Cuando se analiza el tema de la magnitud de
la corrupción que se ha literalmente enseñoreado sobre Venezuela, se suele
centrar la discusión en los canales y actores tradicionales. Solamente en este
departamento, la magnitud del fenómeno, en buena medida asociado con el negocio
cambiario y el tráfico de drogas que utiliza a nuestro país como ruta de
escape, es simplemente descomunal.
A ello hay que añadirle las revelaciones
recientes sobre el manejo de los recursos petroleros de la nación y las cuentas
asociadas a poderosos miembros de la oligarquía chavista y la discrecionalidad
absoluta en el manejo presupuestario y el pago de comisiones. En verdad que en
materia de corrupción, Venezuela ha adquirido una sólida reputación como una de
las naciones menos transparentes del planeta.
Pero no es este aspecto del fenómeno,
ampliamente documentado, el que me ocupa. Es más bien una versión perversa de
una de las palabrejas favoritas del régimen chavista: el empoderamiento del
pueblo.
Sin más remedio que aceptar el infortunado anglicismo, hay que
concentrarse en lo que significa el lento proceso de transferencia de los
mecanismos de control y distribución de bienes y servicios desde el Estado
hacia la población y, más específicamente hacia sectores de la población que
operan de manera caótica y al margen de la ley.
Por supuesto que cuando la
propaganda chavista se refiere al empoderamiento lo que pretende transmitir
fundamentalmente es la idea de la democracia participativa y protagónica en
oposición a la democracia representativa.
Pero en esto, como en muchas otras cosas, cuando el chavismo utiliza sus mejores palabras para describir los presuntos logros de la revolución hay que leer la receta para los mayores desastres de estos últimos 15 años. Cuando la oligarquía chavista diga paz, lea guerra contra el pueblo; cuando diga trabajo para todos, lea dádivas y desempleo; cuando diga libertad, lea control y represión; cuando diga paraíso socialista y tierra de esperanza, lea pesadilla para los venezolanos.
Así de
patológica se ha tornado la comunicación entre gobernados y gobernantes en este
país donde se pretende manejar la realidad a voluntad de los poderosos.
Una secuela inevitable del empoderamiento
salvaje es la corrupción al menudeo. Se trata de un ovillo interminable, y con
múltiples ramificaciones, de mecanismos que permiten que la gente común se
enriquezca a través del ejercicio de actividades ilícitas frente a las cuales
no es solamente que el gobierno se haga la vista gorda sino que son
abiertamente propiciadas, tanto por la ausencia de regulaciones y controles
como, sobre todo, por el manejo desquiciado de la economía.
Uno de los más
importantes mecanismos de la corrupción al menudeo es el bachaqueo, una
práctica de difusión tan amplia en Venezuela como la lotería de animalitos que
permite la compra de bienes regulados por individuos, familias y grupos
especializados y su posterior reventa a precios exorbitantemente mayores.
Al
bachaqueo hay que añadirle el tráfico de bienes, mercancías y medicinas en
complicidad con corporaciones públicas, el robo de energía, el contrabando
fronterizo y, en general, el ejercicio de una suerte de economía informal
pirata en escalas inimaginables.
La revolución jurásica chavista no solamente
ha destruido el aparato productivo del país sino que ha arruinado las redes
comerciales normales de distribución y transporte de mercancías y bienes,
abriendo así las puertas al caos y el desorden.
Este aspecto de la corrupción,
intrínsecamente caótico y muy difícil de controlar y cuantificar, viene
frecuentemente acompañado de otras manifestaciones, muchas de ellas violentas,
de conductas al margen de la ley.
Ello incluye el control de extensas regiones
del país y de muchas barriadas populares por bandas armadas que actúan
frecuentemente en connivencia con los organismos de seguridad y la policía,
bandas que con tan sólo un cambio de camisa se transforman en los grupos
motorizados armados que agreden a las manifestaciones de la oposición.
El nefasto resultado de la combinación de la
corrupción generalizada y la impunidad en el ejercicio arbitrario de derechos y
competencias confiscados o cedidos voluntariamente por el Estado es no
solamente el estado de anomia y caos que cada vez se expresa con mayor fuerza,
sino una fractura de la conducta y los valores ciudadanos y culturales de la
nación. Un daño profundo que se ha infringido al país y cuya sanación, si
alguna vez ocurre, será un proceso difícil y doloroso.
La pregunta es inevitable: ¿Es el estado de
caos, desorden y violencia el resultado accidental de un mal gobierno?
Difícilmente. La conclusión inescapable es que el régimen chavista ha utilizado
el empoderamiento caótico del pueblo, conjuntamente con el escalamiento del
aparato represivo oficial y la hegemonía comunicacional, como parte de un
proceso complejo y atroz de control de la población.
Las cosas han ocurrido por
diseño, por increíble que parezca, y no por accidente. La oligarquía chavista
ha avanzado profundamente el concepto, ensayado extensivamente en Cuba, Corea
del Norte y algunas naciones africanas, de que al transformar la existencia de
la gente en una pelea por la sobrevivencia se debilita la lucha social por la
libertad y la democracia. Ello acompañado de un escalamiento en la represión de
cualquier manifestación organizada de oposición.
Las consecuencias que para la estrategia de
la alternativa democrática tiene el entender a cabalidad el proceso de
empoderamiento caótico de sectores importantes de la población durante la era
chavista, y cómo esto va a generar una resistencia enorme a cualquier intento
de restablecer una existencia ciudadana de respeto al individuo y las normas
legales, no puede ser exagerada.
La resistencia al cambio no solamente vendrá
de los súper privilegiados de la oligarquía chavista, sino del hombre de pueblo
común que ha disfrutado de la libertad bárbara del poder arbitrario que se
ejerce con impunidad mientras no se perturbe a otro más poderoso, y que ve el
empoderamiento salvaje como su tajada de la distribución de privilegios.
Ese es
el país al que nos estamos enfrentando y al que aún estamos lejos de entender a
cabalidad.
Vladimiro Mujica
vmujica@asu.edu
@VladimiroMujica
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