Estados Unidos ya está en franca decadencia.
Por lo menos, esa es la percepción que desea proyectar Russia Today (RT), la
voz oficial del Kremlin en Occidente por medio de Internet.
Más allá de la propaganda, ¿es eso verdad? Al
fin y al cabo, todas las potencias hegemónicas algún día dejan de serlo.
Francia, que tuvo un siglo XVIII espléndido, o España y Turquía, que reinaron
en el XVI y el XVII, son hoy una sombra de lo que fueron.
Se supone que dentro de cinco años el
ejército de tierra inglés no será más numeroso que la policía de New York. El
Reino Unido, que fue el gran poder planetario en el siglo XIX, se encoge
progresivamente, década tras década, y ya ni siquiera es imposible que se
desuna y pierda Escocia.
¿Cómo se juzga la fortaleza de una sociedad,
incluido el Estado segregado por ella?
A mi juicio, el gran factor que debe tomarse
en cuenta es el contorno psicológico de la mayor parte de la gente que la
compone. La grandeza o la insignificancia de las sociedades dependen de las
percepciones, creencias, valores y actitudes de las personas que la integran.
En Estados Unidos, según las encuestas y la
observación más obvia, los individuos respaldan libre y voluntariamente
cualquiera de las opciones fundamentales de la democracia liberal (demócratas,
republicanos o libertarios).
Las propuestas extremistas o colectivistas a
la derecha o la izquierda de este espectro político –y las hay—no alcanzan el
menor respaldo popular.
La sociedad, con razón, se queja amargamente
del Congreso y sospecha de los políticos, pero no le atribuye las fallas al
sistema republicano consagrado en la Constitución de 1787, sino a las personas
que lo operan. Esas personas se reemplazan en elecciones periódicas.
Esto le da una enorme fortaleza a las
instituciones y genera un altísimo nivel de fiabilidad y confianza. Casi nadie
en Estados Unidos teme un futuro abrupto. En el horizonte hay leyes y cambios
normados, no revoluciones.
Ese carácter predecible y estable de Estados Unidos
ha conseguido que el país se desarrolle al modesto, pero semiconstante ritmo
promedio anual del 2%, desde que en 1789 eligieron a George Washington como
primer presidente.
Este factor, potenciado por el interés
compuesto y por la energía que genera procurar el “sueño americano”, he
desatado un crecimiento sostenido al que se han integrado millones de
inmigrantes, emprendedores y soñadores de todo tipo.
Ha habido crisis, burbujas y contramarchas,
pero la nación fue creciendo desde sus humildes orígenes hasta que a fines del
siglo XIX ya era la mayor economía de la Tierra.
Medio siglo más tarde, en 1945, cuando
terminó la Segunda Guerra mundial, se había convertido en la primera potencia
económica, seguida de cerca por la URSS en el terreno militar.
Si el censo de 1790 arrojó un total de 4
millones de habitantes situados en las 13 excolonias británicas, en el 2015 ya
son 320 millones. (En el trayecto –todo hay que decirlo–, mediante compras
legítimas, adquisiciones forzadas y despojos, el territorio ha pasado de
2,310,629 kilómetros cuadrados a 9,526,091).
Nada menos que 15 generaciones consecutivas
de cuotas crecientes de libertad, trabajo ininterrumpido, acumulación de
capital e inversiones protegidas por las leyes, arraigado todo ello en la cosmovisión
británica, y en un buen sistema judicial, han dado lugar a un proceso constante
de creación de riqueza, aunque a trechos fuera parcialmente obstaculizado por
crisis que siempre acababan por superarse.
El dato clave y casi asombroso es éste: la
sociedad ha multiplicado su extremadamente heterogénea población por 80, con un
mínimo de sobresaltos, salvo la sangrienta Guerra Civil de 1861 a 1865,
mientras mejoraban paulatinamente las condiciones de vida para casi todos.
En ese periodo, Estados Unidos no sólo dio un
enorme salto demográfico: construyó las mejores universidades del mundo, las
fuerzas armadas más poderosas, los centros de investigación científica y
técnica más creativos y avanzados, y el tejido empresarial más desarrollado.
¿Hasta cuándo durará esa impetuosa hegemonía?
Vuelvo al inicio de estos papeles: mientras las personas crean en el sistema,
encuentren espacio para desplegar sus sueños, obtengan incentivos morales y
perciban una recompensa material razonable por sus esfuerzos y desvelos,
Estados Unidos continuará su marcha triunfal por la historia.
Si en algún momento se descarrila ese proceso
y “la gente” deja de valorar positivamente el sistema en el que viven, porque
ya no lo encuentran adecuado, y tratan de sustituirlo por otro violentamente,
comenzará entonces la decadencia. Los seres humanos no son lo que comen, sino
lo que creen.
Carlos Alberto Montaner
montaner.ca@gmail.com
@CarlosAMontaner
Vicepresidente de la Internacional Liberal
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