Acción Democrática cumplió 73 años. Una cifra
nada despreciable. Menos aún si se trata del que todavía, históricamente
hablando, puede considerarse el partido político más influyente en lo que, para
bien o para mal, ha sido el destino de Venezuela desde mediados del siglo XX.
Es cierto que para construir la democracia,
su más grande logro, AD estuvo acompañado por Copei, URD y el PCV. Pero con el
tiempo URD se convirtió en olvido y el PCV, luego de la aventura guerrillera,
en equivocación histórica. Sus hijos, el MAS y La Causa R, fueron aves de corto
vuelo.
Copei, ya lo sabemos, terminó mimetizándose
con el partido al que hacía contrapeso. Al final no se sabía a ciencia cierta
si Herrera Campins, con su refranero y sus trajes de Juan Bimba posmoderno, era
adeco. O si Carlos Andrés Pérez, con sus modos neoliberales y el aire docto de
sus ministros IESA, copeyano.
Cuando digo que AD es “todavía” el partido
político más influyente en la historia contemporánea no estoy desestimando el
peso específico del PSUV. Pero resulta que el PSUV no es exactamente un partido.
No es una confluencia de activistas en torno a una ideología, sino el resultado
de un movimiento de culto aluvional en torno a la figura y las emociones de un
solo hombre, un militar golpista y carismático, en donde conviven apretujadas
las más disímiles trayectorias personales.
El PSUV es como esos camiones compactadores
de basura en el que tienen que aplastarse para que se amalgamen y ocupen poco
espacio ex urredistas ricos; marxistas dogmáticos; nacionalistas de derecha;
militaristas golpistas monotemáticos; izquierdistas de la Liga Socialista, el
CLP y Ruptura; figuras menores del MAS y el MIR; o viajeros que han pasado en
una sola carrera de las filas de AD a las del MEP, y de allí a La Causa R,
luego al PPT, antes de llegar a la olla de grillos roja.
Además, aún es muy temprano para evaluar si
el partido que reza a Chávez va a generar una transformación equivalente en su
trascendencia a la de AD conduciendo la instauración de la democracia o si, más
bien, su tarea es enterrar al ciclo histórico iniciado por “el partido del
pueblo” y abrirle paso a una nueva era.
Es lo que parece indicar la realidad. Que no
estamos ante el nacimiento de algo nuevo sino al final del modelo político y de
sociedad que sustituyó al militarismo de la primera mitad del siglo XX.
Retóricas guevaristas aparte, el chavismo –es una interpretación– no sería otra
cosa que la enfermedad mortal, los últimos estertores de la degradación del
modelo democrático iniciado en 1945. Su síntoma fundamental es haber llevado a
niveles grotescos los cuatro males que la democracia bipartidista no superó –el
rentismo, el estatismo, el populismo y el presidencialismo– añadiéndoles el
autoritarismo militar, el retorno al pasado que estuvo hibernando pero no
murió.
AD y Copei se suicidaron. O casi. Cuando
Chávez comenzó su primera campaña electoral, ya estaban fuera, habían perdido
la fe de sus electores. De la era de los grandes entusiasmos –el voto
universal, los gobiernos civiles, el Guri, el puente sobre el lago, la reforma
agraria, el Metro– habían pasado al campo enfangado del Viernes Negro, las
autopistas eternamente inconclusas, Blanca Ibáñez, Recadi, el golpe del 92 y la
escena final de Caldera como Saturno devorando a sus hijos, y las élites
judiciales y políticas, incluido AD, devorándose a Pérez.
AD salió de juego, pero nunca le ofreció, ni
le ha ofrecido, al país una explicación certera de lo que pasó. No digo un mea
culpa flagelante ni una autocrítica desgarrada. Hablo de algo así como una
explicación pedagógica, digamos que una teoría adeca de la debacle que,
acompañada de una épica de la construcción de la democracia, permitiera poner
orden y compensar el trabajo sistemático de desvalorización del aporte de los
civiles al desarrollo nacional emprendido por el chavismo. AD no supo cobrar lo
bueno, ni presentar disculpas por lo malo. Y eso, la explicación negada y la
ilusión perdida, son parte de la deuda blanca con el país.
Tulio Hernández
hernandezmontenegro@cantv.net
@tulioehernandez
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