A las 5pm llegamos a Plaza Altamira, en
Caracas, uno de los sitios de concentración de los estudiantes que protestaban
contra el gobierno de Nicolás Maduro; las razones eran varias, entre ellas la
brutal represión del gobierno a la manifestación pacífica, al intentar acallar
la protesta, obligando a pedir permisos, prohibiéndola, generando los chavistas
sus propios actos públicos, para entorpecer y desplazar a los muchachos, al
aplicarles el blackout informativo a sus eventos, de modo que nadie se enterara
de sus reclamos, y hasta interviniendo la señal de internet y de telefonía,
para hacer lento el envío de mensajes… la toma de vías públicas era una medida
desesperada, y estaba funcionando.
Llegar a nuestro destino fue complicado, las
calles estaban trancadas con basura, troncos de árboles, alcantarillas, que la
gente ponía para contribuir con la causa de los jóvenes y evitar el paso de los
saboteadores de oficio, conocidos como “colectivos”.
Tomamos rutas alternas - “caminos verdes”,
les decimos - teníamos que atravesar la ciudad del sur al norte, para luego
virar hacia este; a esa hora, ya muchas avenidas estaban cerradas y el tráfico
vehicular colapsado.
Pasamos por la Plaza Venezuela, un lugar
céntrico al norte del río Guaire, había bastante gente en la calle, muchos
negocios estaban cerrados, uno de los muchachos que me llevaban a la protesta
me advirtió
- Mosca! ésta es zona de colectivos…
Y efectivamente, en una esquina, estaba un
grupo de motorizados, algunos con camisas rojas, otros con las franelas
estampadas con la mirada amenazadora de Chávez, conversando entre ellos; pero
tres sujetos se habían apostado un poco más adelante, escrutando atentos a los
carros que pasaban, y se quedaron mirando fijamente a nuestra camioneta. Yo era
la persona más adulta del grupo, los saludé para disipar su desconfianza, lo
menos que deseaba era un encuentro temprano con esos paramilitares chavistas.
Seguimos rumbo hacia el norte buscando La
Cota Mil, a las faldas del cerro El Ávila.
Había nerviosismo y expectativa dentro del
auto, me llevaban a realizar un reportaje sobre lo que estaba sucediendo con la
protesta estudiantil, fui contactado por este grupo de universitarios, que
sabían de mi existencia por mis artículos y querían llevarme para que viera lo
que estaban haciendo y porqué; querían que escribiera algo, necesitaban dejar
registro de lo que estaba sucediendo, el mundo entero tenía que enterarse, el
sacrificio de las vidas de los estudiantes asesinados y torturados por el
gobierno no podía quedar olvidado.
Algunos de los jóvenes revisaban sus mascaras
antigases, que no eran otra cosa sino mascarillas de pintor desechables, otros
buscaban, en sus móviles, los últimos reportes del frente de batalla.
-En las Mercedes hay 15 detenidos, los están
bombardeando con gases… todo está lleno de humo.
Me enseñó las fotos y la verdad era que sólo
se veía edificios, en medio de una espesa nube blanca que parecía salir del
piso. Ese día había dos objetivos: Las Mercedes y Altamira; el plan era llegar
hasta la autopista Francisco Fajardo y trancarla, nada menos que la principal
arteria vial este-oeste de la capital.
La Cota Mil estaba despejada, la música hip
hop que escuchábamos era enervante, se nos adelantaron varias patrullas y
ambulancias en silencio, varias salidas de la avenida estaban cerradas,
efectivos de la policía hacían señas a los conductores para que
continuaran. Afortunadamente, la entrada
de Altamira permanecía abierta, y pronto estábamos bajando por la Avenida Luis
Roche, hacia nuestro destino. En el trayecto, pude ver personas con vestimenta
deportiva, que bajaba de El Ávila, dueños paseando a sus perros, avizoré una
enorme fila de gente haciendo cola ante una farmacia, que tenía las puertas
cerradas y atendía por una ventanita, la escasez de productos era general ya no
sólo de supermercados, eran comunes las colas de personas en las ferreterías,
en las librerías escaseaban los buenos libros, también faltaban medicinas,
repuestos de automóviles… estábamos viviendo en una economía de guerra.
La policía de Chacao dirigía el flujo de
vehículos, que era lento, los restaurantes de lujo de la zona, aunque cerrados,
tenían clientela, esto se deducía de la cantidad de autos aparcados al frente;
vimos un grupo de escoltas, en sus motos, fumando y conversando, mientras
esperaban a su jefe que, de seguro, estaba dentro del local, libando y comiendo
con clientes o amigos, por supuesto, eran altos funcionarios públicos, de los
pocos que se podían permitirse aquel lujo en tiempos de hiperinflación.
Luego de varios intentos, conseguimos puesto
en un estacionamiento, casi todos estaban cerrando por miedo a que las cosas,
en la plaza, se salieran de control. Nos
unimos a un torrente de gente, la mayoría jóvenes, que bajaban a pie. Noté que
los carritos de perrocalientes y hamburguesas estaban llenos de clientes,
muchas motos, manejadas por civiles, se mezclaban en la calle; al cabo de una
cuadra, el olor a gases lacrimógenos me asaltó el olfato, empezaron a aparecer
las barricadas con basura y cauchos, ardiendo entre los escombros acumulados,
también empecé a escuchar las detonaciones.
Los jóvenes se preparaban para lo que habían
venido a hacer, algunos se ponían una pasta blanca en el rostro (un antiácido,
para evitar las irritaciones), otros empapaban los pañuelos con vinagre para
ayudarse a respirar, unos hacían calistenia para calentar los músculos
(principalmente, para tirar piedras y correr), un grupo preparaba sus
“smart-phones” para dejar constancia, en fotos y grabaciones, de sus
intervenciones de ese día.
Al entrar a la Plaza Altamira se reveló el
espectáculo, había una muchedumbre moviéndose en diferentes direcciones, el
ruido era ensordecedor, unas muchachas golpeaban con piedras los postes
metálicos del alumbrado público, se escuchaban atronadoras cornetas e
insistentes pitos, las bocinas de las motos, el ruido del helicóptero militar
que sobrevolaba la zona, el lejano ulular de las patrullas, los gritos de
consignas como “Maduro, vete ya”, y una profusión de máscaras, como la del
personaje de la película “V de venganza”, todo entre una decena de fogatas y el
envolvente y tóxico humo de cauchos quemados y gases antimotines.
El obelisco que distingue a la plaza me
parecía ahora extraño, como un monumento alienígena en el punto central de
aquella congregación de jóvenes con los rostros ocultos por pañuelos y mascaras
antigases, casi todos portando morrales y gorras, algunos sin camisa.
Era un espectáculo desconcertante con su
propia y aleatoria coreografía, los estudiantes presionando por llegar a la
autopista Francisco Fajardo, hacia el sur, y la Guardia Nacional empujando a la
multitud hacia el norte… en el medio esos vórtices de gente, que veces
caminaban y en otras ocasiones corrían, sobre nuestras cabezas, se veía ese
intrincado tejido de las trazas de humo, que desprendían los proyectiles de
gases y que explotaban cuando descendían, dividiéndose en tres bombas que se
dispersaban sobre el terreno.
-Vean para arriba…- gritaba alguien,
alertando a la gente sobre las bombas que caían, la gente se apartaba y
entraban algunos jóvenes, rápidamente y con guantes de carnaza, para tomar las
bombas y arrojarlas, de nuevo, hacia donde estaba la guardia o hacia al espejo
de agua de la plaza, para neutralizarlas, con el entusiasmado aplauso de los
presentes.
-Los contenedores de los gases se
“superenfrían” cuando los disparan, si los tocas con la mano, te queman- me
instruyó uno de mis acompañantes, que no me dejaba solo- lo más peligroso es
que te caigan en la cabeza.
Los muchachos de ojos llorosos subían de los
alrededores de la Torre Británica, donde estaba la línea de batalla, algunos
escupían baba, otros vomitaban, e inmediatamente eran atendidos por muchachas
que, con potes de agua, les lavaban la cara y los acostaban en el suelo, para
que se recuperaran; una muchacha inconsciente fue llevada en brazos a un puesto
de salud del municipio.
Un muchacho de barba, que subió corriendo
hasta donde estábamos, con la mascarilla en la frente, gritaba - No se queden
aquí, hay que bajar… tenemos a un grupo de compañeros atrapados allá abajo… hay
que rescatarlos… vamos, no se frenen… luchamos por Venezuela, 14 años de
tiranía es suficiente…
La arenga funcionó, una nueva corriente de
jóvenes emprendió su ruta hacia la avenida Francisco Fajardo, donde se
levantaba una espesa cortina de humo. Me
impresionó la cantidad de chicas bellas que estaban luchando ese día, hombro a
hombro, con los muchachos, castigando a la Guardia Nacional y siendo castigadas
por ellos, en igualdad de condiciones y llenas de un valor que arrugaba el
corazón, ¿sus padres tendrían alguna idea de lo que estaban haciendo sus hijas
en ese momento?
-Tenemos que bajar, Saúl- me dijo mi
contacto- tenemos que ver el frente, para que cuentes lo que allí pasa… te
consigo una máscara…
Efectivamente, a los pocos momentos volvió
con una máscara antigases, de esas que usan los bomberos industriales,
amarilla, de hule aceitoso, con dos grandes vidrios por ojos y un filtro
horizontal sobre la boca; cuando me la puse, la capucha me cubría hasta los
hombros y mi aspecto debió ser el de un extraterrestre, pero allí nadie se
fijaba en esas cosas.
Tres jóvenes me sirvieron de escolta hasta la
avenida; sorteamos las barricadas y una lluvia de bombas lacrimógenas, es
sumamente difícil caminar entre escombros en el medio del humo y estar
pendiente de lo que te cae del cielo, al llegar a la acera opuesta corrimos
hacia la Torre Británica mientras escuchábamos a nuestras espaldas el coro de
cien gargantas enardecidas “Quienes somos, estudiantes, que queremos,
libertad”, allí pude ver, por primera vez, el piquete de la Guardia Nacional
Bolivariana, dispuesto como una pared de escudos que me recordó las formaciones
de las legiones romanas, los muchachos les lanzaban piedras, que rebotaban con
furia en los escudos plásticos de alta resistencia; detrás de la línea de
guardias había dos tanquetas antimotines.
Unos guardias de avanzada, que en grupos de
tres se movían entre los edificios, eran los que disparaban las bombas
lacrimógenas, llevaban colgando un saco cargado de proyectiles; los jóvenes me
habían informado que cada bomba costaba 30 dólares, que eran hechas en Brasil,
según mi improvisada cuenta, en los quince minutos que había permanecido en la
plaza, se habían gastado no menos de 25.000 dólares en bombas, el sonido de las
detonaciones era continuo, pareciera que había algún tipo de cañón que las
disparaba en seguidillas, y pensé en el negociado que había detrás de aquellas
compras militares y en las cantidades de dinero que se habían pagado en
comisiones, una fiesta para los corruptos.
Nos unimos al grupo de estudiantes que
estaban en primera línea, no había rastro de los muchachos atrapados, la
guardia avanzaba, paso a paso, detrás de sus escudos protectores; nuevamente,
fuimos precedidos por un número indeterminado de núbiles guerreras, que estaban
allí arriesgando el pellejo frente a los ejércitos de la noche, esos que no
respetan ningún derecho humano al momento de reprimir, muchachas apenas salidas
de la adolescencia, fajadas, como las buenas, sin miedo, “mentando madre”,
retando a pedradas a aquellos monstruos, sirvientes del fascismo más primitivo,
era conmovedor verlas luchando por su futuro, por una idea de patria que nada
tenía que ver con la del comunismo que nos robaba la libertad, eran chicas tan
arriesgadas que daba miedo verlas, inspirando a los muchachos y sirviéndoles de
acicate para cometer actos tan valientes y tontos como el de patear la pared de
escudos, a riesgo de que le dispararan con las escopetas que aparecían sin
aviso, nunca vi que las dejaran solas.
De pronto la línea de escudos se abrió y
salieron los motorizados, dos guardias por cada moto, vestidos de robocop, el
parrillero blandiendo la escopeta, una veintena de aquellos monstruos bicéfalos
y rugientes se nos vinieron encima. Al grito de “Vienen las motos!” la
estampida hacia la plaza fue asombrosa.
Corrimos como pudimos, en medio de unas
bombas que giraban en el suelo con un silbido infernal y descargaban su gas
fétido. Nos metimos en el primer callejón que encontramos y resultó ser un
acceso de servicio entre dos edificios, allí nos encontramos con dos Guardias
Nacionales, que estaban escondidos detrás de un contenedor de basura.
Creo que los guardias estaban tan asustados
como nosotros, uno de ellos corrió y huyó, el otro fue bloqueado por el más
fornido de mis acompañantes y se trabaron en una lucha cuerpo a cuerpo; entre
todos le quitaron al guardia su máscara de gas y, cuando lo estaban golpeando
en el suelo, los separé.
Entonces me di cuenta de la tragedia de
aquella situación, vi al estudiante, con el rostro desencajado por la rabia, y
vi el rostro moreno e aindiado del joven guardia nacional, asustado y llorando,
ambos debían tener la misma edad; así entendí la perversión de este gobierno,
que obliga a sus jóvenes a enfrentarse hasta la muerte, por preservar o
defenderse de una ideología inhumana, a nombre de una revolución que sólo está
en sus mentes enfermas, por perpetuarse en el poder y seguir medrando de los
recursos del país ¿Y eso para qué? ¿Para ver morir a nuestros hijos?, constaté
que los estudiantes tienen razón, que el sacrificio es necesario, con toda
razón los jóvenes claman es ahora o nunca, un gobierno así no puede perdurar ni
un día más.
Soltamos al guardia, nos volvimos hacia la
avenida, que había quedado sola, y regresamos a la plaza. Para ese momento, ya
estaba sudando a chorros, los visores de la máscara estaban empañados, tenía
unas ganas enormes de vomitar, compartía con mis acompañantes el miedo de que,
en cualquier momento, surgiera del humo alguna moto y nos atacaran, la plaza
estaba sola… el costo físico que implicaba mantener este tipo de protesta era
enorme para los muchachos, era extenuante. Cuando llegamos cerca de una de las
bocas del Metro, me saqué la máscara, casi asfixiado; en ese momento, ya caía
la tarde y apareció de la nada un hombre, flaco y moreno, con una cavita de
anime en la mano. -Fresco, agua… está fría, profesor… ¿Le doy una?...
Reí y lloré al mismo tiempo, fueron los
gases, el susto, un nudo me apretaba la garganta al ver como estaba mi país. –
saulgodoy@gmail.com
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