jueves, 27 de noviembre de 2014

JUAN CARLOS SOSA AZPÚRUA, FESTIVAL DE CUENTOS FALSOS E HISTORIAS REALES

JUAN CARLOS SOSA AZPÚRUA
Cuando sucedieron los acontecimientos de principios de año, me convencí a mi mismo que el proceso sería irreversible. Sentí la calle como nunca antes, el pavimento sacó brazos y atrapó a nuestro país con su fuerza. Miles y miles de jóvenes suspendieron su juventud para conectarse con la tragedia de una nación que va olvidando lo que significa la libertad. 

El valor, la dignidad, el optimismo fueron valores protagónicos, sembrándose en cada rincón de Venezuela. En los eternos dieciséis años que lleva el apocalipsis chavista, nunca se había presenciado un nivel de arrojo y valentía semejante. Aquí las premisas de la lucha dejaron de sustentarse en asuntos coyunturales, gremiales, partidistas... para concentrarse en el sentimiento que mueve a la historia universal: el impulso de vida que lucha por su futuro.

La juventud venezolana asomó el rostro para mostrarnos facciones curtidas en una época de privaciones, de traiciones y desesperanza; un rostro demasiado sabio para ser portado por cuerpos primaverales; pero allí estaban, firmes, ejemplares, decididos a entregar la vida por sus ideales, por el sueño de libertad. 

Nada fue más inspirador que esos meses, porque siempre es motivo de alegría que salga el sol cuando se tiene una eternidad padeciendo las penumbras. Y esos muchachos irradiaron la luz y el calor de nuestra estrella orbital, porque bastaba acercarse a ellos para impregnarse de energía vital, colmándonos de esperanza. Tanto fue su influencia, que muchos de nosotros volvimos a apostarlo todo a Venezuela, porque se hizo palpable que una juventud de ese calibre es una garantía fiel que hace que la historia no termine, instando a tomar la pluma para escribir las páginas en blanco de nuestro porvenir nacional.

Porvenir que luce para los tiranos y sus cómplices como un libro insoportable, prohibido, que debe quemarse contra viento y marea. Los tanques, fusiles, bombas y escudos no se hicieron esperar, tampoco las estrategias para borrar sutilmente las pocas letras genuinas que comenzaban a leerse. 

La tinta que se escogió para tacharlo todo fue roja, y para hacerlo lo más cruel que un régimen como este puede concebir, el rojo fue sangre, la savia que corría por las venas de nuestros héroes imberbes, esos maestros que nos enseñaron con sus sacrificios que la lucha es algo serio, que las tiranías se confrontan con los más sagrado, porque es lo más preciado lo que está en riesgo de perderse. 

Cuando el rojo tiñó las calles con el DNA de nuestra juventud, y las lágrimas de sus deudos taparon las cañerías, las botas salpicadas de carne y sangre se acuartelaron, para darle paso a los borradores sutiles de nuestro destino, los asistentes escultóricos de este infierno. Se trata del universo político y mediático que se ha empeñado en imponer su cuento de ilusiones dentro de la más cruda de las realidades. Son estos personajes los artistas de lo "ecuánime", narradores fantásticos de pretensiones mágicas,  que además son escultores, porque tercamente insisten en amasar el estiércol dictatorial para darle forma democrática.

Y así pasaron los meses. Entre diálogos, asambleas y viajes, shows y más shows, los brazos de la calle fueron encadenados y la retórica de la mentira clavó su mágico cincel en el nuevo mundo de la esperanza, con un plan perversamente cruel: convertir a nuestros jóvenes guerreros en malandrines encapuchados; y su gesta heroica en un vulgar atajo alocado de cuatro gatos conspiradores. 

Mucho esfuerzo y dinero se invirtió en este viejo truco.  Activaron su radar y cambiaron máscaras, esta vez buscando imprimirle la palabra "barrio" al nuevo capítulo de su cuento.  Afinaron el cincel convertido en pluma, y rescataron a los sospechosos habituales, sus personajes favoritos de la política, el periodismo, los gremios, la farándula y el espectáculo, para hacer que su historia fantástica fuera leída por todos.  Y así sutilmente primero, cínicamente después,  el libro de la realidad fue encerrado, y con candado, en el cuarto más oscuro de la consciencia.  El régimen y sus botas podían descansar en paz porque sus asistentes camuflados hicieron el trabajo completo, mejor que cualquier maestro. 

Los rostros de nuestros muchachos sacrificados se volvieron extraños; sus ojos y sonrisas, inmortalizados en fotos que rompen corazones,  incomodaban cada día más, y tenían que borrarse, como sea, pero la orden era borrarlos. 

Y nada borra mejor la verdad que una mentira repetida infinitas veces.  Por eso el infame carrusel electoral comenzó a dar vueltas otra vez, y su música se puso al máximo nivel. El parque de la fantasía no solo se escribía, tenía que verse como auténtico, y así el cuento escapó del libro para volverse realidad, una pretensión de normalidad que se coló por todas las alcantarillas, hasta explotarlas con su presión terca, una compulsión atávica que "sisíficamente" materializa la tesis del eterno retorno.

Los personajes del cuento se vuelven a encaramar en sus palestras y agudizan sus sentidos para que no se les escape nada. La historia no se escribe en piedras porque se manipula a voluntad, y eso lo tienen como premisa inolvidable los escritores de este cuento fantástico, que persiguen con su insistencia irritar nuestros ojos hasta volvernos ciegos.

Ayer lo vimos representado en una metáfora maldita.  Se organizó un festival para rendirle honor a la lectura, y nada más enaltecedor que la celebración de la cultura y el ingenio.  Durante una semana la plaza de la Libertad - que es como merecidamente se bautizó a la de Altamira - se vistió de literatura, para recordarnos que el libro es un artículo de primera necesidad, aún en los tiempos más duros.  

Pese unas ventas acordes con las crisis, el evento respiraba saludablemente y qué bien que así fue. Pero acercándose el ocaso de la feria, de la alcantarilla que esconde a los escultores mágicos se escaparon unos duendes, con la tarea de cerrar el evento con un acto final que lo cubriera todo con las páginas de su cuento.  

Y convocaron para el espectáculo a lo mejor de sus dos mundos: las botas ensangrentadas del régimen salieron de los cuarteles para hacer presencia; en perfecta sintonía con sus extensiones light, asistentes sutiles que tan servilmente les acompañan en su misión dictatorial, los alquimistas del estiércol.
  
La excusa que consiguieron para esta aparición repentina fue una manifestación pacífica de las voces que hablan el idioma de los héroes.  Sucedió entonces la repetición en segundos de una triste historia de traición.

Como feria al fin que era, se logró representar como si se tratara de un parque temático los acontecimientos vividos durante el año en curso.  Para el éxito de su misión, aprovecharon que un grupo de jóvenes se acercó a la plaza para honrar la memoria de los rostros que estos cuentistas desean que olvidemos.  Se trataba de muchachos sanos, portando banderas y símbolos de libertad, dignos representantes de esa juventud que nos regresó la esperanza.

El régimen tiránico y sus colaboradores (entre ellos los tontos útiles que nada ganan) no podían despreciar el momento para encerrarlo en el cuarto oscuro, allí donde la verdad se esconde con candado, y mantener la escena controlada con las letras hegemónicas de su cuento. 

Ordenaron desalojo de la plaza, y activaron sus matrices de opinión, dándole vueltas a la rueda de su eterno retorno.  La alquimia infernal, esa magia escultórica transformada en narrativa cuentística, inundó las redes sociales con sus trilladas historias tergiversadas, usando para ello a sus protagonistas estelares, a los mejores vendedores de sus cuentos de camino, las sirenas mágicas que cantan democracia en los mares dictatoriales. 

Y así volvieron a "encapuchar" a los héroes, insistiendo que sus rostros de dignos guerreros libertarios pertenecen a malandrines descerebrados.  Cerraron el festival de lectura con su cuento fantástico, porque hasta el mejor homenaje a la inmortalidad de los sacrificios juveniles tenía que ser convertido por ellos en una mentira, un capítulo más en su cuento de camino.

Pero tapar el sol con un dedo es siempre un ejercicio fútil. Y como dijimos, nuestros jóvenes libertarios irradian luz y transmiten calor. Venezuela está golpeada, muy herida. Gracias a estos muchachos, ayer la calle asomó otra vez sus manos, como si los brazos estuvieran otra vez a punto de salir y hacer mutar al pavimento. 

Nuestros jóvenes han entregado la vida en esta lucha, y ese es el único libro que al final se leerá; por eso estamos agradecidos, y nos sentimos comprometidos. No habrá cuento que borre estas letras, que sí se sellarán en piedra.

Ahora toca ponerle el título a la obra y este libro tendrá que llamarse Libertad... porque nada menos merecen los héroes de nuestra historia venezolana.

Juan Carlos Sosa Azpurua
venezuelafenix@gmail.com
@jcsosazpurua


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