AXEL KAISER |
Desde los tiempos de la Unidad Popular, Chile
no había tenido un gobierno en la clásica tradición populista latinoamericana.
La irrupción de un gobierno populista se caracteriza por la promesa
refundacional que hacen sus líderes, la que va siempre en el sentido de darles
más poderes a los gobernantes y menos a los individuos. Un elemento esencial de
esta refundación es su carácter redistributivo: se asegura que los males de la
sociedad serán resueltos, quitándoles a los que tienen mucho para darles a los
que tienen poco. Esta lógica implica, además, la creación de un enemigo al cual
culpar de todos los males del país: "Los poderosos de siempre", es decir,
los ricos, son de costumbre la impopular minoría elegida.
Los líderes populistas son, en general,
personas altamente ideologizadas que ven en el Estado —o sea, ellos mismos— una
especie de ente divino capaz de construir un orden social cercano a la
perfección. Si hay pensiones bajas, si no hay educación gratuita y de calidad
para todo el mundo y si no todos tienen acceso a una salud de primer nivel, es
porque falta más Estado. Olvídese del principio de escasez que enseña la
economía y según el cual los recursos no alcanzan para todos. Tampoco cuenta la
demoledora evidencia de que el Estado hace casi todo peor que los privados. El
populista ofrece borrón y cuenta nueva, un nuevo orden cercano al paraíso,
donde, gracias a ese ente metafísico y omnisciente llamado Estado, habrá de
todo para todos. Este paraíso, por cierto, suele partir con el sueño erótico de
todo intelectual que apoya el proyecto refundacional: una nueva Constitución.
Sin ella, el porfiado principio de escasez, ese que el líder populista debe ignorar
para poder prometer mayor bienestar a las masas, no será superado.
Los populistas son, por lo mismo, siempre
anti capitalistas y anti libertarios. El capitalismo o
"neoliberalismo", dada su fría racionalidad de lo posible, debe
abiertamente ser denunciado como enemigo y el régimen de lo estatal o de lo
"público", como le llaman eufemísticamente los promotores de la
refundación, es presentado como la panacea solidaria que garantizará
prosperidad e igualdad para todos. Típicamente, para avanzar este mensaje
utópico los populismos cuentan con líderes carismáticos capaces de sintonizar
con la masa. En general, estos líderes carecen de todo fondo. Es decir, son
ignorantes sobre los asuntos de Estado y desconocen los más elementales
principios económicos, pero saben cómo conectar con el público. Son seductores,
simpáticos, empáticos, divertidos y hablan mucho sin decir nada.
A diferencia de los intelectuales que los
apoyan, no tienen ideas, sino a lo más ocurrencias del minuto y un discurso que
combina la denuncia con ofertones de diverso tipo. Como es obvio, una vez en el
poder, nada de lo prometido se cumple.
Los populistas, que en su discurso
sobreexplotan conceptos de alta carga emotiva, como "democracia",
"igualdad" y "justicia social", utilizan el Estado para
amedrentar, desacreditar y perseguir a opositores y potenciales amenazas a su
proyecto. Así, van destruyendo las bases de la convivencia democrática y
concentrando el poder en sus manos. Sus políticas económicas generan efectos
desastrosos, pero el régimen se mantiene mientras tiene recursos para seguir
comprando apoyos. Alzas de impuestos, inflación y deuda pública se utilizan
típicamente para satisfacer las expectativas creadas. Salvo que se encuentre en
medio de un boom de commodities , los populismos llevan a un colapso de la
inversión, del crecimiento y de la tasa de empleo. Los líderes populistas hacen
paralelamente del Estado un botín con el cual llenarse los bolsillos, y los de
sus parientes y adláteres. Así se produce una captura de todos los niveles del
aparato público, todo en nombre del "pueblo", que en buena parte pasa
a ser también un dependiente de la repartija estatal.
Cuando un país entra en la senda populista es
muy difícil que salga de ella. La lógica del conflicto ya instalada debe ser
agudizada para justificar el fracaso populista, los diversos grupos de interés
que viven del Estado luchan cada vez más desesperados por su cuota de
privilegios, el discurso de intelectuales que culpan a otros del desastre de su
proyecto se torna más agresivo. Según ellos, toda la crisis se debe a
conspiraciones externas e internas y a que falta más Estado aún. Pasado un
cierto punto, la espiral populista se torna inmanejable. Es importante tener
claro que el populismo no es solo una forma de llegar al gobierno y ejercerlo;
es una cultura. Es la cultura del todo gratis, de la fe ciega en el Estado y su
líder carismático, de culpar siempre a otro por las propias desventajas, de
agarrar lo que se pueda mientras se pueda, de la intolerancia y amenaza al que
opina distinto y de la legitimación de la violencia para avanzar intereses
gremiales.
Un país en que un régimen populista se
instaló es, por lo tanto, un país con un problema de fondo, que no se arregla
con un mero cambio de gobierno. Es un país con un problema cultural que
atraviesa, desde las élites, hasta los grupos medios y bajos de la sociedad.
¿Cuánto de todo esto se está viendo hoy en Chile? Más de lo que jamás alguien
imaginó hace una década. La pregunta es si el deterioro que llevó a la situación
actual será reversible o si el país se ahogará definitivamente, como nuestros
vecinos, en el fango del desorden, el conflicto y la mediocridad.
Este artículo fue publicado originalmente en
El Mercurio (Chile) el 30 de diciembre de 2014.
Axel Kaiser es Director Ejecutivo de la
Fundación Para el Progreso (Chile) y miembro de Young Voices (Berlín,
Alemania).
Axel Kaiser
contacto@fppchile.cl
@axelkaiser
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