscura, rompieron los
candados, mataron al “guachimán”, que era del barrio también y que conocían
desde chicos, gracias a eso lo sorprendieron. Bien temprano pusieron una
pancarta, ahora el parque es de todos… del pueblo, todos a vivir dentro de la
“máxima felicidad”… no más trabajo, prometen “freír en aceite las cabezas de
los antiguos gerentes del parque”.
Decretaron: las “cotufas” serán gratis, al igual que las
bebidas gaseosas, abrieron las puertas de par en par y la gente entró como una
turba. Comenzaron a repartir la cerveza gratis, debían ser más populares y dos
día después todo el mundo estaba borracho ¡y sobre todo eufóricos!
Entusiasmados gritaban, ¡Uh! ¡Ah! ¡Los malandros no se van!
A las pocas semanas un hombre se despertó de su
borrachera, lo que vio a su alrededor lo dejó atónito, había vómitos, botellas,
restos y ratas por todos lados, la gente se encontraba regada roncando, los
niños lloraban porque tenían hambre, los más grandecitos recogían restos de
algodón de azúcar y de cotufas del suelo. Consecuencia de que todo era gratis
la gente no las consumían completamente, las tiraba para pedir una nueva, eso
felizmente permitió sobrevivir los primeros meses a mucho niño abandonado.
El individuo se “espabiló”, no encontraba a su mujer ni a
sus hijos, pero se fue a lo que parecían las oficinas para pedir ayuda,
descubrió a todos dormidos, empezó a gritar llamando la atención, los malandros
se molestaron y lo echaron a patadas.
Como comenzó a despertar a la gente, reclamando por el
desastre que veía, el “colectivo” que acompañaba los malandros, lo agarró y lo
encerraron en un sótano debajo de las maquinas que hacían más ruido, así
ocultaban sus gritos.
El gran malandro percibió la primera señal de peligro,
convocó la banda y concluyeron “la fiesta debe continuar”, rompieron la caja
fuerte y sacaron todos los reales, compraron más cerveza y comida, la pagaron
en efectivo para quedarse con unos “realitos” de comisión, por si acaso decían.
Los viejos les aconsejaron encadenar la puerta, pero esta
vez con la gente adentro, así nadie podría salir y tendrían controlado el
pueblo, Comenzaron a poner nuevos carteles con instrucciones, la atracciones
eran obligatorias, impusieron las cola y obligados todos debían montarse, las
maquinas no se detendrían nunca, giraban y giraban sin parar.
Repartieron los peluches, los peces de colores y cuanto
premio existía en las atracciones de tiro al blanco.
Los engranajes chirriaban, se recalentaban, la gente
obligada esperaba en fila con el rostro lívido, viendo las caras aterradas y descompuestas
de los que bajaban, varias personas no resistieron, y entre el miedo y alcohol
sufrieron infartos. Los cuerpos eran inmediatamente ocultados, para no
inquietar la opinión pública, al que lo comentaba también lo desaparecían.
El parque comenzó a oler mal, los desechos se
descomponían por todos lados, las maquinas fallaban constantemente por el uso
indebido, nada se reparaba, la que se dañaba definitivamente era desarmada y
decían que las iguanas habían mordido los cables. Luego salía una comisión a
venderla como chatarra a los pueblos vecinos.
Por falta de mantenimiento algunas atracciones
explotaron, acusaron a un pueblo vecino del norte y al señor que tenían
encerrado en el sótano, imputado por conspiración con el pueblo norteño, el
mismo que les compra la chatarra.
Los que negociaban con los malandros eran los
responsables de venderla, se iban de viaje con toda su familia, gastaban tanto
que lo que traían no era suficiente para alimentar al pueblo “feliz” encerrado
dentro del parque.
Los enchufados temían perder sus privilegios, así que
comenzaron a comprar alimentos y medicinas a punto de vencerse para
repartirlas, así obtenían más cantidad y podían quedarse con más comisiones.
Los malandros sabían lo que estaba pasando, pero no hacían nada, los
necesitaban, con ellos los otros pueblos no hacían tratos.
En 16 meses que tienen con el control del parque, han
destruido todo, la gente comienza a protestar, están bravos pero todavía
callan, se sienten presos y aunque lo proclame una gran pancarta no están
felices. Escasea de todo, se sienten ansiosos y deprimidos, se percibe una
energía contenida que puede terminar en violencia.
Para protegerse los malandros trajeron perros del
extranjero, famosos por ser sanguinarios, junto a ellos colectivos y milicianos,
a quienes les tiran las migajas.
Las personas deambulan como zombis, perdieron su pueblo,
el parque no da identidad y no entienden que les pasó. Tratan de reunirse solo
en familia, no confían en nadie, intentan sobrevivir.
Los malandros se pusieron uniforme y medallas, se sienten
importantes, crearon una bandera, una oración y un altar, allí obligan a todos
a reunirse para escuchar discursos maratónicos del malandro mayor.
Dicen que han creado al hombre nuevo que destruyeron las
“viejas mañas del pasado”. Olvidan que existe una persona encerrada en un
sótano, a quien pueden prohibirle todo, menos pensar… la gente afirma que se
escucha una voz que viene de la tierra, repite siempre una palabra: ¡Libertad!
Nelson Castellano-Hernandez
nelsoncastellano@hotmail.com
@nelcasher
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