Agradezco muy
especialmente al Consejo de los Encuentros Lindau con ganadores del Premio
Nobel y a la Fundación Encuentros Lindau por invitarme a dar esta conferencia,
pues de acuerdo a sus “considerandos”, han tomado en cuenta no sólo mi labor
literaria sino mis ideas y opiniones políticas.
Créanme si les digo que esto es algo bastante
novedoso. En el mundo en el que suelo moverme, ya sea en Latinoamérica, Estados
Unidos o Europa, cuando alguna persona o alguna institución rinde tributo a mis
novelas o ensayos literarios, usualmente agrega de inmediato frases como aunque
discrepamos con él, a pesar de que no siempre estamos de acuerdo con él o esto
no implica que aceptemos sus críticas u opiniones sobre cuestiones políticas.
Aunque ya me he acostumbrado a esta bifurcación de mi persona, me alegra
sentirme reintegrado por esta prestigiosa institución, que en vez de someterme
a un proceso esquizofrénico, me ve como un ser humano unificado: un hombre que
escribe, piensa y participa del debate público. Me gustaría creer que ambas
actividades forman parte de una realidad única e inseparable.
Pero ahora, para ser honesto con ustedes e
intentar responder a la generosidad de esta invitación, siento que debería
explayarme con cierto detalle sobre mis posiciones políticas. Y no es tarea
fácil. Mucho me temo que no alcance con decir -tal vez fuese más sabio decir
que creo ser- un liberal. Ya de por sí, ese término entraña una primera
complicación. Como bien saben, “liberal” tiene significados distintos y
usualmente antagónicos, dependiendo de quién lo use y en qué contexto. Mi
difunta y querida abuela Carmen, por ejemplo, solía decir que un hombre era
liberal para referirse a sus costumbres disolutas, alguien que no sólo no iba a
misa sino que además hablaba pestes de los curas. Para ella, el prototipo que
encarnaba esa idea de “liberal” era un legendario ancestro mío que un buen día,
allá en mi Arequipa natal, le dijo a su esposa que iba hasta la plaza del
pueblo a comprar el diario, para nunca más volver. La familia no tuvo noticias
de él durante 30 años, hasta que el fugitivo caballero murió en París. ¿Y por
qué se escapó a París ese tío liberal, abuela? ¿Y a dónde más si no a París,
hijito? ¡Para corromperse, por supuesto! Esta anécdota tal vez esté en el
remoto origen de mi liberalismo y de mi pasión por la cultura francesa.
En Estados Unidos y en el mundo anglosajón en
general, el término liberal tiene connotaciones izquierdistas y a veces suele
asociárselo con el socialismo o con posturas radicales. En contrapartida, en
Latinoamérica y España, donde la palabra fue acuñada en el siglo XIX para
describir a los rebeldes que luchaban contra la ocupación napoleónica, me
llaman liberal -o peor aún, neoliberal-, para exorcizarme o desacreditarme,
porque la perversión política de nuestra semántica ha transformado el
significado original del término -el de un amante de la libertad que se alza
contra la opresión- hasta darle una connotación conservadora o reaccionaria,
vale decir, un término que cuando es usado por un progresista, es sinónimo de
complicidad con todas las explotaciones e injusticias que padecen los pobres
del mundo.
En Latinoamérica, el liberalismo fue una
filosofía intelectual y política progresista que en el siglo XIX se oponía al
militarismo y a los dictadores y que aspiraba a la separación entre la Iglesia
y el Estado y al establecimiento de una cultura civil y democrática. En la
mayoría de esos países, los liberales fueron perseguidos, exiliados,
encarcelados o ejecutados por los regímenes brutales que con pocas excepciones
-Chile, Costa Rica, Uruguay y paremos de contar-, prosperaron en todo el
continente. Pero en el siglo XX, la aspiración de las elites políticas de
vanguardia era la revolución, y no la democracia, y esa aspiración era
compartida por muchísima gente que quería copiar el ejemplo de la guerrilla de
Fidel Castro y sus “barbudos” de Sierra Maestra.
Marx, Fidel y el Che Guevara se convirtieron
en íconos de la izquierda y la extrema izquierda. Dentro de ese contexto, los
liberales fueron considerados conservadores, defensores del status quo,
tergiversados y caricaturizados a tal punto que sus verdaderos objetivos
políticos y sus ideas genuinas sólo tenían llegada a círculos muy pequeños,
mientras que grandes sectores de la sociedad eran ajenos a ellos. Esa confusión
sobre el liberalismo estaba tan extendida que los liberales latinoamericanos se
vieron obligados a dedicar gran parte de su tiempo a defenderse de las
distorsiones y ridículas acusaciones que recibían por derecha y por izquierda.
Recién en las últimas décadas del siglo XX,
las cosas empezaron a cambiar en Latinoamérica, y el liberalismo empezó a ser
reconocido como algo profundamente distinto del marxismo extremo y de la
extrema derecha, y es importante mencionar que eso fue posible, al menos en la
esfera cultural, gracias al valiente esfuerzo del gran poeta y ensayista
mexicano Octavio Paz y de sus revistas Plural y Vuelta. Tras la caída del Muro
de Berlín, el colapso de la Unión Soviética y la transformación de China en un
país capitalista (por más que autoritario), las ideas políticas también
evolucionaron en Latinoamérica, y la cultura de la libertad hizo importantes
avances en todo el continente.
Más allá de eso, para mucha gente sigue
siendo difícil asimilar el verdadero sentido de la palabra “liberal”, y para
complicar aún más las cosas, ni siquiera los liberales parecen poder ponerse de
acuerdo del todo sobre lo que significa el liberalismo y lo que significa ser
un liberal. Quien haya tenido oportunidad de participar de alguna conferencia o
congreso de liberales sabrá que esos encuentros suelen ser de lo más
divertidos, ya que las discrepancias prevalecen sobre el acuerdo y porque como
solía ocurrir con los trotskistas, cuando existían, todo liberal es a la vez un
hereje y un sectario en potencia.
Como el liberalismo no es una ideología, vale
decir, no es una religión dogmática laica, sino más bien una doctrina abierta y
en evolución, que en vez de forzar la realidad para que ceda, se acomoda a la
realidad, existen entre los liberales profundas discrepancias y las más
diversas tendencias. Respecto de la religión y otros temas sociales, los
liberales como yo, agnósticos y propulsores de la separación entre la Iglesia y
el Estado y defensores de la despenalización del aborto, el matrimonio
homosexual y las drogas, solemos ser ásperamente criticados por otros liberales
que tienen opiniones opuestas sobre estas cuestiones. Esas diferencias de
opinión son saludables y útiles, ya que no violan los preceptos básicos del
liberalismo, a saber, democracia política, economía de mercado y la defensa de
los intereses individuales por sobre los intereses del Estado. Hay por ejemplo
liberales que creen que la economía es el campo donde deben resolverse todos
los problemas, y que el libre mercado es la panacea para los problemas, desde
la pobreza hasta el desempleo, desde la discriminación hasta la exclusión
social.
Esos liberales, que son como verdaderos
algoritmos vivientes, muchas veces le hacen más daño a la causa de la libertad
que los marxistas, primeros campeones de la absurda teoría de que la economía
es la base de la civilización, fuerza impulsora de la historia de las naciones.
Eso es simplemente falso. Son las ideas y la cultura las que marcan la
diferencia entre civilización y barbarie, y no la economía. La economía por sí
sola, sin el puntal de las ideas y la cultura, tal vez produzca óptimos
resultados en los papeles, pero no le da sentido a la vida de las personas, ni
les ofrece a los individuos razones para resistir la adversidad, mantenerse
unidos en la compasión, o vivir en un ambiente de verdadera humanidad. Es la
cultura, ese cuerpo de ideas, creencias y costumbres compartidas -entre las
cuales debe incluirse obviamente también la religión-, la que da vida y aliento
a la democracia y permite la economía de mercado, con su matemática fría y
competitiva de recompensar el éxito y castigar el fracaso, para evitar que todo
degenere en una lucha darwiniana en la cual, como dijo Isaiah Berlin, la
libertad de los lobos es la muerte de los corderos. El libre mercado es el
mejor mecanismo existente para generar riqueza, y cuando se lo complementa con
otras instituciones y usos de la cultura democrática puede impulsar el progreso
material de una nación a los espectaculares niveles a los que nos tiene
habituados. Pero el libre mercado es también un instrumento implacable que sin
el componente espiritual e intelectual que aporta la cultura, puede reducir la
vida a una feroz batalla egoísta a la que sólo sobreviven los más aptos.
Por lo tanto, el valor central del liberal
que yo aspiro a ser es la libertad. Gracias a esa libertad, la humanidad ha
podido hacer su viaje de las cavernas a las estrellas y la revolución informática,
y progresar desde las variadas formas de colectivismo y asociaciones despóticas
hacia los derechos humanos y la democracia representativa. Los cimientos de la
libertad son la propiedad privada y el imperio de la ley. Ese sistema garantiza
las menores formas de injustica posibles, produce el mayor progreso material y
cultural, frena con mayor eficacia la violencia y genera el mayor respeto por
los derechos humanos. Para este concepto de liberalismo, la libertad es un
concepto único e integral. La libertad política y la libertad económica son
inseparables, como las caras de una moneda. Y como en Latinoamérica la libertad
no es entendida de esa forma, la región ha sufrido varios intentos fallidos de
gobiernos democráticos.
Eso ocurrió ya sea porque las democracias que
emergieron después de las dictaduras respetaron la libertad política pero
rechazaron la libertad económica, que produjo inevitablemente más pobreza,
ineficiencia y corrupción, o porque condujeron a gobiernos autoritarios
convencidos de que sólo con mano dura y represión podría garantizarse el
funcionamiento del libre mercado.
Esa es una peligrosa falacia que quedó
demostrada en países como Perú, durante la dictadura de Alberto Fujimori, y
Chile, bajo Augusto Pinochet. El verdadero progreso nunca ha surgido de
regímenes como esos. Así se explica el fracaso de las llamadas dictaduras “del
libre mercado” de Latinoamérica.
Ninguna economía libre puede funcionar sin un
sistema de justicia eficiente e independiente, y ninguna reforma tiene éxito si
se implementa sin el control y la crítica de la opinión pública que sólo son
posibles en democracia. Quienes creyeron que el general Pinochet era la
excepción a la regla porque su régimen obtuve éxitos económicos luego
descubrieron, junto con las revelaciones del asesinato y tortura de miles de
ciudadanos, que el dictador chileno no solo era un asesino, sino un ladrón que
tenía cuentas con millones de dólares en el exterior, como el resto de los
dictadores latinoamericanos. La democracia política, la libertad de prensa y el
libre mercado son los cimientos de la posición liberal. Pero así formuladas,
esas tres expresiones poseen una cualidad abstracta y algebraica que las
deshumaniza y las aleja de la experiencia de la gente común. El liberalismo es
mucho, mucho más que eso. Básicamente, es tolerancia y respeto por el otro, y
especialmente por quienes piensan distinto, por quienes practican otras
costumbres, veneran a otro dios o a ninguno. Al aceptar convivir con quienes
son diferentes, los seres humanos dieron el paso más extraordinario en el
camino hacia la civilización. Fue una predisposición o un deseo que precedió a
la democracia y que la hizo posible, y que contribuyó más que cualquier
descubrimiento científico o que cualquier sistema filosófico a contrarrestar la
violencia y a aplacar el instinto de controlar y matar en las relaciones
humanas. Es también lo que despertó una natural desconfianza en el poder, en
cualquier poder, y que es como una segunda naturaleza de nosotros, los
liberales.
El poder es inevitable, salvo en esas
encantadoras utopías de los anarquistas. Pero el poder sí puede ser controlado
y contrarrestado para que no se exceda. Es posible despojarlo de sus funciones
no autorizadas que oprimen al individuo, ese ser que para nosotros, los
liberales, es la piedra angular de la sociedad, y cuyos derechos deben ser
respetados y garantizados. La violación de esos derechos desencadena
inevitablemente una espiral de abusos que como ondas concéntricas, barren con
la idea misma de justicia social.
Defender a los individuos es la consecuencia
natural de creer en la libertad como valor individual y social por excelencia,
porque en el seno de una sociedad, la libertad se mide por el nivel de
autonomía del que gozan los ciudadanos para organizar sus vidas y trabajar en
pos de sus objetivos sin interferencias injusticias, vale decir, la lucha por
la “libertad negativa”, tal como la definió Isaiah Berlin en su célebre ensayo.
El colectivismo era necesario en los albores de la historia, cuando los
individuos eran simplemente parte de una tribu y dependían del conjunto de la
sociedad para su supervivencia, pero empezó a declinar a medida que el progreso
material e intelectual permitieron que el hombre dominara la naturaleza y
superara el miedo al rayo, a las bestias, a lo desconocido y al otro, todo
aquel que tenía otro color de piel, otro idioma y otras costumbres. Pero el
colectivismo ha sobrevivido a través de la historia en esas doctrinas e
ideologías que sitúan los supremos valores de un individuo en su pertenencia a
un grupo específico (la raza, la clase social, la religión o la nación). Todas
esas doctrinas colectivistas -nazismo, fascismo, fanatismo religioso, comunismo
y nacionalismo-, son enemigos naturales de la libertad y feroces enemigos de
los liberales. En todas las épocas, ese defecto atávico, el colectivismo, ha
levantado su horrenda cabeza para amenazar a la civilización y arrastrarnos de
vuelta a la era del barbarismo. Ayer tomó el nombre de fascismo y comunismo;
hoy se lo conoce como nacionalismo y fundamentalismo religioso.
Un gran pensador liberal, Ludwig von Mises,
siempre se opuso a la existencia de partidos liberales porque sentía que esas
agrupaciones políticas, al intentar monopolizar el liberalismo, terminaban
desnaturalizándolo, encasillándolo, y forzándolo a entrar en los estrechos
moldes de la lucha partidaria por el poder. Por el contrario, Mises creía que
la filosofía liberal debía ser una cultura general compartida por todos las
corrientes y movimientos políticos coexistentes en una sociedad abierta y
prodemocrática, una escuela de pensamiento que nutriera a los socialcristianos,
los radicales, los socialdemócratas, los conservadores y los socialistas
democráticos por igual. Hay mucho de verdad en esa teoría.
De eso modo, en el pasado reciente, hemos
visto casos de gobiernos conservadores, como los de Ronald Reagan, Margaret
Thatcher y José María Aznar, que impulsaron profundas reformas liberales. Al
mismo tiempo, hemos visto a líderes presuntamente socialistas, como Tony Blair
en Inglaterra, Ricardo Lagos en Chile, y actualmente José Mujica en Uruguay,
que implementaron políticas económicas y sociales que sólo pueden ser
calificadas como liberales.
Aunque el término “liberal” sigue siendo una
mala palabra que todo latinoamericano políticamente correcto tiene obligación
de detestar, desde hace un tiempo, hay ideas y actitudes esencialmente
liberales que han comenzado a infiltrarse por derecha y por izquierda en el
continente de las ilusiones perdidas. Eso explica por qué en años recientes,
las democracias latinoamericanas no han colapsado ni han sido reemplazadas por
dictaduras militares, a pesar de las crisis económicas, la corrupción y el
fracaso de tantos gobiernos para alcanzar su potencial.
Por supuesto que algunos siguen allí: Cuba
tiene esos fósiles autoritarios, Fidel Castro y su hermano Fidel, que tras 54
años de esclavizar a su país, se han convertido en los líderes de la dictadura
más larga de la historia latinoamericana, así como la desafortunada Venezuela,
que de la mano del presidente Nicolás Maduro, el sucesor a dedo del comandante
Hugo Chávez, sufre ahora las políticas estatistas y marxistas que muy pronto
convertirán a Venezuela en una segunda Cuba.
Pero son dos excepciones, y hay que
enfatizarlo, en un continente que nunca antes había tenido una sucesión tan
larga de gobiernos civiles surgidos de elecciones relativamente libres. Y
existen casos interesantes y alentadores como el de Brasil, donde primero Lula
da Silva y luego Dilma Rousseff, antes de llegar a la presidencia, abrazaron la
doctrina populista, el nacionalismo económico y la tradicional hostilidad de la
izquierda hacia los mercados, pero que tras asumir el poder, practicaron la
disciplina fiscal y fomentaron la inversión extranjera, la inversión privada y
la globalización, a pesar de que ambos gobiernos se sumieron en la corrupción,
como ha ocurrido siembre con los gobiernos populistas, y finalmente fracasaron
en la continuidad de la reforma.
Más que la revolución, el mayor obstáculo
actual para el progreso en Latinoamérica es el populismo. Hay muchas maneras de
definir populismo, pero tal vez la más exacta sea que es una forma de demagogia
social y económica que sacrifica el futuro de un país a favor de un presente
efímero. Con un discurso fogoso imbuido de bravatas, la presidenta argentina
Cristina Fernández de Kirchner ha seguido el ejemplo de su marido, el fallecido
presidente Néstor Kirchner, con nacionalizaciones, intervencionismo, controles
y persecución de la prensa independiente, políticas que han llevado al borde la
desintegración a un país que es, potencialmente, uno de los más prósperos del
planeta. Otros tristes ejemplos de populismo son la Bolivia de Evo Morales, el
Ecuador de Rafael Correa y la Nicaragua del comandante sandinista Daniel
Ortega, quienes en varios aspectos, siguen implementando el centralismo del
control estatal que tantos estragos ha causado en todo nuestro continente.
Pero son las excepciones y no la regla, como
era hasta hace poco en Latinoamérica, donde no sólo se están desvaneciendo los
dictadores, sino también las políticas económicas que mantuvieron a nuestros
pueblos en el subdesarrollo y la pobreza. Hasta la izquierda se ha mostrado
reacia a faltar a su palabra de privatizar las jubilaciones -ya se ha hecho en
11 países latinoamericanos, hasta la fecha-, mientras que la izquierda de
Estados Unidos, más reaccionaria, se opone a la privatización de la seguridad
social. Son todos signos positivos de cierta modernización de la izquierda, que
sin reconocerlo, admite que el camino hacia el progreso económico y la justicia
social pasa por la democracia y los mercados, algo que los liberales venimos
predicando en el desierto desde hace mucho tiempo. De hecho, si la izquierda
latinoamericana ha aceptado las políticas liberales, tanto mejor, por más que
las disfracen de una retórica que lo niega. Es un paso hacia adelante que deja
entrever que Latinoamérica finalmente se estaría deshaciendo del lastre de las dictaduras
y el subdesarrollo. Se trata de un avance, al igual que el surgimiento de una
derecha civilizada que ya no cree que la solución a los problemas es golpear la
puerta de los cuarteles, sino más bien aceptar el voto y las instituciones
democráticas y hacerlas funcionar.
Otra señal positiva del incierto escenario
latinoamericano actual es que el acendrado y antiguo sentimiento
antinorteamericano que recorría el continente ha disminuido notablemente. Lo
cierto es que hoy, el sentimiento antinorteamericano es más fuerte en ciertos
países de Europa, como Francia y España, que en México o Perú. Es cierto que la
guerra en Irak, por ejemplo, movilizó a vastos sectores de todo el espectro
político europeo, cuyo único denominador común parecía ser no el amor por la
paz sino el resentimiento y el odio hacia Estados Unidos. En Latinoamérica, esa
movilización fue marginal y estuvo prácticamente confinada a los sectores de la
izquierda más radicalizada, aunque en los últimos días el apoyo de Estados
Unidos a la invasión israelí a la Franja de Gaza y la feroz masacre de civiles
ha revivido un sentimiento antinorteamericano que parecía haberse desvanecido.
Ese cambio de actitud hacia Estados Unidos
reconoce dos razones, una pragmática y otra del orden de los principios. Los
latinoamericanos que conservan el sentido común entienden que por razones
geográficas, económicas y estratégicas, las relaciones comerciales fluidas y
sólidas con Estados Unidos son indispensables para nuestro desarrollo. Además,
la política exterior norteamericana, en vez de apoyar a las dictaduras, como
hacía en el pasado, ahora apoya sistemáticamente a las democracias y rechaza
las tendencias autoritarias. Eso ha contribuido ostensiblemente a reducir la
desconfianza y la hostilidad de las filas democráticas latinoamericanas frente
a su poderoso vecino del norte.
Ese acercamiento y esa colaboración son
cruciales para que Latinoamérica avance rápidamente en su lucha para eliminar
la pobreza y el subdesarrollo.
En los últimos años, este liberal que habla
ahora frente a ustedes se ha visto enredado con frecuencia en la controversia,
por defender una imagen real de Estados Unidos, que las pasiones y los
prejuicios políticos han deformado, en ocasiones, hasta el punto de la
caricatura. El problema que enfrentamos quienes intentamos combatir esos
estereotipos es que ningún país produce tanto material artístico e intelectual
antinorteamericano como el propio Estados Unidos -país natal, no olvidemos, de
Michael Moore, Oliver Stone y Noam Chomsky-, al punto que uno se pregunta si el
antinorteamericanismo es uno de esos astutos productos de exportación
fabricados por la C.I.A. para hacer posible que el imperialismo manipule
ideológicamente a las masas del Tercer Mundo.
Antes, el antinorteamericanismo era
especialmente popular en Latinoamérica, pero ahora se produce en algunos países
europeos, especialmente en aquellos que se aferran al pasado que ya fue, y que
se resisten a aceptar la globalización y la interdependencia de las naciones en
un mundo en el que las fronteras, antes sólidas e inexpugnables, se han vuelto
porosas y cada vez más difusas.
Por supuesto que no todo lo que pasa en
Estados Unidos es de mi agrado. Lamento, por ejemplo, que muchos estados
todavía apliquen ese horror que es la pena de muerte, al igual que muchas otras
cosas, como el hecho de que la represión está por encima de la persuasión en la
lucha contra las drogas, a pesar de las lecciones que dejó la Prohibición. Pero
en el balance de sumas y restas, creo que Estados Unidos es la democracia más
abierta y funcional del mundo, y la que tiene mayor capacidad de autocrítica,
que le permite renovarse y actualizarse más rápidamente en respuesta a los
desafíos y las necesidades de un contexto histórico en cambio. Es una
democracia que admiro justamente por lo que temía el profesor Samuel
Huntington: una formidable mezcla de razas, culturas, tradiciones y costumbres,
que han logrado coexistir sin matarse unas a otras, gracias a la igualdad ante
la ley y la flexibilidad de un sistema que hace lugar en su seno para la
diversidad, bajo el denominador común del respecto por la ley y por el otro.
En mi opinión, la presencia de 50 millones de
personas de origen latinoamericano en Estados Unidos no amenaza la cohesión
social o la integridad del país. Por el contrario, potencia a la nación,
aportando una corriente de vitalidad cultural de enorme energía, en la cual la
familia es un bien sagrado. Con su deseo de progreso, su capacidad de trabajo y
su aspiración al éxito, esa influencia latinoamericana será de gran provecho
para una sociedad abierta. Sin renegar de sus orígenes, esta comunidad se está
integrando con lealtad y cariño a este nuevo país, y forjando fuertes vínculos
entre las dos Américas. Y eso es algo de lo que puedo dar fe casi en carne
propia.
Cuando mis padres ya no eran jóvenes, se
convirtieron en dos de esos millones de latinoamericanos que emigraron a
Estados Unidos en busca de oportunidades que su país no les ofrecía. Vivieron
en Los Ángeles durante casi 25 años, ganándose la vida con sus manos, algo que
nunca habían tenido que hacer en Perú. Durante muchos años, mi madre fue obrera
textil en una fábrica llena de mexicanos y centroamericanos, entre los cuales
hizo excelentes amigos. Cuando murió mi padre, pensé que mi madre regresaría a
Perú, como él le había pedido. Pero ella decidió quedarse, vivir sola, e
incluso solicitó y obtuvo la ciudadanía estadounidense, algo que mi padre nunca
quiso hacer. Más tarde, cuando los achaques de la edad la obligaron a volver a
su tierra natal, siempre recordó Estados Unidos como su segunda patria, con
orgullo y gratitud. Para ella, nunca hubo incompatibilidad en sentirse peruana
y estadounidense al mismo tiempo: ni el menor atisbo de un conflicto de
lealtades. Y creo que el caso de mi madre no es excepcional, y que hay millones
de latinoamericanos que sienten lo mismo y que se transformarán en puentes
vivientes entre dos culturas de un continente que hace cinco siglos fue
integrado a la cultura occidental.
Tal vez este recuerdo sea más que una
evocación filial. Tal vez, en este ejemplo veamos un atisbo del futuro.
Soñamos, como suelen hacer los novelistas: un mundo libre de fanáticos,
terroristas y dictadores, un mundo de distintas razas, credos y tradiciones,
coexistiendo en paz gracias a la cultura de la libertad, en el que las
fronteras sean puentes que hombres y mujeres pueden cruzar en pos de sus
objetivos, y sin más obstáculo que su suprema y libre voluntad.
Entonces, ya no hará falta hablar de
libertad, porque será el aire que respiramos, y porque todos seremos
verdaderamente libres. El ideal de Ludwig von Mises de una cultura universal,
imbuida de respeto por la ley y por los derechos humanos, se habrá hecho
realidad.
Traducción de Jaime Arrambide
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