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HERNANDO DE SOTO |
Como lo demuestra el caso de Sendero
Luminoso, hay que promover reformas que integren a los pobres a la economía de
libre mercado.
El fortalecimiento económico es una
herramienta probada para derrotar el terrorismo, según el destacado economista
Hernando de Soto.
A medida que Estados Unidos entra en una
nueva etapa de la guerra contra el terrorismo, se perderá su mejor oportunidad
para derrotar al Estado Islámico y a otros grupos radicales en Medio Oriente si
no emplea un arma crucial pero poco utilizada: una agenda enérgica de
fortalecimiento económico. En este momento, solo escuchamos hablar de ataques
aéreos y maniobras militares, lo que es previsible cuando se enfrenta a matones
empeñados en producir el caos y la destrucción.
Sin embargo, si el objetivo no es solamente
degradar lo que el presidente Barack Obama llamó acertadamente “la red de la
muerte” del Estado Islámico, sino hacer que sea imposible que los líderes
radicales recluten a terroristas en primer lugar, Occidente debe aprender una
lección sencilla: la esperanza económica es la única forma de ganar la batalla
por los grupos que abastecen a las organizaciones terroristas.
Hace una generación, buena parte de América
Latina era presa de los disturbios. Para 1990, la organización terrorista
marxista-leninista Sendero Luminoso había tomado el control de la mayor parte
de mi país, Perú, en donde serví como el principal asesor para el presidente.
La opinión de moda en ese entonces sostenía que quienes se rebelaban eran los
esclavos asalariados pobres o subempleados de América Latina, que el
capitalismo no podía funcionar fuera de Occidente y que las culturas latinas no
comprendían a cabalidad la economía de mercado.
La opinión generalizada estaba equivocada.
Las reformas en Perú otorgaron a emprendedores y agricultores indígenas el
control de sus activos además de un nuevo marco legal más accesible para
dirigir empresas, realizar contratos y obtener crédito, lo cual impulsó un alza
sin precedentes en los estándares de vida.
Entre 1980 y 1993, Perú obtuvo la única
victoria contra un movimiento terrorista desde la caída del comunismo sin la
intervención de fuerzas armadas extranjeras o un significativo apoyo financiero
externo para sus fuerzas armadas. Durante las dos décadas siguientes, el
Producto Nacional Bruto per cápita creció el doble de rápido que el promedio
del resto de América Latina y su clase media lo hizo cuatro veces más rápido.
Hoy, escuchamos el mismo pesimismo económico
y cultural sobre el mundo árabe que predominaba sobre Perú en los años 80. Pero
sabemos que no es cierto. Tal como ocurrido con Sendero Luminoso, los
terroristas pueden ser derrotados por reformas que creen un electorado a favor
de estándares de vida más altos en Medio Oriente y el Norte de África.
Para hacer realidad esta agenda, los únicos
requisitos son un poco de imaginación, una dosis sustancial de capital
(inyectada desde abajo) y líderes de gobierno capaces de desarrollar, agilizar
y fortalecer las leyes y estructuras que permiten que el capitalismo prospere.
Como cualquier persona que ha caminado por las calles de Lima, Túnez y El Cairo
sabe, el capital no es el problema, sino la solución.
Edel Rodriguez
Esta es la historia de Perú en breve: Sendero
Luminoso, dirigido por un ex profesor llamado Abimael Guzmán, intentó derrocar
al gobierno en los 80. El grupo inicialmente atrajo a algunos agricultores
desesperadamente pobres en las zonas rurales, que compartían con ellos una
profunda desconfianza en la élite. Guzmán se presentó como el salvador de los
proletarios que habían languidecido durante demasiado tiempo bajo los abusivos
capitalistas de Perú.
Lo que cambió el debate y, en última
instancia, la respuesta del gobierno, fueron las pruebas de que los pobres en
Perú no eran trabajadores o agricultores desempleados o subempleados, como
mantenía la opinión generalizada. La mayoría eran pequeños emprendedores que
operaban en la economía “informal”, es decir no estaban inscritos ni pagaban
impuestos. Representaban 62% de la población peruana, generaban 34% del
Producto Interno Bruto y habían acumulado unos US$70.000 millones en inmuebles.
Esta nueva manera de ver la realidad
económica condujo a grandes reformas constitucionales y legales. Perú redujo en
75% los trámites burocráticos que bloqueaban el acceso a la actividad
económica, proporcionó defensores y mecanismos para presentar quejas contra los
organismos públicos y reconoció los derechos de propiedad para la mayoría. Un
solo paquete legislativo otorgó reconocimiento oficial a 380.000 empresas
informales, sacando de las sombras entre 1990 y 1994, unos 500.000 empleos y
generando unos US$8.000 millones en ingresos tributarios.
Tales medidas dejaron a los terroristas sin
un sólido grupo de apoyo en las ciudades. En las zonas rurales, sin embargo,
eran implacables. Para 1990 habían asesinado a 30.000 agricultores que se
resistieron a ser llevados a comunas masivas. Según un estudio de Rand Corp.,
Sendero Luminoso controlaba 60% del territorio y se disponía a apoderarse del
país dentro de dos años.
El ejército peruano sabía que los
agricultores podían ayudar a identificar y vencer al enemigo. Pero el gobierno
se resistía a entablar una alianza con las organizaciones informales de defensa
que los agricultores habían establecido para protegerse. La suerte nos ayudó en
1991 cuando el entonces vicepresidente estadounidense, Dan Quayle, que había
estado siguiendo nuestros esfuerzos, gestionó una reunión con el presidente
George H. W. Bush en la Casa Blanca. “Lo que me están diciendo”, apuntó el
mandatario, “es que esta gente común y corriente realmente están de nuestro
lado”. Lo entendió.
Esto llevó a un tratado con EE.UU. que
alentaba a Perú a formar una fuerza armada popular de defensa contra Sendero
Luminoso y, al mismo tiempo, comprometía a EE.UU. a apoyar las reformas
económicas como una alternativa a la agenda del grupo terrorista. Perú
rápidamente desplegó un ejército voluntario de clase cuatro veces más grande
que la fuerza anterior y ganó la guerra en poco tiempo.
Lo crucial para este esfuerzo fue nuestro
éxito en persuadir a los líderes y políticos estadounidenses, al igual que
figuras clave en la Organización de las Naciones Unidas, a ver la zona rural de
Perú de manera distinta: como un caldo de cultivo no para la revolución
marxista, sino para una nueva economía capitalista moderna. Estos nuevos hábitos
mentales nos ayudaron a vencer el terror en Perú y pueden hacer lo mismo en
Medio Oriente y el norte de África.
Se sabe ampliamente que la Primavera Árabe
fue desatada por la autoinmolación en 2011 de Mohamed Bouazizi, un vendedor
ambulante tunecino de 26 años. Pero pocos se han preguntado por qué Bouazizi
sintió el impulso de suicidarse, o porqué, dentro de 60 días, al menos 63 otros
hombres y mujeres en Túnez, Argelia, Marruecos, Yemén, Arabia Saudita y Egipto
se inmolaron, enviando a millones a las calles, derrocando a cuatro gobiernos y
conduciéndonos a la agitación que impera hoy en el mundo árabe.
Para comprender los motivos, mi instituto se
unió a Utica, la mayor organización empresarial de Túnez, para ensamblar un
equipo de investigación compuesto por unos 30 árabes y peruanos, que se
dispersaron por la región. Durante dos años, entrevistamos a las familias y
asociados de las víctimas, al igual que a otra docena de personas que
sobrevivieron la autoinmolación.
Descubrimos que estos suicidios no eran
súplicas de derechos políticos o religiosos o mayores subsidios salariales,
como algunos han argumentado. Bouazizi y los otros que se quemaron eran
emprendedores extralegales: constructores, contratistas, banqueteros, pequeños
vendedores, etc. En sus declaraciones de muerte, ninguno mencionó la religión o
la política. La mayoría de quienes sobrevivieron a sus quemaduras y aceptaron
ser entrevistados nos hablaron de “exclusión económica”. Su mayor objetivo era
“ras el mel” (el término árabe de “capital”), y su desesperación e indignación
surgía de la expropiación arbitraria del escaso capital que tenían.
Los aprietos de Bouazizi como pequeño
emprendedor pueden representar la frustración que millones de árabes siguen
experimentando. El tunecino no era un simple trabajador. Era comerciante desde
los 12 años. Cuando cumplió 19 manejaba los libros contables en el mercado
local. A los 26, vendía frutas y verduras de diferentes puestos y sitios.
Su madre nos contó que estaba en camino a
formar su empresa y soñaba con comprar una camioneta para trasladar sus
productos agrícolas a otras tiendas minoristas y expandir su negocio. Pero para
obtener un préstamo y comprar la camioneta necesitaba un aval, y no reunía los
requisitos.
Los inspectores del gobierno le hicieron la
vida imposible, tratando de conseguir sobornos cuando no mostraba permisos que
eran (a propósito) virtualmente imposibles de obtener. Se hartó del abuso. El
día que se suicidó, los inspectores habían incautado su mercancía y su báscula
electrónica. Hubo un forcejeo. Una inspectora municipal le dio una bofetada. Se
dice que esa humillación, junto con la confiscación de sus posesiones de un
valor de apenas US$225, llevaron al joven a quitarse la vida.
Le pregunté al hermano de Bouazizi, Salem, si
creía que su difunto hermano había dejado un legado. “Por supuesto”, respondió.
“Creía que los pobres tenían el derecho de comprar y vender”.
Los árabes comunes y corrientes quieren
encontrar un lugar en la economía capitalista moderna. Pero cientos de millones
de ellos han sido incapaces de hacerlo debido a restricciones legales frente a
las cuales los líderes locales y las élites de Occidente a menudo son ciegas.
Para sobrevivir, han improvisado cientos de
arreglos discretos y anárquicos, a menudo llamados la “economía informal”. Por
desgracia, ese sector es percibido con desprecio por muchos árabes y expertos
occidentales de desarrollo, que prefieren los proyectos de caridad bien
intencionados como proporcionar redes antimosquitos y suplementos nutricionales.
Pero las autoridades se están perdiendo de
vista lo que está realmente de por medio: si la gente común en Medio Oriente y
el norte de África no puede actuar dentro de la legalidad —a pesar de sus
sacrificios heroicos— serán mucho menos capaces de resistir una ofensiva
terrorista, y los más desesperados podrían ser reclutados a la causa del yihad.
En conferencias en toda la región en el
último año, he presentado nuestros hallazgos a líderes empresariales,
autoridades públicas y la prensa, mostrando cómo millones de pequeños
emprendedores extralegales como Bouazizi pueden cambiar economías nacionales.
Claro, los estados árabes tienen leyes que
permiten que los activos se apalanquen o se conviertan en capital que pueda ser
invertido y ahorrado. Pero los procedimientos para hacer esto son
impenetrablemente engorrosos, especialmente para quienes carecen de educación y
contactos.
En una conferencia reciente en Túnez, le dije
a un grupo de líderes: “No tienen la infraestructura legal para que la gente
pobre entre al sistema”.
“No necesitas decirnos esto”, afirmó un
empresario. “Siempre hemos estado a favor de los emprendedores. Su profeta
expulsó a los comerciantes del templo. ¡Nuestro profeta era un comerciante!”.
EE.UU. debería apoyar a los líderes árabes
que no solo resisten el extremismo de los yihadistas, sino también obedecen al
llamado de Bouazizi y los demás que dieron su vida para protestar contra el
robo de su capital. Bouazizi y los que son como él no son seres marginales en
el relato de la región. Son sus protagonistas.
—De Soto es el fundador del Instituto
Libertad y Democracia en Lima, el autor de “El Misterio del Capital” y el
presentador del documental “Unlikely Heroes of the Arab Spring”.
Hernando de Soto
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