FELIPE GUERRERO |
Un conocido escritor chileno (Sebastián
Urrutia) afirma: «Uno tiene la obligación moral de ser responsable de sus
palabras e incluso de sus silencios. Los silencios ascienden al cielo y Dios
los oye, así que mucho cuidado con los silencios». Silencio es escribir sin
decir lo que se ve, silencio es justificar lo que no se puede justificar.
Silencio son las explicaciones sin fundamento, pero el miedo es la mayor forma
de silencio, porque cobardemente oculta la realidad.
Esta estación del Adviento
es un buen tiempo para recordar que
alrededor de los años treinta después de Cristo, en la Betania del otro
lado del Jordán, un joven predicador agitaba a la gente que se aproximaba al Mar Muerto. Frente al
estruendoso mensaje de aquel hombre, una comisión de sacerdotes y levitas
vinieron a interrogarlo, con las mismas preguntas que nos hacen a quienes
distantes del poder vivimos a la intemperie. Con la interpelación «¿Tú, quién
eres?» buscaban conocer su identidad. Aquel líder ofreció una enigmática
respuesta: «Yo soy la voz de uno que clama en el desierto»
El joven que se
llamaba a sí mismo «La voz de uno que clama en el desierto» era Juan el
Bautista que usaba las palabras del profeta Isaías. La frase resume lo que era
aquel líder: Era, ante todo una voz, un hombre con un mensaje. Ese mensaje
había de ser presentado en un singular escenario: en el desierto. Juan predicó
literalmente en un desierto físico; sin embargo, «el desierto» al cual se
refieren Isaías y Juan era más que piedras, arena y escorpiones; era el
desierto de las injusticias, de los atropellos, de la corrupción y de los
abusos del poder. Quienes vienen a interrogar,
a amedrentar y a intimidar son los representantes del poder religioso en
conchupancia con el corrompido poder político, pero la ilegal alianza no pudo
silenciar aquel estruendoso discurso de Juan que en las orillas del Jordán se
atrevió a ser una voz donde otras voces habían sido calladas.
Este Juan era un
hombre con cabello despeinado por el viento y con la piel quemada por el sol.
Su tosca vestimenta estaba hecha de pelo de camello, alrededor de su cintura
tenía un ancho cinto de cuero. Vivía de lo que producía la tierra, subsistiendo
a base de una dieta de miel y de vegetales, entre ellos el fruto del algarrobo
llamado langosta. El ambiente en que Juan vivió al comienzo de su vida fue el
escabroso terreno de Judea oriental. Allí aprendió la autodisciplina. A partir
de ese escenario, emergió la voz que proclamaba la «negación de sí mismo» para
transitar por un desierto en donde no hay halagos, ni prebendas, ni satisfacciones de poder.
Cuánta falta nos hace en esta hora que se eleven las voces cristianas capaces de denunciar las injusticias en estos desiertos venezolanos. Resulta buena esta estación del adviento, para elevar nuevos gritos de liberación. Necesitamos alzar la voz para que se oiga nuestro lamento, como un profundo deseo que nace desde lo más íntimo de la naturaleza de un ser humano.
En este adviento
estamos obligados a ser las voces que clamamos en el desierto para hablar en
nombre tantas familias despojadas, de tantos seres humanos que carecen de lo
elemental para subsistir, tenemos que ser la voz y el grito de la infancia ultrajada, grito de
tantos despojados de la dignidad del trabajo, un grito que quiere desprenderse
de la pesada losa de la miseria, de la
corrupción y de la guerra…
En este tiempo de
adviento, Dios emite alaridos ante la sordera el hombre y nosotros los
discípulos del Nazareno gritamos ante la dureza del corazón humano de los
poderosos.
En esta estación del
adviento, Juan desde el Jordán nos enseña a quejarnos y a reclamar a favor de
la dignidad de la persona. Los seguidores del Dios de la pesebrera estamos
obligados a gritar estruendosamente el mismo compromiso. En esta hora no está
permitido guardar silencio.
Sabe profundamente a
traición ver a cristianos con dones escondidos, con sabiduría ocultada, con
capacidades nobles que se retraen y no actúan porque están convencidas de que
su misión única es la de callar las grandes verdades. Cuántos gritos velados.
Dolor que se agazapa en el silencio incapaz de brotar al exterior y provocar el
reclamo de la ansiada justicia.
En estos desiertos de
la patria, hay silencios que oprimen pero que estamos obligados a romper para
ser libres. Acabar con el silencio que nos reprime es una tarea de todo aquel
que desee vivir una vida que valga la pena. Cuando callamos por miedo, el
silencio es solo una expresión de cobardía
La autocensura es un
acto de extremo acobardamiento, porque callar la verdad nos hace profundamente
mentirosos. En este adviento vamos a ser la voz que clama justicia, a fin de
evitar integrar la legión de los hombres que esconden su cobardía detrás de los
silencios.
El grito de
liberación es una exigencia de justicia. El grito de liberación es hacer el
milagro de darle voz a los mudos.
Felipe Guerrero
felipeguerrero11@gmail.com
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