“Un cielo tan sucio no se aclara sin una
tempestad”. (William Shakespeare)
“Un hombre vendía
gritos y palabras, y le iba bien, aunque encontraba mucha gente que discutía
los precios y solicitaba descuentos. El hombre accedía casi siempre, y así pudo
vender muchos gritos de vendedores callejeros, algunos suspiros que le
compraban señoras rentistas, y palabras para consignas, eslóganes, membretes y
falsas ocurrencias.
Por fin el hombre
supo que había llegado la hora y pidió audiencia al tiranuelo del país, que se
parecía a todos sus colegas y lo recibió rodeado de generales, secretarios y
tazas de café. Vengo a venderle sus últimas palabras dijo el hombre. Son muy
importantes porque a usted nunca le van a salir bien en el momento, y en cambio
le conviene decirlas en el duro trance para configurar fácilmente un destino
histórico retrospectivo. Traducí lo que dice mando el tiranuelo a su
interprete. Habla en argentino, Excelencia. ¿En argentino? ¿Y por qué no
entiendo nada? Usted ha entendido muy bien dijo el hombre. Repito que vengo a
venderle sus últimas palabras.
El tiranuelo se puso
en pie como es de práctica en estas circunstancias, y reprimiendo un temblor,
mandó que arrestaran al hombre y lo metieran en los calabozos especiales que
siempre existen en esos ambientes gubernativos. Es lástima dijo el hombre
mientras se lo llevaban. En realidad usted querrá decir sus últimas palabras
cuando llegue el momento, y necesitará decirlas para configurar fácilmente un
destino histórico retrospectivo. Lo que yo iba a venderle es lo que usted
querrá decir, de modo que no hay engaño. Pero como no acepta el negocio, como
no va a aprender por adelantado esas palabras, cuando llegue el momento en que
quieran brotar por primera vez y naturalmente, usted no podrá decirlas. ¿Por
qué no podré decirlas, si son las que he de querer decir? pregunto el tiranuelo
ya frente a otra taza de café. Porque el miedo no lo dejará dijo tristemente el
hombre. Como estará con una soga al cuello, en camisa y temblando de frío, los
dientes se le entrechocaran y no podrá articular palabra. El verdugo y los
asistentes, entre los cuales habrá alguno de estos señores, esperarán por
decoro un par de minutos, pero cuando de su boca brote solamente un gemido
entrecortado por hipos y súplicas de perdón (porque eso si lo articulará sin
esfuerzo) se impacientarán y lo ahorcarán.
Muy indignados, los
asistentes y en especial los generales, rodearon al tiranuelo para pedirle que
hiciera fusilar inmediatamente al hombre. Pero el tiranuelo, que estaba pálido
como la muerte, los echó a empellones y se encerró con el hombre, para comprar
sus últimas palabras.
Entretanto, los
generales y secretarios, humilladísimos por el trato recibido, prepararon un
levantamiento y a la mañana siguiente prendieron al tiranuelo mientras comía
uvas en su glorieta preferida. Para que no pudiera decir sus últimas palabras
lo mataron en el acto pegándole un tiro. Después se pusieron a buscar al
hombre, que había desaparecido de la casa de gobierno, y no tardaron en
encontrarlo, pues se paseaba por el mercado vendiendo pregones a los
saltimbanquis. Metiéndolo en un coche celular, lo llevaron a la fortaleza, y lo
torturaron para que revelase cuales hubieran podido ser las últimas palabras
del tiranuelo. Como no pudieron arrancarle la confesión, lo mataron a
puntapiés.
Los vendedores
callejeros que le habían comprado gritos siguieron gritándolos en las esquinas,
y uno de esos gritos sirvió más adelante como santo y seña de la
contrarrevolución que acabó con los generales y los secretarios. Algunos, antes
de morir, pensaron confusamente que todo aquello había sido una torpe cadena de
confusiones y que las palabras y los gritos eran cosa que en rigor pueden
venderse pero no comprarse, aunque parezca absurdo.
Y se fueron pudriendo
todos, el tiranuelo, el hombre y los generales y secretarios, pero los gritos
resonaban de cuando en cuando en las esquinas. (Cuento sin Moraleja, de Julio
Cortazar).
Ubicando algunas
pistas…
¿En Venezuela el
tramposo vive más felizmente que el hombre íntegro?
¿Es vedad que los
criminales al morir se van al infierno y los virtuosos al cielo para compensar
esta injusticia? Con este y algunos otras inferencias se condensa prácticamente
toda la historia escatológica de la humanidad, y teniendo en cuenta que cada
cultura difiere en su interpretación de lo que es el cielo o el infierno, pero
nunca lo hacen en asociar al cielo con
algo placentero y al infierno con los dolores. Lamentablemente para la salud de
los sistemas religiosos basados en este principio, y afortunadamente para todos
nosotros, seamos criminales o honrados, un análisis detallado de los placeres y
dolores experimentados en toda la historia de la humanidad por individuos de
buen o mal talante parece decirnos que, al revés de lo que muchos suponen, los
buenos tienden a ser más felices que los malos. La ilusión de que ocurre lo
contrario se debe, según mi punto de vista, a que para evaluar si un hombre es
más feliz que otro tendemos a la ecuación Haar los placeres y dolores de cada
uno según nuestro propio gusto y no según una escala objetiva. Si, por ejemplo,
a nosotros nos agradan por demás los bienes materiales, tenderemos a creer que
cuanto más rico es un hombre más feliz vive, y como es a todas luces evidente
que las personas adineradas no son muy compasivas que digamos, sacamos de aquí
la errónea conclusión de que los malos tienden a ser felices cuando en realidad
deberíamos concluir sencillamente que los malos tienden a ser ricos, o al menos
a desear la riqueza. Y así con cualquier otro placer subjetivizado. Es evidente
que a muchos nos fascina tomar sol; y muchas veces, viendo en una templada
mañana la figura de un gato asoleándose sin preocupaciones en el techo de una
casa vecina, nos hubiese asaltado la idea de que el felino era el ser más feliz
del mundo en ese momento; no comprendiendo yo que hay cosas (aunque no muchas)
más placenteras que esa, y que aunque tomar sol sea gratificante, no es
correcto suponer que lo que yo siento tomándolo es algo parecido a lo que
sienten los gatos, por más ronroneo que produzcan. Ellos podrán sentir cierto
goce al tomar sol, pero hasta ahí llegan, no pasa de ser algo puramente
sensitivo; para convertirlo en felicidad se necesita espiritualismo, o sea
pasión y razón, cosas éstas que ellos tienen en forma muy precaria, por lo que
no pueden sentir lo que yo cuando tomo sol. Asimismo, quien ama lo material, y
por más que opinen lo contrario los opulentos de la new age, quien lo hace se
aleja proporcionalmente de lo místico, y entonces la fruición que se puede
apreciar en la riqueza es ínfimo comparado con los placeres que descubren los
que viven y desean vivir en equilibrio. Pero los placeres sensitivos se dejan
ver por los demás, y los placeres que derivan de la posesión de objetos, si
bien no se dejan ver tan fácilmente, se deducen por la visión de los objetos
mismos, mientras que los placeres espirituales suelen esconderse a la vista de
los extraños de modo que éstos pueden llegar a suponer su inexistencia en tal o
cual individuo. Primero vemos a un hombre comiendo y bebiendo hasta saturarse
con los más refinados platos y bebidas espirituosas, y encima acompañado de una
voluptuosa señorita y con un Land Rover esperándolo en la calle; luego vemos a
un latero que sonríe. Nos parecerá obvio que el primer sujeto es más feliz que
el segundo, y esto es así porque en el primero percibimos claras señales de que
está gozando de sus sentidos y de sus posesiones, mientras que al segundo sólo
le contamos una tibia sonrisa que poco nos informa de su condición. Y aunque ni
siquiera esté sonriendo, aunque lo veamos serio y con la mirada fija, ¿no
podría suceder que nuestro vago este justo en medio de un éxtasis espiritual
tan placentero como mil orgasmos superpuestos en una única relación sexual?
Podría suceder, pero nosotros no lo advertimos, y entonces seguimos pensando
que el personaje de la Land Rover es más dichoso que aquel trastornado vestido
con harapos. Así es como ha razonado siempre la humanidad; y a este juicio
incompleto, como toda especulación que utilice sólo la observación y la
experiencia para fundamentarse, a esta reflexión debemos la alterada conclusión
de que los malos son más felices que los buenos aquí en la tierra. Pero ¿no
será mucho una eternidad de tormentos en castigo de unas cuantas décadas de
mala conducta? El ojo por ojo y diente por diente, que ya de por sí nos parece
inhumano, es el colmo de la caridad comparado con la justicia infernal. No hay
teólogo que pueda defender este punto oscurecido de la teoría escolástica. Nota
añadida el 11/6/3.) El astuto Voltaire anduvo errado en muchísimas de sus
apreciaciones, pero en este punto supo ver más allá de las inelegantes
apariencias. En un diálogo suyo titulado Sofrónimo y Adelo, uno de los
personajes afirma: "He conocido a muchos hombres malos, a muchos hombres
infames, pero ninguno que viviese feliz. No es cosa de ponerse a enumerar aquí
todo el pormenor de sus torturas, de sus espantosos recuerdos, de sus
constantes errores, de los recelos que los atormentaban con respecto a sus
criados, a sus mujeres y a sus propios hijos. Y si así se castiga el crimen, la
virtud es recompensada, no en los Campos Elíseos, con los ingenuos
esparcimientos de un cuerpo que ya no existe, sino en esta misma vida, con la
satisfacción interior que da la conciencia del deber cumplido, con la paz del
espíritu, el aplauso del mundo y la amistad de los hombres honrados. Así pensaban
Cicerón, Catón, Marco Aurelio y Epicteto; así pensamos algunos de nosotros. No
es que estos hombres afirmen que la dignidad hace al hombre perfectamente
dichoso. Cicerón confiesa que semejante dicha no puede ser nunca pura, ya que
nada lo es en la tierra. Pero debemos dar gracias al Señor de la naturaleza
humana por haber supeditado a la justicia la cantidad de dicha de que es capaz
la naturaleza" (citado por David Strauss en Voltaire, p. 190). Del mismo
modo Denis Diderot, uno de los fundadores de la Enciclopedia para la cual
Voltaire redactó algunos artículos, es autor de una Conversación de un filósofo
y una generala en la que su alter ego, el señor Crudeli, está persuadido de que
"para la propia felicidad en este mundo vale más ser un hombre de honor
que un vivo". Y ahora que descubrimos esto lo adiciono que hasta el
mismísimo Aristóteles coincide con esas
premisas: "La vida es por sí misma buena y agradable (lo cual se comprueba
por el hecho de que todos la desean, y sobre todo los justos y capaces, para
quienes la vida es lo más exquisito, y su existencia la más feliz); la vida es apetecible, y distintamente para
los buenos (porque para ellos la existencia es buena y agradable, puesto que
reciben placer de la conciencia de estar presente en ellos algo bueno en sí
mismo)" (Ética nicomaquea, libro IX, cap. IX). ¡Qué pena que la Iglesia
Católica!, tan devota del estagirita en algunas cuestiones oscuras o
irrelevantes, no revele que hay indigentes que desean la riqueza material tanto
o más que los ricos, y con ello demuestran ser tan irónicos como el más
poderoso accionista, con el agravante de que además de estar muy limitados para
alcanzar lo que desean. Para ser bueno y dichoso la pobreza es una condición
necesaria, pero no suficiente. Existen placeres espirituales tan o más
escondidos que los del inestable y que sin embargo son inmorales (la vanidad,
la petulancia, la crueldad), pero esto no invalida algunos razonamientos, sólo
nos induce a ser aún más discretos al juzgar hedónicamente a una persona, a la
vez que nos aclara que no todos los placeres espirituales son preferibles a los
sensitivos, pues es mejor ser un sibarita irremediable que un resentido
vengativo.
Pedro R. Garcia M.
pgpgarcia5@gmail.com
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