Simples, esquemáticas y peligrosas parecieran ser las
características resaltantes de las narrativas políticas estructuradas en
términos dicotómicos.
El célebre Decreto
de Guerra a Muerte del 15 de Junio de
1813, por ejemplo, escindía el país en
dos bandos irreconciliables: españoles y patriotas. Al primer grupo se le prometía la muerte “aún
siendo indiferentes”, al segundo,
“contad con la vida, aun siendo culpables”.
La polaridad civilización y barbarie, igualmente, podría
conceptualizarse como muestra de una narrativa organizada bajo los auspicios de
esta lógica. Bajo su dictado, los problemas que confrontaba la nación, fueron
percibidos como reflejo de la tensión existente entre tendencias hacia la
integración y disgregación social.
En consecuencia, el acto de gobernar fue
concebido como una escogencia entre civilización y barbarie. Desde luego, el
primer polo correspondía a los sectores gobernantes y, el segundo, a las masas
populares. En fin, sobre esta estructura discursiva han descansado los diversos
autoritarismos que caracterizaron la casi totalidad de nuestra vida
republicana.
Otros totalitarismos, los
de tono fascista, estalinista, nazista, franquista y de sesgo
bonapartista organizaron, igualmente,
sus relatos políticos en torno a esta disyunción que divide el mundo
entre buenos y malos. Esta operación narrativa
permitió, por un lado, adjudicar una cierta supremacía moral al grupo
que detentaba el poder y, por el otro,
facilitó la definición del oponente como enemigo y, en consecuencia,
propiciar su destrucción moral o su exterminio físico.
La narrativa democrática, a contrapelo de la autoritaria, ha de construirse a partir del reconocimiento de la existencia de diferencias. En este sentido, lejos de simplificar, este discurso debería diversificar y hacer más complejo el ámbito de lo político. En otras palabras ha de promover, no cancelar, el pluralismo como expresión política.
El escenario electoral parece estar copados por estas dos
lógicas narrativas. El oficialismo intenta
escindir el campo político entre socialismo o capitalismo, poder popular
o gobierno de elite, patriotas o imperialistas. Lo abstracto de esta
propuesta permite escamotear, por un
lado, la singularidad de los problemas
que afectan a los venezolanos y, por el otro, reforzar la relación vertical que
en estos últimos años el líder-presidente ha
establecido con las masas.
La oposición, por el contrario, debería intenta reivindicar el ejercicio de la política. Para alcanzar este objetivo, sin duda alguna, ha de propiciar la pluralidad, el reconocimiento y respeto de las diferencias. Su oferta, en consecuencia, ha de estar dirigida a rescatar el arbitraje democrático como formula para la reconstrucción del país. Emocionar a todos los venezolanos para atraerlos hacia su polo electoral.
Estas dos lógicas discursivas compiten por transformar a
sus destinatarios en interlocutores. En otros términos, intentan mutar a los ciudadanos en electores.
Pero más allá de estas implicaciones, los votantes enfrentan un viejo dilema:
reconvertir lo ya vivido o, en caso contrario, intentar transitar el sendero
hacia la edificación de lo no experimentado. Esta última opción seria la que
expresaría lo revolucionario. La radicalidad autentica.
Recordemos que la democracia tiene sentido porque estimula y permite la organización autónoma de la gente, previene los excesos y garantiza el derecho a la disidencia. Los autoritarismos, por el contrario, celebran como épica admirable las prácticas clientelares, vale decir, promueven el sacrificio de los derechos políticos a cambios de los favores del poder.
Esperemos que la inmediatez de lo táctico no apague la posibilidad de futuro que
paulatinamente comienza a vislumbrarse ante los venezolanos.
Nelson Acosta Espinoza
acostnelson@gmail.com
@nelsonacosta64
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