Venezuela se transformó en un cuadro de
abatidas realidades. O fue desbordada por el tormentoso síndrome de “sálvese
quien pueda”.
UN PAÍS CON MUCHO DE NADA
A decir por lo que diariamente vive Venezuela
en término de sus realidades políticas, jurídicas, sociales, culturales,
morales, administrativas, financieras, económicas y hasta emocionales, no hay
duda en afirmar que se encuentra peligrosamente enmarañada. Cualquier
consideración que pueda pasearse por algunos de sus ámbitos, tiende a concluir
en el infortunio que la acosa. Hay quienes manifiestan que el país se halla
desbaratado. O está casi al borde del colapso, de la mengua, de la bancarrota,
pues perdió su dirección y su sentido. Basta con leer los titulares de la prensa
del día para advertir tan dramática situación.
Las realidades dan cuenta de violencia,
inseguridad, abusos, corrupción, chantaje, inflación, especulación,
desabastecimiento y protestas a todo dar. Estos son algunos de los tópicos que
denotan el clima de exasperación que ha curtido la piel del país en toda su
extensión. Los escándalos están a la orden del día. Dicha situación, puede
verse como un arrebato del desastre que bien puede compararse con una suerte de
apología de la adversidad que viene pesando sobre Venezuela como producto de un
proyecto ideológico no sólo obsoleto. También, inconexo con el tiempo y aislado
de la democracia, la moral ciudadana y del pensamiento republicano de los
cuales habla la Carta Magna.
De nada y para nada, sirvió el discurso
político sobre el cual el actual régimen decantó la oferta que animó el apoyo
de una buena parte de la población en los comicios de 1998. Desde entonces,
Venezuela fue víctima de la política agorera que sembró la fractura de la
sociedad para recoger entre sus frutos, el padecimiento de los peores males que
la historia política contemporánea venezolana haya revisado y escrito en sus
anales de encuentros y desencuentros.
Tenía que tocarse fondo para comprender que
la errónea decisión de apostar al militarismo, no sirvió para articular la
relación entre las utilidades marginales en manos de una población económica y
políticamente excluida, y la acción política en una democracia en deuda. Como
si aquella teoría del “caudillo–ejército–pueblo”, del argentino Norberto
Ceresole, hubiese sido la solución ipso facto o inmediata a los múltiples
problemas que luego se multiplicarían con el devenir de la década de los
noventa la cual sólo sirvió para idiotizar el talante político del venezolano,
ya agobiado por el populismo dominante.
En medio de tanta penuria, el país pujante de
otrora dejó de ser la referencia exaltada por organismos contralores a través
de agendas informativas y comparativas, para convertirse en escenario de
opresión y desesperanza donde la muerte tiene la última palabra, el terror
simboliza su camino, mientras que la iracundia encarna la virulencia. O sea que
Venezuela se transformó en un cuadro de abatidas realidades. O fue desbordada
por el tormentoso síndrome de “sálvese quien pueda”. La revolución tradujo una
gestión de gobierno que “a paso de vencedores”, condujo al país a la atrofia de
su economía, su política y de su sociedad.
No obstante la racionalidad del venezolano,
utilizada como mecanismo de salvación en medio de la confiscación de su calidad
de vida ordenada por el régimen para reducir sus derechos fundamentales, no
fungió como un contundente factor de liberación. Se revirtieron valores. La
solidaridad, por ejemplo, pasó a un segundo plano. El país vino enturbiándose,
al extremo que fue desplazado del mapa emocional de muchos venezolanos por
razones animadas por reveses al no lograr conciliar incertidumbre y
expectativas. Aunque siempre la idea de libertad no abandonó sus sueños y
luchas cotidianas.
Venezuela sigue fuera del curso democrático
que pauta su Constitución Nacional. Las contradicciones son una especie de
lugar común del cual todos buscan aprovecharse a manera de justificar las
razones que asisten su comportamiento. Pero como excusa, no da para todo.
Muchos venezolanos, se quedan. Otros, cruzan la raya entre el deber ser y el
poder ser. Otros más, se abrogan la fuerza necesaria para superar las brechas
políticas. Sin embargo, se atascan al primer obstáculo. De forma tal que no es
fácil salir del atolladero al que llevó el régimen al país con el engañoso
cuento del socialismo. Ante tales dificultades, las potencialidades de
Venezuela lucen hoy inciertas. O peor aún, perdidas. Por vivirse tanto
sentimiento contrariado, podría decirse: Venezuela, un país con mucho de nada.
VENTANA DE PAPEL
LAS MIGAJAS DEL DISCURSO GUBERNAMENTAL
Hablar desde la política, no es cualquier
cosa. Tampoco, cuando se toma la palabra en nombre de una debida gestión de
gobierno. La política es lenguaje. Sin embargo, “tanto da el agua al cántaro, hasta que se desborda”, tal como
dice al aforismo popular. Por esta razón, el discurso del oficialismo,
expresado en la voz del presidente de la República, como dice la canción: sal y
agua se volvió.
El discurso presidencial dejó de ser creíble.
El gobernante no ha querido entender que quien presume de que nunca pierde, se
estrella contra el infortunio. En ese caso, el golpe es contra la historia. El
discurso de un ministro que se atreve a comparar, ante el problema del aumento
salarial, la posición de un médico con la de un barrendero, retrata el
exabrupto. Tal semejanza, la empleó para decir que “el barrendero es quien
garantiza la salud, mientras que el médico sólo cura la enfermedad”. Según su
criterio, esos oficios quedarían equiparados a nivel de salario.
Es indiscutible asentir que la cháchara
oficialista se tornó insolentemente desproporcionada. Ahora, la OPSU pretende
administrar total y absolutamente los cupos universitarios. Según ello,
cualquier estudiante, indistintamente de aquellos cuyas limitaciones, de
acuerdo a lo que describe la Constitución Nacional en su artículo 103, son
“derivadas de sus aptitudes (…)”, ingresaría sin condición alguna a la
educación superior. O sea que cualquiera puede acceder a la universidad,
obviándose el problema que recaerá sobre el concepto y aplicación de autonomía
universitaria y de excelencia académica. Todo ello, abonado y permitido por un
lenguaje presidencial borroso e inexacto. Sus discursos anuncian que va a
anunciar. Al final no hace ningún anuncio. Todo queda, o en el tintero, o
aleteando cual brizna de paja al viento. O acaso es el lenguaje de la
revolución que de tantas vueltas sobre su eje, sale cualquier proposición
bruscamente despedida por la tangente. Al parecer, la línea de todo discurso
gubernamental se vale de las circunstancias para aprovecharlas en su mayor
beneficio. Sin importar sus efectos. Lo que importa, es “pegar primero”. Por
aquello de “quien golpea primero, pega dos veces”.
Esto puede comprenderse al explicarse que
ante la incertidumbre que padece la población, cualquier expresión soportada
sobre enmarañadas argumentaciones lingüísticas, tiende a prestarle poca
importancia al discurso. Cualquier discurso elaborado bajo tales cánones incita
desconfianza, incredulidad y desaliento. O puede darse el caso de cuando el
efecto es sólo emocional. Acá, la exacerbación de la emotividad se convierte en
factor que motiva a creer en lo expresado. Pero sin advertir que dichos
discursos están cargado de contenidos que incitan una falsa o forzada lealtad.
Ello deviene en una perversión dialéctica lo cual explica que la indigencia o
estrechez política que sufre el país, estuviese alimentándose de las migajas
del discurso gubernamental.
“Entre
tanta cháchara, cualquier intención de arreglo gubernamental sólo queda para
ocupar líneas editoriales cuya lectura no convencen a nadie de nada”
AJMonagas
Antonio José Monagas
antoniomonagas@gmail.com
@ajmonagas
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