Sería redundante y,
si no fuera tan triste, diríase que hasta burlesco describir otra vez los
ingentes conflictos creados por este desvarío ideológico que aplasta no sólo el
bienestar material y anímico de la mayoría, también buena parte de su
esperanza. Y la esperanza ha sido siempre factor indispensable para inducir los
cambios. Cuando está en baja, como ahora, prevalece la pasividad. Y de allí muy
poco para la entrega del espíritu. Así se viabilizan las autocracias.
El venezolano, por
tradición, adversa toda afición autoritaria. Sabe que la fórmula marxista le
humilla y exige que piense y actúe bajo una derivación ideológica alienante.
Maduro en todas sus arengas (como Chávez), montado en el andamio de los
fanáticos, hace con su verbo especial hincapié en la fase agresiva del hombre.
El vecino, por su parte, padece otro tipo de violencia diaria; aquella que lo
obliga a doblar las rodillas en largas colas escrutando mercados para adquirir
algún bien básico. En Cuba esa expiación se hizo forzosa y perpetua como
política de Estado para tener control pleno de la población.
Es cierto que la
economía que descansa sobre la propiedad privada y el provecho que la retribuye
está sujeta a intereses personales propios de su ordenamiento. Sin embargo,
casi siempre el trabajador es gratificado por asertos que legitiman los
principios con los que opera como contratos colectivos, seguros, servicios
médicos y hasta huelgas legítimas. Garantías vedadas por este régimen que de
socialista tiene poco. Basta dar una mirada a los conflictos de Ciudad Guayana
y de los docentes de todo el país para concluir cómo la violencia priva sobre
la discusión reflexiva.
Insuficiencia,
desconcierto, merma progresiva de la calidad de vida e intimidación, entre
otros infortunios, configuran el escenario para este año. Maduro pretende
extender un ensayo fallido causante de los desgarramientos sociales más
devastadores de nuestra historia contemporánea. La coacción instituida genera
cierto grado de terror y, por ende de hemiplejía, estoicismo, recelo y, por qué
no, hasta de "simplezas". ¿Está feliz el pueblo bajo estos asertos?
¿Cuál es el escenario
futuro del país y hacia dónde queremos ir? Sólo hay dos caminos. Asentimos que
la Democracia como forma de Estado no funciona y "nos transamos" con
lo que hoy ocurre, o participamos vehementemente, por ejemplo, configurando un
plan serio para contender en las próximas elecciones legislativas; sobre todo si
el oficialismo decide adelantarlas.
Si la gente está
conforme con las enormes colas bajo lluvia y sol para adquirir un saco de
cemento, baterías, o un simple paquete de café; si no le importa que seamos el
segundo país más violento del mundo; si vegeta apocada por la incesante
inflación y, en términos conclusivos, si acepta convivir en minusvalía respecto
a otros países, pues ¡viva la revolución y muera la institucionalidad! ¿Será
que yacemos impasibles atosigados con la sobrevaloración de nuestros próceres
mientras obviamos el actual contexto antigregario?
No se trata de
revueltas ciegas. Ello atenta contra la paz de la nación. Pero tampoco asentir
con ideas execradas por la historia. Mientras el país se hunde en la ignominia,
Maduro declara nada menos que en Arabia Saudita, que más del 70% del pueblo
está feliz e insiste con promesas para pasado mañana. Fidel y Raúl llevan 60
años hablando de dignidad mientras la miseria se posesiona del cuerpo y
espíritu de cada cubano. ¿Cuál dignidad?
Cuando chocan ideas y
conceptos de épocas diferentes, como hoy en Venezuela, los conflictos se hacen
inevitables y los existentes se desbocan a veces sin control. El gobierno debe
pisar tierra y entender que no existen milagros para mitigar la pobreza. Basta
de alabar el portento de una revolución que socava no sólo nuestra dignidad
sino la paz de la República. La utopía destructiva está en terapia intensiva.
¡Dejémosla ir! El fallo está en nuestras manos. ¡Créalo, Presidente! ¡El pueblo
no está feliz!
Miguel Bahachille M.
miguelbmer@gmail.com
@MiguelBM29
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