A
Elizabeth Burgos, mi amiga.
EDILIO PEÑA |
El
terrorista siempre actúa en términos absolutos. Mucho antes, ha corrompido su
condición humana con una obsesión primitiva. Por eso, matando o haciéndose
matar, cree trascender —desde su perturbada energía— sus fines ideológicos o
religiosos. Todos sus actos están en función de una metafísica macabra.
Abandona la fe o la política que dialoga y reconoce a su semejante porque
existencialmente no le es posible vivir en un mundo de contrastes. Para él, la
vida tiene demasiados matices o caras, para afiliarse a ella con un corazón
huérfano y herido; su oscuro y amargo rencor lo priva y se lo impide. Entonces,
su gran labor es destruirla, fría y sistemáticamente, aún a costa de su propia
existencia. Acto último que ofrenda en nombre del martirio, como si sus
víctimas no fueran los verdaderos mártires. Su memoria guarda el nido de un
recuerdo doloroso y desgarrador, que desea desterrar, y vengar, con el
creciente odio de la venganza, pero inculpando a los otros y nunca a los
autores directos de su padecimiento secreto. Esos que no volverán a estar.
Ese
recuerdo puede ser una violación paterna, golpizas inclementes al niño que fue,
o haber sido testigo del exterminio de lo que más amó. Así ha ocurrido —y
ocurre— con el perfil biográfico del fanático religioso y el llamado
revolucionario. En el primero, el pretexto de su actuar está determinado por
las exigencias de un Dios o Profeta inquisitivo; en el segundo, el devenir de
una clase que habrá de gobernar de manera totalitaria la existencia de los
otros. Por lo tanto, aquellos que se opongan o se atraviesen como obstáculos en
su objetivo de terror, serán considerados infieles o contrarrevolucionarios El
terrorista odia al cuerpo, porque éste es el depositario del más valioso
sentir: de la espiritualidad, del pensamiento y de la duda. Somete la
cotidianidad al borde, a un estado de tensión, a un grito o a un estallido.
Sólo un libro estima y lee: aquél donde se concentran los principios de su fe
religiosa o ideológica, pero al que su fanatismo y perturbada mentalidad,
distorsiona y equivoca cada vez que las palabras intentan respirar más allá de
las páginas del autor. El terrorista milita, pero no medita. Es un terrible
imposible.
La
sorpresiva e inesperada manera con que actúa el terrorista busca igualmente
colocar a su víctima en un estado absoluto de esclavitud e indefensión, de
perplejidad o espanto, ante la avalancha del horror que porta. No permite la
reacción a tiempo, desactivando su equilibrio emocional y de pensamiento; es la
manera más expedita y morbosa que utiliza el terrorista para degradarla a su
nivel de sujeción como verdugo y asesino estelar. El tiempo que tiene cautiva a
su víctima, el terrorista desea fervorosamente convertirla a su causa, con el
mismo frenesí con que ayer le infligieron los castigos físicos y psicológicos
que le arrancaron la inocencia y la humanidad. Pero si la víctima se niega a su
maniático fin, el terrorista procede a fusilarla o degollarla. El terrorista
también quiere emular a sus pares, aquellos otros que actuaron y se inmolaron
antes que él en la aventura del absurdo. Su intención última es fraguar un acto
terrorista que nunca antes se haya ejecutado. Esa es su ciega finalidad, su
mayor fantasía. Su poder. Porque padece a su vez de una acendrada
competitividad y envidia que lo impulsan aún más. Fantasía que lo enaltece,
mientras la ensueña en la noche agria de los insomnes, y que después habrá de
concretar en la realidad, sin piedad ni compasión por nadie. Las Torres Gemelas
fueron derrumbadas por el terrorista mucho antes que éstas se desplomaran en el
piso de la realidad, así como la masacre recién cometida contra los
caricaturistas del semanario satírico Charlie Hebdo, de Francia. Es decir, el
terrorista necesita matar a su víctima doblemente. Primero en el rincón enfermo
de su mente, y después, en el escenario proyectado de ésta. Sin embargo, hay un
detalle que se le escapa al terrorista en la implementación de su acto macabro.
Porque las representaciones en la realidad están condenadas a los accidentes
que introduce en ellas el azar, por donde la vida se salva y preserva en
aquellos sobrevivientes que tuvieron tiempo de resistir y combatir. Aquellos
seres maravillosos que derrumban el plan perfecto del mal.
El
terrorista, como sujeto trágico, está muy lejos de la alegría. Para él la
felicidad siempre habrá de ser lejana, fuera de su realidad existencial. Esa
otra fantasía que le reserva el futuro o el más allá. El humor o la risa le
resultan insoportables al terrorista. Aunque no es el chiste lo que lo enerva y
desquicia, sino el humor contenido en los elementos claves de la deconstrucción
de la mentira y del absurdo. Cuando su retrato y sus dogmáticas creencias son
convertidos en caricaturas, el terrorista se enmascara y busca al autor de su
burla; y con el frenesí de la ira oculta de los cobardes, le quita la vida
pensando que de esa manera puede desterrar el talento irreverente con que la
libertad celebra la vida. Pero el terrorista no sólo está representado en un
individuo desbordado por la venganza brutal, también existen gobiernos o
Estados que lo promueven y patrocinan.
Edilio
Peña
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