ANTONIO SÁNCHEZ GARCÍA |
Quino, el talentoso dibujante
argentino padre de esa maravillosa criatura que bautizara como Mafalda y que ha
venido a superar con creces nuestras infantiles simpatías por La Pequeña Lulú,
ha dicho que la vejez es como un golpe de Estado fascista. Lo de fascista se
entiende en quien sufriera, junto a su tribu imaginaria, del golpismo militar
argentino. Ante el cual su perspicaz criatura pidiera que le detuviesen el
mundo para apearse. Un golpe, por cierto, de otro jaez que el golpismo militar
venezolano, producto de un deslave con pretensiones libertarias. Como si
existieran golpes buenos y golpes malos, y no fueran todos productos de una
indigestión exantemática.
Son los deslaves sociopolíticos
monumentales, apocalípticas diarreas colectivas que afectan a los pueblos
cuando colapsan todas las válvulas de escape de sus sistemas de dominación y la
presión y el descontento llevan a estallar las calderas. Súbitos despertares
pesadillescos que manifiestan una terrorífica contradicción: salir de una
pesadilla para despertar en una inmensamente peor. En Venezuela decimos “salir
de Guatemala para ir a caer a Guatepeor”.
Lo dramático para sus espectadores
más conscientes y sabidos es constatar que esos deslaves, como las tragedias,
se dirigen inexorable e inevitablemente hacia el abismo, exactamente como los
endemoniados de Gerasa en la narración del Lucas. Con una diferencia que los
hace mucho más trágicos: no hay piaras de cerdos como para asumir y metabolizar
el extravío.
Los venezolanos lo sabemos. Un
deslave que comenzó con un levantamiento motinesco que ya presagiaba todas las
taras y desvaríos hamponiles que marcarían a sangre y fuego el futuro cuarto de
siglo - en febrero de 1989 -, se afianzaría con un avieso golpe de estado
militar en febrero de 1992 y terminaría por romper todos los diques y lanzar a
la república a los abismos del caos tras la elección del endemoniado de
Sabaneta. Tras dieciséis años de extravío y devastación posiblemente hayamos
comprendido cuál es el fin y hacia dónde conducen los deslaves. En nuestro
caso, hacia la trágica disgregación de la Nación, la proliferación del crimen y
la inmoralidad, la devastación espiritual y moral, cuyas cifras empalidecen al
más esforzado: posiblemente hayan desaparecido en los laberintos de la
irresponsabilidad, la corrupción, el vicio y el saqueo nada más y nada menos
que tres millones de millones de dólares, doscientos cincuenta mil homicidios y
la irreparable pérdida de la unidad nacional.
Los
españoles han comenzado el 2014 a vivir uno de esos deslaves que puede llegar a
asumir proporciones apocalípticas. Como el venezolano. Si bien con el sórdido
antecedente de una de las más salvajes y cruentas guerras civiles de la
historia. Y como suele suceder, experimentan su extravío en medio de algarabías
y fanfarrias, como si fuera el reencuentro con el destino, la marcha triunfal
hacia la redención, la purificación de todos los pecados, el avistamiento de la
tierra prometida.
Exactamente
como Chávez nos cantara desde las alturas de sus cuarteles la isla de la
felicidad. Aquella en que terminaría muriendo como un perro, esquilmado, en los
huesos, solo, carcomido por la insaciables voracidad de sus mayordomos. Que
como el monstruo de la historia de Bram Stocker sólo se mantienen con vida
chupando con desesperación la sangre vivificante de sus víctimas.
Lo
escribo perfectamente consciente de que este llamado de alerta no encontrará en
España más que unos pocos oídos generosos, dispuestos a ver detrás de las
máscaras de la felonía y la traición de un aprendiz de Drácula llamado Pablo
Iglesias. Si el deslave ya avanza con una velocidad de crucero, podremos
asistir al descarrilamiento de una sociedad que salió de una tiranía con una
sensatez ejemplar. En gran medida auxiliada por aquella que tampoco supo evitar
la colisión: Venezuela. Que Dios los ampare.
Antonio
Sanchez Garcia
sanchezgarciacaracas@gmail.com
@Sangarccs
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