Luego de haberse convertido los Estados
modernos en productores de bienes y prestadores de servicios públicos, fungen
también como articuladores entre los espacios en los cuales se hace posible
inducir estabilidad y aquellos de los cuales emerge la confianza política
necesaria para tomar decisiones que motoricen el clima de razonamiento que
requiere la movilización de los recursos que demanda el devenir de la sociedad
en sus más exigentes manifestaciones. Pero para que estas realidades apunten
hacia propósitos concretos, deben atenderse reglas de juego y de confianza
política que permitan la interacción con los demás actores y sin lo cual la
gobernabilidad se reduce a una mera administración de lo que ya existe.
Cuando un gobierno no reconoce este modo de
operar situaciones que la dinámica política determina, cae en graves
contradicciones que terminan oscureciendo el ámbito en el que un país se mueve.
Más, cuando ejerce un estilo de gestión que desatiende la construcción de un
entorno que considere las consternaciones que a su alrededor ocurren. Al no
hacerlo, ese mismo gobierno posterga su liderazgo en materia sensible al
desarrollo del país. Es ahí cuando incurre en la equivocación de actuar a
merced de peligrosas improvisaciones inducidas por falta de visión y de
proyectos. Pero sobre todo, por la carencia de ideas que repercutan en el
acoplamiento de vías de desarrollo que favorezcan propuestas políticas de
avanzada en lo social y en lo económico.
En el marco de estos reveses, el gobierno
sufre la pérdida de su capacidad para actuar con la legitimidad que, como actor
político, debe mantener para impulsar sus decisiones. Igualmente, para
conciliar proposiciones que se dan de cara a los cambios que ocurren en el
ámbito político. Pero esta situación no sólo confunde la propia gestión
gubernamental. También entorpece la labor de partidos políticos en su intención
de participar en la intermediación de intereses sociales ante la resolución de
problemas de toda consideración.
En el fragor de dichas realidades, el
gobierno naturalmente plantea recuperarse. No obstante, ya su desgaste ha
causado hondas secuelas en la trama sobre la cual se articula el ordenamiento
jurídico que configura el Estado-Nación. Se ofusca a tal extremo, que el
discurso del gobernante y sus acciones chocan con postulados que en un momento
utilizó a manera de captación de votos. No consigue la estabilidad que demanda
la gobernabilidad como objetivo político. Es entonces cuando el desorden que la
administración gubernamental padece, lleva a que el gobernante haga uso y abuso
de consideraciones que forman parte del discurso político cotidiano. Todo con
el fin de reivindicarse ante el electorado. Sin embargo, he ahí el error. Craso
traspié. ¿Pero por qué tan desproporcionada aberración?
La respuesta se explica en que para ese
momento, ya el gobierno no tiene el respaldo necesario que la dinámica política
plantea en virtud de la crisis que para entonces ha comenzado a armarse con
base en argumentos que develan las contradicciones en que el gobernante ha
incurrido como producto de la confusión que vive. Por tanto, busca responder a
ello con explicaciones que rayan en argucias y que sólo tienden a perjudicarlo
sin comprender el alcance de su insensatez. Apela a un catálogo de fracasadas
ideas por no contar con ideas claras. Tampoco convincentes. La tasa de
inverosimilitudes y mentiras, aumenta en la medida que las cosas se complican.
Su discurso luce tan extraviado que no contempla ideas que dejen ver un
pensamiento suficientemente hilvanado. Ni una idea nueva que se precie de un
mínimo esfuerzo. Pareciera que escondiera una nostalgia que lo lleva a calzar
su precariedad en un acomodadizo pasado. Da la impresión que odia a quien
piensa pues le resulta imposible medirse en términos de propuestas soportadas
sobre realidades concisas y elaboradas con la debida metodología. Tanto, que
exhibe un antiintelectualismo propio del más férreo oscurantismo. Sin sentido
de la historia. Por esa razón emplea la fuerza en primera y última instancia.
Su ineptitud para adelantar ideas constructivas, hace que demuestre su vocación
para deshacer, separar, desarticular y hasta para disolver todo lo que la
institucionalidad y las libertades forjaron. Aunque no sería del todo una
simple casualidad que Venezuela se vea en el espejo de un gobierno que odia las
ideas.
VENTANA DE PAPEL
AUTONOMÍA PARA OBEDECER
Desde que el régimen populista que gobierna
en Venezuela radicalizó su pretendida revolución con ínfulas militaristas, la
crisis política y económica se adueñó de tal manera del país que hizo que la
resignación adquiriera forma sacramental del denominado socialismo del siglo
XXI. Nada quedó a salvo de las atrocidades de un gobierno que repudió siempre
las ideas. Particularmente, si estas proceden del discurrir académico
universitario.
Ahora, todo intención de exhortar la
intelectualidad es vista como un gesto propio de la más antipatriótica
expresión. Más aún, cuando tan magnánima necesidad busca florecer en tierras
donde se sembró la desesperanza de la cual se vale el régimen para imponer sus
mentiras que inspiran a ilusos,
corruptos y a mediocres. En medio de ese anacronismo, las instituciones
comenzaron a deponer su indignación al punto que el país ha venido hundiéndose
a pesar de sus gritos de “socorro”. En medio de tan desalentador ambiente, las
verdades sociales y políticas circulan de manera fragmentada como consecuencia
del descalabro sembrado por la fuerza de crueles amenazas y encarnizados
atropellos.
Hoy, la Universidad autónoma ha caído “herida de muerte” por la acción impúdica y violenta de un gobierno que no tiene sentido del respeto, de la decencia ni de la benevolencia. Es un terreno en el que el régimen no se lleva bien con las ideas, pues éstas saben ir tras la búsqueda de la verdad y del afianzamiento de los valores trascendentales del hombre. Por tanto, la táctica asumida es de infundir miedo. Sin importarle si ese miedo es capaz de revertir su causa y transformarse en la audacia necesaria para provocar su defenestración. O en la confianza necesaria para ganar el espacio mínimo que requiere el andamiaje de la democracia anhelada.
El autoritarismo comenzó por dificultarle los
procesos autonómicos a la Universidad nacional. Y en efecto lo logró al momento
de endurecer el presupuesto universitario mediante abusivos dictámenes que
inhibieron el desarrollo de la razón de ser de la academia. El libreto
encauzado siguió con absurdas intervenciones gubernamentales que obligaron a
las universidades a subordinarse ante instancias de poder político y
administrativo. Ahora, al régimen le dio por regular el ingreso estudiantil de
acuerdo a criterios populistas. Para conseguirlo, ha intentado manipular la
brecha de la economía de los sueldos universitarios. Ello, a pesar de lo que
tal situación ha provocado respecto de criterios encontrados para definir la
proporcionalidad salarial en el escalafón universitario. En consecuencia, ha
habido cruentas disimilitudes que han tendido a confrontar actitudes individuales
y posiciones gremiales con la institucionalidad de universidades que viven a
conciencia el valor de “vencer las sombras”.
Todo eso ha tenido un único propósito:
demoler la autonomía para que de sus ruinas pueda levantarse algún armatoste
donde imperen la precariedad y la mediocridad. Donde la verticalidad militar
sirva para convertir a Venezuela en un pastizal que brinde frutos insípidos que
emboten el pensamiento y contraigan la dignidad. Es decir, que se tenga una
autonomía para obedecer.
“Un gobierno sin ideas es como un barco sin
brújula. O sin carta de navegación. Su rumbo es incierto y a riesgo de perderse
en la inmensidad de la vida nacional”
Antonio José Monagas
antoniomonagas@gmail.com
@ajmonagas
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