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"La vida no es más que una sombra en marcha; un mal actor que se pavonea y se agita una hora en el escenario y después no vuelve a saberse de él: es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no significa nada" Macbeth, 5to acto, escena 5
De allí su inevitabilidad. El
Poder, cuando impera la ley de la selva de dictaduras y tiranías, reclama
sangre. Dictador o tirano, poco importan los medios y razones que lo
encumbraron a las alturas, que no esté
dispuesto a verterla, está condenado al fracaso. Que suele saldarse con la
pérdida de la propia vida. De allí que el tirano, el más poderoso e implacable
asesino potencial de que se tenga memoria, se aterrorice ante la sola idea de
su propia muerte y no trepide en provocar la de quien sospeche será su enemigo
mortal. Detrás de todo dictador se esconde Macbeth, el usurpador y asesino
capaz de entintar un océano con la sangre derramada por sus víctimas. He aquí
el perfil de Koba, como fuera llamado Stalin, el asesino intelectual de Kirov,
en su juventud: “atracos a bancos, actos de extorsión y protección mafiosa,
actividades incendiarias, piratería, asesinato: en una palabra el gangsterismo
político que tanto impresionó a Lenin y que enseñó a Stalin unas habilidades
que tan valiosas se revelarían más tarde en la jungla política de la Unión
Soviética” (El joven Stalin, la historia secreta de un revolucionario, Simón
Sebag Montefiore, Memoria Crítica, Barcelona, 2008, pág. 16.). Lo que pocos
saben es que, además de matón, era un intelectual. De allí la fascinación que
ejerciera sobre Lenin.
Una extraña y recíproca fascinación
encadenó las vidas paralelas de Adolf Hitler, el semi dios germano, y Iosef
Stalin, “el más esquivo y fascinantes de los titanes del siglo XX”. Se sabían
revolucionarios feroces, implacables, asesinos, despóticos, crueles y malvados.
Sentían el mismo desprecio visceral por el liberalismo y las democracias,
débiles y decadentes formas de convivencia social. Y llevados por el furor de
sus ambiciones totalitarias provocaron las matanzas más sangrientas de la
historia moderna. A la devastadora acción por ellos desencadenada se deben más
de cien millones de víctimas mortales, las hambrunas y el horror sistemático de
la Shoah y el Archipiélago Gulag. Su mortal enemistad se debió a una vieja
razón que une la política con la astronomía: el sol no acepta competencias.
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El 1 de diciembre de 1934, a seis
meses de vivirse en Alemania la siniestra Noche de los Cuchillos Largos, que
apartara del camino de Adolf Hitler mediante un brutal asesinato colectivo a
los sectores revolucionarios más radicales del nacionalsocialismo, el Estado Mayor de las SA, era asesinado en
el Palacio Smolny, conocido mundialmente como “Palacio de Invierno”, teatro en
que se librara el primer acto de la revolución rusa en 1905, sede del Soviet de
Petrogrado bajo la presidencia de Trotsky y luego asiento del congreso de
Leningrado, el líder máximo de los comunistas de Leningrado, Sérguei Kirov.
Kirov era, sin lugar a dudas, el segundo hombre más importante del Partido
Comunista de la Unión Soviética (PCUS), disfrutaba de una avasallante popularidad
y acababa de ser electo como miembro titular del Comité Central del PCUS con
tan solo 3 votos en contra. Un resultado humillante para el secretario general
del partido y líder máximo de la Unión Soviética, dueño y señor de todas las
Rusias y tan poderoso como lo fuera el Zar Pedro el Grande, el georgiano Iosef
Stalin, que también había sido electo, pero con 300 votos en contra.
Era una diferencia capital, pues el
fervoroso respaldo a Kirov suponía el reconocimiento a su talante conciliador,
sabido de todos que se oponía a la persecución desatada por Stalin contra la
vieja guardia bolchevique y propugnaba una vía más democrática y cercana a la
de Lenin en el desarrollo de la revolución, que pasaba por uno de sus más
críticos momentos. Coronaba una brillante carrera en el interior del partido
asumiendo la dirección de la ciudad más importante de la Unión Soviética. Se
había negado a trasladarse a Moscú, adonde lo invitara Stalin para mantenerlo
bajo control, lo que ahondaría la desconfianza del “Padrecito”, y se aprestaba
a darle a conocer a sus ciudadanos una noticia de gran importancia, como era
ordenar la suspensión del racionamiento de pan y otros alimentos esenciales,
liberalizando la economía y contribuyendo a aliviar las graves penurias por las
que había pasado la población soviética, mermada durante la economía de guerra
decidida por Lenin y llevada a la práctica con ferocidad implacable por Stalin,
provocando las temibles “hambrunas”, millones y millones de campesinos pobres y
obreros muertos literalmente del hambre.
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Las pruebas acusatorias contra
Stalin como inductor directo del asesinato de Kirov fueron aplastantes: la
mañana del 1 de diciembre de 1934 había desaparecido la guardia de seguridad
del palacio Smolny, centro del poder bolchevique en Leningrado, lo que le
permitió al asesino, Leonidas Nikolayev, un modesto obrero comunista,
hambriento y desempleado provisto de documentos de identidad como militante
bolchevique, pasearse a sus anchas por el desierto edificio, ocultarse en un
baño, ver pasar a Kirov hasta su despacho, seguirlo y dispararle en la nuca con
un revolver provisto por el partido, sin encontrar el menor obstáculo. El
chofer y guardaespaldas de Kirov, un hombre débil y enfermo incapaz de cumplir
su tarea de espaldero, fue convocado de urgencia por Stalin, que se trasladara
desde Moscú para dirigir personalmente las investigaciones – para someterlo a
un interrogatorio, encontrando la muerte en un extraño accidente mientras
conducía su destartalado camión por las pésimas carreteras a las que se
adentrara. Pocos dudaron de la responsabilidad de Stalin y sus hombres en esa
extraña y oportuna muerte.
Pero tan eximio en el arte de la
manipulación, la intriga y las conspiraciones como su par Adolfo Hitler, Stalin
aprovecharía el suceso para achacarle el asesinato a la oposición trotskista,
al ultra izquierdismo y a la derecha conservadora de las guardias blancas
utilizando la muerte y las honras fúnebres del popular líder como pretexto para
una avalancha de persecución y asesinatos sin precedentes. Fusilado Nikolayev y
asesinados su esposa y todos los miembros de su familia, así como los
eventuales testigos de los hechos, como el guardaespaldas de Kirov, procedió
Stalin a enfilarlas contra sus viejos camaradas Kámenev y Zinoviev, con los que
en su momento se aliara formando la temible Troika con que sacara del camino a
Trotsky e iniciar la farsa judicial más ominosa de la historia contemporánea,
los llamados “procesos espectáculos de Moscú”. Amparado en la justificación
oficial ordenó detener a Lev Kámenev, Grigori Zinóviev, y a otros catorce
líderes soviéticos, que luego fueron juzgados en un juicio público y ejecutados
en 1936. Durante los juicios espectáculos lo más selecto y distinguido del liderazgo
bolchevique se auto inculpó de crímenes inexistentes, al extremo que al cabo de
dichos juicios sólo en Leningrado habrían sido arrestadas o ejecutadas más de
cien mil personas. Una farsa que no culminaría hasta que seis años después un
comunista catalán, Ramón Mercader, penetrara el círculo íntimo de Trotsky en
México y lo asesinara con un certero golpe de piolet.
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Un cuarto de siglo después de estos
cruentos sucesos, muerto Stalin y abiertos algunos resquicios de libertad en la
implacable tiranía bolchevique, el mundo se enteraría por boca de uno de sus
protagonistas, Nikita Kruschev, de parte importante de toda esta tramoya
siniestra. Tímidamente primero y convertido en avalancha después, el horrendo
terror del estalinismo soviético rompería todas las barreras, provocaría una
grave fisura en el aparato burocrático, impondría la llamada Glasnot o
transparencia y la parafernalia totalitaria se vendría abajo por su propio
peso. Cuyo resultado final fuera la caída del muro de Berlín y la desaparición
de la Unión Soviética misma y su bloque de poder neocolonial.
Ya
abundan los testimonios de ese período siniestro de la historia del comunismo
mundial, reverso de la medalla del nazismo hitleriano, de entre los cuales
recomiendo la lectura de Stalin, una biografía, de Robert Service, Stalin,
breaker of Nations y El asesinato de Kirov, de Robert Conquest, La corte del
Zar Rojo, de Simón Sebag Montefiore y una maravillosa versión novelada de la
vida y asesinato de Trotsky del novelista cubano Leonardo Padura, El hombre que
amaba a los perros. Valga señalar que en todos estos casos de asesinatos
políticos como el de Röhm por Hitler y el de Kirov, por Stalin, víctima y
victimario estuvieron profundamente emparentados. Las víctimas sirvieron con lealtad
y devoción a sus victimarios, hasta que se convirtieron en un peligro para su
sobrevivencia. Como lo fuera inmediatamente después el asalto al Poder por la
camarilla de Fidel Castro el carismático comandante Cienfuegos, desaparecido
inexplicablemente y para siempre de los cielos cubanos, el comandante Huber
Matos, enterrado en las mazmorras castristas durante 20 años y el comandante
Arnaldo Ochoa Sánchez, héroe de Ogaden y máxima estrella en el firmamento de
los “dulces guerreros cubanos”, al igual que su íntimo amigo y compañero, el
comandante Tony de la Guardia. Castro ordenó sus asesinatos políticos,
travestidos de juicio moral y faramalla jurídica, cuando viera que la
popularidad de Ochoa Sánchez ante un pueblo desesperado por sus carencias y su
cercana amistad con el liderazgo de la Perestroika podía sacarlo del juego.
Es el fin que les espera a todas las revoluciones – grandes o pequeñas, falsas o verdaderas, trascendentes u oprobiosas: terminar en el estercolero de la traición, el odio, la venganza y la muerte. Detrás de todo asesinato político de estas magnitudes late Macbeth, el monarca asesino. También en estas miserables latitudes, las del fascismo tropical. Todas terminan transitando el espinoso y empedrado camino del horror.
Antonio
Sanchez Garcia
sanchezgarciacaracas@gmail.com
@Sangarccs
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