MARIO VARGAS LLOSA |
El restablecimiento de relaciones
diplomáticas entre Cuba y Estados Unidos después de más de medio siglo y la
posibilidad del levantamiento del embargo norteamericano ha sido recibido con
beneplácito en Europa y América Latina. Y, en el propio Estados Unidos, las encuestas
dicen que una mayoría de ciudadanos también lo aprueba, aunque los republicanos
lo objeten. El exilio cubano está dividido; en tanto que entre las viejas
generaciones prevalece el rechazo, las nuevas ven en esta medida un
apaciguamiento del que podría derivarse una mayor apertura del régimen y hasta
su democratización. En todo caso, hay un consenso de que, en palabras del
presidente Obama, “el embargo fue un fracaso”.
La lectura optimista de este acuerdo
presupone que se levante el embargo, conjetura todavía incierta, pues esta
decisión depende del Congreso que dominan los republicanos. Pero, si se
levantara, sostiene esta tesis, el aumento de los intercambios turísticos y
comerciales, la inversión de capitales estadounidenses en la isla y el desarrollo
económico consiguiente irían flexibilizando cada vez más al régimen castrista y
llevándolo a hacer mayores concesiones a la libertad económica, de lo que,
tarde o temprano, resultaría una apertura política y la democracia. Indicio de
este futuro promisor sería el hecho de que, al mismo tiempo que Raúl Castro
anunciaba la buena nueva, 53 presos políticos cubanos salían en libertad.
Como hemos vivido en las últimas décadas toda
clase de fenómenos sociales y políticos extraordinarios, nada parece ya imposible
en nuestro tiempo y, acaso, todo aquello podría ocurrir. Sería el único caso en
la historia de un régimen comunista que renuncia al comunismo y elige la
democracia gracias al desarrollo económico y la mejora del nivel de vida de sus
ciudadanos debido a la aplicación de políticas de mercado. El fabuloso
crecimiento de China no ha traído la delicuescencia del totalitarismo político
sino más bien, como acaban de experimentar los estudiantes de Hong Kong, su
reforzamiento. Lo mismo se podría decir de Vietnam, donde la adopción de ese
anómalo modelo —el capitalismo comunista— a la vez que ha impulsado una
prosperidad indiscutible no ha mermado la dureza del régimen de partido único y
la persecución de toda forma de disidencia. El desplome de la Unión Soviética y
sus satélites centroeuropeos no fue obra del progreso económico sino de lo
contrario: el fracaso del estatismo y el colectivismo que llevó esa sociedad a
la ruina y al caos. ¿Podría ser Cuba la excepción a la regla, como espera la
mayoría de los cubanos y entre ellos muchos críticos y resistentes del régimen
castrista? Hay que desearlo, desde luego, pero no creer ingenuamente que ello
está ya escrito en las estrellas y será inevitable y automático.
Las dictaduras no caen nunca gracias a la
bonanza económica sino a su ineptitud para satisfacer las más elementales
necesidades de la población y a que ésta, en un momento dado, se moviliza en
contra de la asfixia política y la pobreza, descree en las instituciones y
pierde las ilusiones que han sostenido al régimen. Aunque el medio siglo y pico
de dictadura que padece Cuba ha visto aparecer en su seno opositores heroicos,
por el desamparo con que se enfrentaban a la cárcel, la tortura o la muerte, la
verdad es que, porque la eficacia de la represión lo impedía o porque las
reformas de la revolución en los campos de la educación, la medicina y el
trabajo habían traído mejoras reales en la condición de vida de los más pobres
y adormecían su deseo de libertad, el régimen castrista no ha tenido una
oposición masiva en este medio siglo; sólo una merma discreta del apoyo casi
generalizado con que contó al principio y que, con el empobrecimiento
progresivo y la cerrazón política, se ha convertido en resignación y el sueño
de la fuga a las costas de la Florida. No es de extrañar que, para quienes
habían perdido las esperanzas, la apertura de relaciones diplomáticas y
comerciales con Estados Unidos y la perspectiva de millones de turistas
dispuestos a gastar sus dólares y de empresarios y comerciantes decididos a
invertir y a crear empleos por toda la isla, haya sido exaltante, la ilusión de
un nuevo despertar.
Raúl Castro, más pragmático que su hermano,
parece haber comprendido que Cuba no puede seguir viviendo de las dádivas
petroleras de Venezuela, muy amenazadas desde la caída brutal de los precios
del oro negro y del desbarajuste en que se debate el Gobierno de Maduro. Y que
la única posible supervivencia a largo plazo de su régimen es una cierta
distensión y un acomodo con Estados Unidos. Esto está en marcha. El designio
del Gobierno cubano es, sin duda —siguiendo el modelo chino o vietnamita—,
abrir la economía, un sector de ella por lo menos, al mercado y a la empresa
privada, de modo que se eleven los niveles de vida, se cree empleo, se
desarrolle el turismo, al mismo tiempo que en el campo político se mantiene el
monolitismo y la mano dura para quien aliente aspiraciones democráticas. ¿Puede
funcionar? A corto plazo, sin ninguna duda, y siempre que el embargo se
levante.
A mediano o largo plazo no es muy seguro. La
apertura económica y los intercambios crecientes van a contaminar a la isla de
una información y unos modelos culturales e institucionales de las sociedades
abiertas que contrastan de manera espectacular con los que el comunismo impone
en la isla, algo que, más pronto o más tarde, alentará la oposición interna. Y,
a diferencia de China o Vietnam, que están muy lejos, Cuba está en el corazón
del Occidente y rodeada por países que, unos más y otros menos, participan de
la cultura de la libertad. Es inevitable que ella termine por infiltrarse sobre
todo en las capas más ilustradas de la sociedad. ¿Estará Cuba en condiciones de
resistir esta presión democrática y libertaria, como lo hacen China y Vietnam?
Mi esperanza es que no, que el castrismo haya
perdido del todo la fuerza ideológica que tuvo en un principio y que en todos
estos años se ha convertido en mera retórica, una propaganda en la que es
improbable que crean incluso los dirigentes de la Revolución. La desaparición
de los hermanos Castro y de los veteranos de la Revolución, que ahora ejercitan
todavía el control del país, y la asunción de los puestos de mando por las
nuevas generaciones, menos ideológicas y más pragmáticas, podrían facilitar
aquella transición pacífica que auguran quienes celebran con entusiasmo el fin
del embargo.
¿Hay razones para compartir este entusiasmo?
A largo plazo, tal vez. A corto, no. Porque en lo inmediato quien saca más
provecho del nuevo estado de cosas es el Gobierno cubano: Estados Unidos
reconoce que se equivocó intentando rendir a Cuba mediante una cuarentena
económica (el bloqueo criminal) y ahora va a contribuir con sus turistas, sus
dólares y sus empresas a levantar la economía de la isla, a reducir la pobreza,
a crear empleo; en otras palabras, a apuntalar al régimen castrista. Si Obama
visita Cuba será recibido con todos los honores, tanto por los opositores como
por el Gobierno.
No es para alegrarse desde el punto de vista
de la democracia y de la libertad. Pero la verdad es que ésta no era, no es,
una opción realista en este preciso momento de la historia de Cuba. La elección
era entre que Cuba continuara empobreciéndose y los cubanos siguieran
sumergidos en el oscurantismo, el aislamiento informativo y la incertidumbre; o
que, gracias a este acuerdo con Estados Unidos, y siempre que termine el
embargo, su futuro inmediato se aligere, gocen de mejores oportunidades
económicas, se les abran mayores vías de comunicación con el resto del mundo,
y, —si se portan bien y no incurren por ejemplo en las extravagancias de los
estudiantes hongkoneses— puedan hasta gozar de una cierta apertura política.
Aunque a regañadientes, yo también elegiría esta segunda opción.
Época confusa la nuestra en la que ocurren
ciertas cosas que nos hacen añorar aquellos tensos años de la guerra fría,
donde al menos era muy claro elegir, pues se trataba de optar “entre la
libertad y el miedo” (para citar el libro de Germán Arciniegas). Ahora la
elección es mucho más arriesgada porque hay que elegir entre lo menos malo y lo
menos bueno, cuyas fronteras no son nada claras sino escurridizas y volubles.
Resumiendo: me alegro de que el acuerdo entre Obama y Raúl Castro pueda hacer
más respirable y esperanzada la vida de los cubanos, pero me entristece pensar
que ello podría alejar todavía un buen número de años más la recuperación de su
libertad.
Mario Vargas Llosa
vargas_llosa@gmail.com
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