Triste
este país desvencijado el mío al que han convertido en una ranchería
destartalada y lúgubre. No he encontrado antónimo suficiente para “milagro”,
pero en estos días de loas a la invasión y al anti imperialismo, por lo que
electoralmente pudieran tener de prósperas esas trincheras trasnochadas al
acorralado gobierno, escuché avergonzado decir a un ciudadano en una
interminable cola trashumante en busca de jabón, que se trataba de una
“venezolanada” eso de convertir al abono
en estiércol.
Y
que Venezuela sea un país rico mientras crece como la verdolaga la pobreza, del
espíritu incluido, es una mentira catedral, a pesar de que el régimen cacaree
fanfarrón, para darse un tupé que lo descubre, en un exceso más con el que
quiere cubrir su dictadora desnudez, que somos (sic) la nación con mayores
reservas petrolíferas probadas del universo entero. ¿Y qué? Como si eso nos
hiciera imprescindibles, poderosos o prósperos. Verborrea, desplante, buche y
pluma no más.
La
Venezuela de hoy es un lugar tan triste y agrego peligroso, que ya ni desde
lejos se le parece al del recuerdo aquel y vago del hasta ayer no más, que
habría que pedir segundas opiniones, porque de una enfermedad terminal se trata
este abandono. Porque una nación supongo, es un conjunto de prismas enaltecidos
en un sentimiento en el que se multiplican en el tiempo, enfoques y
diferencias, riquezas y necesidades. Eso fuimos o al menos lo creíamos. Ya no.
Ahora lo de moda es la calcomanía de la lucha de clases.
Y
agrego a esta penuria la secuestrada geografía que alejada y esquiva, se oculta por que ya no somos libres para explorarla.
Hoy andan las montañas, los ríos, las llanuras, las calles, cada vez más
turbios, yermos, expropiados. Exfoliados
por la ambición del poder eunuco que no provoca sino corrupción, que no siembra sino tempestades, que no levanta ni polvo, que no produce sino desasosiego, que llena su
vacío regalando a raudales neveras y peroles.
Y
añado además naturaleza, que es geografía humanizada, donde todo es cada día
más jungla, más espacio adueñado de ponzoña, minado por bandas del invisible
miedo que se ensañan a la vista de todos, esgrimiendo el coleto rojo de su
impunidad acolitada y permisada desde las altas cumbres. Ya pocos la visitan de
lo envenenada que la mantienen, ni tampoco se atreven los expedicionarios, ¡qué
cuentos de Humboldt y Bonpland!
Todos
andamos huyendo o rebotando y escondiéndonos de una realidad agresiva más
profunda que la que se expresa en la estadística semanal de cadáveres y otros
parientes, tantos que ya no asustan. ¿Nacerán alguna vez de nuestra indolencia
a buscar los culpables?
A
todas éstas, la crianza de mascotas debe estar muy en boga, pero no vaya usted
a creer que como forma de sensibilidad o civilización, sino como escape de la
soledad, del cobarde que somos, de la desconfianza, desencantados con
nosotros mismos.
Aquí
parece ya verdad, que a mayor ingreso petrolero aumenta el índice de
corrupción, de arbitrariedad y de sumisión ciudadana. A mayor obsesión de
consumo, somos más huérfanos mentales, más dependientes, menesterosos y pedigüeños, mayor el número de pasajeros en
tránsito del minero que somos y que necesitan de una tournée por un exilio
dorado, o así nos lo creemos, para no volver más, para no regresar a nuestras
fauces. Es increíble observar que a veces pareciera que vamos en un vagón al
matadero y además aplaudiendo o haciéndonos los locos.
Leandro Area Pereira
leandro.area@gmail.com
@leandroarea
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