JUAN CARLOS SOSA AZPÚRUA |
Cuando sucedieron los acontecimientos de
principios de año, me convencí a mi mismo que el proceso sería irreversible.
Sentí la calle como nunca antes, el pavimento sacó brazos y atrapó a nuestro
país con su fuerza. Miles y miles de jóvenes suspendieron su juventud para
conectarse con la tragedia de una nación que va olvidando lo que significa la
libertad.
El valor, la dignidad, el optimismo fueron
valores protagónicos, sembrándose en cada rincón de Venezuela. En los eternos
dieciséis años que lleva el apocalipsis chavista, nunca se había presenciado un
nivel de arrojo y valentía semejante. Aquí las premisas de la lucha dejaron de
sustentarse en asuntos coyunturales, gremiales, partidistas... para
concentrarse en el sentimiento que mueve a la historia universal: el impulso de
vida que lucha por su futuro.
La juventud venezolana asomó el rostro para
mostrarnos facciones curtidas en una época de privaciones, de traiciones y
desesperanza; un rostro demasiado sabio para ser portado por cuerpos
primaverales; pero allí estaban, firmes, ejemplares, decididos a entregar la
vida por sus ideales, por el sueño de libertad.
Nada fue más inspirador que esos meses,
porque siempre es motivo de alegría que salga el sol cuando se tiene una
eternidad padeciendo las penumbras. Y esos muchachos irradiaron la luz y el
calor de nuestra estrella orbital, porque bastaba acercarse a ellos para
impregnarse de energía vital, colmándonos de esperanza. Tanto fue su
influencia, que muchos de nosotros volvimos a apostarlo todo a Venezuela,
porque se hizo palpable que una juventud de ese calibre es una garantía fiel
que hace que la historia no termine, instando a tomar la pluma para escribir
las páginas en blanco de nuestro porvenir nacional.
Porvenir que luce para los tiranos y sus cómplices
como un libro insoportable, prohibido, que debe quemarse contra viento y marea.
Los tanques, fusiles, bombas y escudos no se hicieron esperar, tampoco las
estrategias para borrar sutilmente las pocas letras genuinas que comenzaban a
leerse.
La tinta que se escogió para tacharlo todo
fue roja, y para hacerlo lo más cruel que un régimen como este puede concebir,
el rojo fue sangre, la savia que corría por las venas de nuestros héroes
imberbes, esos maestros que nos enseñaron con sus sacrificios que la lucha es
algo serio, que las tiranías se confrontan con los más sagrado, porque es lo
más preciado lo que está en riesgo de perderse.
Cuando el rojo tiñó las calles con el DNA de
nuestra juventud, y las lágrimas de sus deudos taparon las cañerías, las botas
salpicadas de carne y sangre se acuartelaron, para darle paso a los borradores
sutiles de nuestro destino, los asistentes escultóricos de este infierno. Se
trata del universo político y mediático que se ha empeñado en imponer su cuento
de ilusiones dentro de la más cruda de las realidades. Son estos personajes los
artistas de lo "ecuánime", narradores fantásticos de pretensiones
mágicas, que además son escultores,
porque tercamente insisten en amasar el estiércol dictatorial para darle forma
democrática.
Y así pasaron los meses. Entre diálogos,
asambleas y viajes, shows y más shows, los brazos de la calle fueron
encadenados y la retórica de la mentira clavó su mágico cincel en el nuevo
mundo de la esperanza, con un plan perversamente cruel: convertir a nuestros
jóvenes guerreros en malandrines encapuchados; y su gesta heroica en un vulgar
atajo alocado de cuatro gatos conspiradores.
Mucho esfuerzo y dinero se invirtió en este
viejo truco. Activaron su radar y
cambiaron máscaras, esta vez buscando imprimirle la palabra "barrio"
al nuevo capítulo de su cuento. Afinaron
el cincel convertido en pluma, y rescataron a los sospechosos habituales, sus
personajes favoritos de la política, el periodismo, los gremios, la farándula y
el espectáculo, para hacer que su historia fantástica fuera leída por
todos. Y así sutilmente primero,
cínicamente después, el libro de la
realidad fue encerrado, y con candado, en el cuarto más oscuro de la
consciencia. El régimen y sus botas
podían descansar en paz porque sus asistentes camuflados hicieron el trabajo
completo, mejor que cualquier maestro.
Los rostros de nuestros muchachos
sacrificados se volvieron extraños; sus ojos y sonrisas, inmortalizados en
fotos que rompen corazones, incomodaban
cada día más, y tenían que borrarse, como sea, pero la orden era
borrarlos.
Y nada borra mejor la verdad que una mentira
repetida infinitas veces. Por eso el
infame carrusel electoral comenzó a dar vueltas otra vez, y su música se puso
al máximo nivel. El parque de la fantasía no solo se escribía, tenía que verse
como auténtico, y así el cuento escapó del libro para volverse realidad, una
pretensión de normalidad que se coló por todas las alcantarillas, hasta
explotarlas con su presión terca, una compulsión atávica que
"sisíficamente" materializa la tesis del eterno retorno.
Los personajes del cuento se vuelven a
encaramar en sus palestras y agudizan sus sentidos para que no se les escape
nada. La historia no se escribe en piedras porque se manipula a voluntad, y eso
lo tienen como premisa inolvidable los escritores de este cuento fantástico,
que persiguen con su insistencia irritar nuestros ojos hasta volvernos ciegos.
Ayer lo vimos representado en una metáfora
maldita. Se organizó un festival para
rendirle honor a la lectura, y nada más enaltecedor que la celebración de la
cultura y el ingenio. Durante una semana
la plaza de la Libertad - que es como merecidamente se bautizó a la de Altamira
- se vistió de literatura, para recordarnos que el libro es un artículo de
primera necesidad, aún en los tiempos más duros.
Pese unas ventas acordes con las crisis, el
evento respiraba saludablemente y qué bien que así fue. Pero acercándose el
ocaso de la feria, de la alcantarilla que esconde a los escultores mágicos se
escaparon unos duendes, con la tarea de cerrar el evento con un acto final que
lo cubriera todo con las páginas de su cuento.
Y convocaron para el espectáculo a lo mejor
de sus dos mundos: las botas ensangrentadas del régimen salieron de los
cuarteles para hacer presencia; en perfecta sintonía con sus extensiones light,
asistentes sutiles que tan servilmente les acompañan en su misión dictatorial,
los alquimistas del estiércol.
La excusa que consiguieron para esta
aparición repentina fue una manifestación pacífica de las voces que hablan el
idioma de los héroes. Sucedió entonces
la repetición en segundos de una triste historia de traición.
Como feria al fin que era, se logró representar
como si se tratara de un parque temático los acontecimientos vividos durante el
año en curso. Para el éxito de su
misión, aprovecharon que un grupo de jóvenes se acercó a la plaza para honrar
la memoria de los rostros que estos cuentistas desean que olvidemos. Se trataba de muchachos sanos, portando
banderas y símbolos de libertad, dignos representantes de esa juventud que nos
regresó la esperanza.
El régimen tiránico y sus colaboradores
(entre ellos los tontos útiles que nada ganan) no podían despreciar el momento
para encerrarlo en el cuarto oscuro, allí donde la verdad se esconde con
candado, y mantener la escena controlada con las letras hegemónicas de su
cuento.
Ordenaron desalojo de la plaza, y activaron
sus matrices de opinión, dándole vueltas a la rueda de su eterno retorno. La alquimia infernal, esa magia escultórica
transformada en narrativa cuentística, inundó las redes sociales con sus
trilladas historias tergiversadas, usando para ello a sus protagonistas
estelares, a los mejores vendedores de sus cuentos de camino, las sirenas
mágicas que cantan democracia en los mares dictatoriales.
Y así volvieron a "encapuchar" a
los héroes, insistiendo que sus rostros de dignos guerreros libertarios
pertenecen a malandrines descerebrados.
Cerraron el festival de lectura con su cuento fantástico, porque hasta
el mejor homenaje a la inmortalidad de los sacrificios juveniles tenía que ser
convertido por ellos en una mentira, un capítulo más en su cuento de camino.
Pero tapar el sol con un dedo es siempre un
ejercicio fútil. Y como dijimos, nuestros jóvenes libertarios irradian luz y
transmiten calor. Venezuela está golpeada, muy herida. Gracias a estos
muchachos, ayer la calle asomó otra vez sus manos, como si los brazos
estuvieran otra vez a punto de salir y hacer mutar al pavimento.
Nuestros jóvenes han entregado la vida en
esta lucha, y ese es el único libro que al final se leerá; por eso estamos
agradecidos, y nos sentimos comprometidos. No habrá cuento que borre estas
letras, que sí se sellarán en piedra.
Ahora toca ponerle el título a la obra y este
libro tendrá que llamarse Libertad... porque nada menos merecen los héroes de
nuestra historia venezolana.
Juan Carlos Sosa Azpurua
venezuelafenix@gmail.com
@jcsosazpurua
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