ANDRÉS HOYOS |
A las artes y a quienes de un modo u otro nos
dedicamos a ellas les ha ido mal en tiempos del conflicto. El porqué no es
demasiado misterioso.
Una sociedad sometida durante décadas a un
ejercicio creciente de violencia política organizada puede tener varios
destinos, casi ninguno apetitoso. O se impone un bando y extermina al contrario
—esto no pasó en Colombia, pero habría podido pasar, al igual que pasó en
Camboya— o hay un equilibrio cambiante de muertos que van y vienen hasta que
uno de los dos bandos obtiene una ventaja estratégica, como la obtuvo aquí el
Estado en los últimos doce años. En el proceso es inevitable que la sociedad se
polarice y que esa polarización imponga las prioridades. Porque hay que
defenderse y atacar, hay que reclutar para la causa, hay que animar a los
combatientes, hay que minimizar la incertidumbre, hay que desecar los pantanos.
El conflicto activa de esa manera los clásicos mecanismos de defensa sociales
que excluyen la variedad. El grueso de la gente prefiere que no le cuenten
demasiado lo que pasa, pues los cuentos suelen ser, como lo han sido en nuestro
país, atroces.
Se entiende, por lo tanto, que las élites
colombianas se hayan afiliado durante todos estos años a las versiones más
tímidas de la responsabilidad social empresarial, que no son otra cosa que una
reelaboración de la vieja caridad cristiana. La idea con ellas es cubrirse en
salud, reducir los riesgos y evitar las polémicas. Los presupuestos para
cualquier otra cosa —lo hemos visto— se evaporan con facilidad.
Las artes son por definición zona de riesgo,
en las que la libertad y lo imprevisible son necesarios. Las artes suelen
tener, además, un sesgo político hacia la izquierda, que en nuestro caso las ha
tornado sospechosas para el establecimiento. Las artes dependen para su salud
de que se active la tradición crítica, la cual tampoco es bienvenida durante un
conflicto. ¿Cómo así que las cosas no son blancas y negras, cómo así que hay
otras explicaciones posibles y que el lío es más complejo de lo que yo pienso?
El conflicto induce al maniqueísmo: sus actores no quieren ver los distintos
lados de las cosas, no quieren explorar las contradicciones, no quieren
heterodoxias, no quieren que unos alzaprimados les lleven la contraria.
Ahora bien, si usted ha visto a los artistas
de variado cuño apostándole a la paz no es sólo porque en territorios
artísticos la violencia cruda sea mal vista. También, supone uno, es porque
vislumbran que el papel de las artes podría potenciarse en forma tremenda en el
posconflicto y, en general, en una sociedad en la que la violencia sistemática
esté controlada. Las artes, conviene aclararlo, no son ajenas al conflicto; son
ajenas a la tentación de resolverlo a los balazos. Las artes permiten que las
tensiones de la sociedad transiten por caminos distintos de los que marca el
desangre puro y duro.
Que nadie espere en adelante unas artes
domesticadas y edulcoradas, porque es casi seguro que el conflicto que hemos
vivido se recreará con gran intensidad en el futuro. Así ha pasado en otras
partes. La paradoja es que el conflicto lleva a la gente a situaciones
extremas, lo que aporta al artista material irresistible, si bien es muy
difícil elaborar ese material en medio de la ansiedad y del miedo.
En fin, la paz sería una magnífica noticia
para las artes en Colombia. Ojalá no se queme a última hora en la puerta del
horno macabro.
Andres
Hoyos
@andrewholes
Elespectador.com
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