Francis Fukuyama publicó en 1989 su famoso
artículo sobre el fin de la historia y, en 1992, el libro en que amplió y
argumentó su teoría, explicando que, con la desaparición de la
Unión Soviética y del comunismo, la democracia no tendría ya en el
futuro alternativas de peso e iría poco a poco integrando al mundo
en una civilización global de paz y libertad.
¿Quién se atrevería un cuarto de siglo
después a sostener una tesis tan optimista? Donde uno vuelva ahora los
ojos, la historia está más viva que nunca, las contradicciones y
rechazos violentos a la cultura democrática son el signo de la época y ganan
terreno por doquier.
La URSS y el comunismo han desaparecido para
todos los efectos prácticos y los dos últimos Estados comunistas —Cuba y Corea
del Norte— son dos antiguallas destinadas a extinguirse más pronto que tarde.
Pero Rusia, bajo el liderazgo de Vladímir Putin y su cogollo de antiguos
agentes del KGB, resucita como una potencia despótica que desafía a Occidente con
éxito y va reconstituyendo su imperio ante un Estados Unidos y una Europa que,
con el respaldo de su respectiva opinión pública, protestan y amenazan con
sanciones pero no van a ir hoy a la guerra por Ucrania, ya medio devorada por el gigante
ruso, ni mañana por los Estados bálticos que serán probablemente el
próximo objetivo del nuevo imperialismo ruso.
La primavera árabe, que despertó tantas
esperanzas en todo el mundo democrático, está muerta y enterrada.
Sobrevive de milagro en Túnez,
pero desapareció en Egipto, donde las
elecciones libres subieron al poder a unos Hermanos Musulmanes que
comenzaron a instalar una teocracia excluyente y agresiva y han sido
echados del Gobierno por una dictadura militar vesánica. En Libia, la
dictadura paranoica de Gadafi se hizo trizas y su caudillo fue
liquidado, pero el país vive ahora en una anarquía sangrienta en la que
facciones religiosas y militares se desangran sistemáticamente y en
la que, sin duda, terminarán prevaleciendo los fundamentalistas
islámicos.
El caso más trágico, sin duda, es el de Irak.
La intervención militar destruyó la tiranía sanguinaria de Sadam
Husein pero, luego de un breve paréntesis en que pareció que un
régimen de legalidad y libertad podía echar raíces, se declaró una guerra
sectaria entre chiíes y suníes, y los terroristas de Al Qaeda y otras
organizaciones islamistas extremas se hicieron presentes y
han perpetrado verdaderas orgías de atrocidades, clima en el que un movimiento
aún más cruel y fanatizado que Al Qaeda, el Estado Islámico, se ha apoderado de
parte del país al igual que de Siria e instalado allí un nuevo califato, en el
que imperan la sharía y demás formas extremas de la barbarie, como decapitar,
crucificar y enterrar vivos a quienes se niegan a convertirse a la rama
fundamentalista del islam y donde las mujeres son esclavizadas y, aún niñas,
entregadas como concubinas a los militantes y futuros mártires.
En los últimos tiempos la causa de la
libertad ha estado perdiendo muchas batallas
El gran movimiento de liberación que se alzó
en armas contra la dictadura de Bachar el Asad en Siria, y en la
que, en un primer momento, dominaban las fuerzas democráticas y
modernizadoras, fue traicionado por los países occidentales, que
se bajaron los pantalones ante Putin, proveedor de armas de la
dictadura, permitiendo de este modo que los principales protagonistas de la
lucha contra El Asad fueran los fanáticos del Estado Islámico.
Ahora, la situación en Siria ha llegado a una pantomima grotesca, en que,
como la última alternativa es la peor, Estados Unidos y la
Unión Europea consideran bombardear a los enemigos del tirano, ya que
éste, aunque un asesino genocida de su propio pueblo, resulta un mal
menor comparado al califato.
No menos trágica es la situación de
Afganistán, donde los talibanes
parecen invencibles. Durante su campaña
electoral, Obama criticó al
presidente Bush, afirmando que éste se había
equivocado dando la
primera prioridad a Irak, cuando el verdadero
peligro para el mundo
libre lo constituían los fanáticos talibanes.
Y, al subir al poder,
aumentó el número de efectivos y de armas
para combatirlos.
Unos años después, ante el fracaso de este
esfuerzo, ha retirado las tropas, al igual que el resto de los países de la
OTAN, de modo que allí queda sólo una pequeña dotación militar más bien
simbólica y no es improbable que el régimen que prohibió a las mujeres
estudiar, ejercer cualquier profesión, las encerró en el hogar como esclavas,
restauró la sharía, destruyó el patrimonio cultural del país e instaló una dictadura oscurantista medieval, vuelva al
poder más pronto que tarde.
Dentro de semejante barbarie, quién lo
hubiera dicho, América Latina parece un ejemplo de civilización. No hay
guerras, la mayor parte de los países tienen elecciones más o menos
libres y en la mayoría de ellos se practica la convivencia en la
diversidad.
Pero sería imprudente echar a volar las campanas. La más
larga dictadura de la historia del continente, Cuba, está allí
todavía, en manos de dos momias que parecen aquejadas de inmortalidad,
y, con la excepción del puñadito heroico pero poco efectivo de resistentes, en
la isla da la impresión de que no se moviera ni una mosca.
Y en Venezuela, donde hace algunos meses la movilización de los
estudiantes parecía haberle dado a la oposición una dinámica ganadora,
Maduro y compañía parecen haber consolidado por ahora su poder mediante una
represión feroz retrasando una vez más la hora de la liberación. El país está en ruinas, pese a la riqueza de
su subsuelo, pero la pobreza, el racionamiento, la inflación y la corrupción no
son suficientes, como demuestra la historia hasta el cansancio, para traerse
abajo una dictadura.
Por el contrario, un pueblo sometido a la
carestía, la escasez, al miedo y a la mera supervivencia suele volverse más propenso
a la resignación y a la pasividad, lo que explica tal vez la longevidad de
tantas dictaduras latinoamericanas y africanas.
La primavera árabe que despertó tanta
esperanza en el mundo democrático está muerta y enterrada.
Esta visión a vuelo de pájaro del estado de
la democracia en el mundo se enturbia todavía más si analizamos la
profunda crisis que atraviesa la Unión Europea, el más ambicioso proyecto
contemporáneo de la cultura de la libertad.
La unidad europea ha
traído ya enormes beneficios a los países del antiguo
continente, entre otros hacerlos vivir el más largo periodo de paz y
convivencia de su historia.
Pero, en los últimos años, sobre todo a raíz de la
crisis económica y financiera, el cuestionamiento de Europa en
su propio seno ha crecido con el retorno de los nacionalismos y de
fuerzas de extrema izquierda y de extrema derecha que rechazan la Unión,
quisieran acabar con el
euro y regresar a las viejas nacionalidades.
De hecho, la primera fuerza política es hoy,
en Francia, el Front National, un partido neofascista que quiere liquidar la
moneda única y la integración de Europa. Todas las encuestas dicen que en Reino
Unido una mayoría de ciudadanos quiere salirse de la Unión y que el referéndum
que, al respecto, ha prometido convocar el Gobierno, lo perderían los europeístas.
Sin Reino Unido, Europa nacería baldada.
¿Qué concluir de esta deprimente visión
panorámica de la eterna pugna entre la civilización y la barbarie? ¿Que esta
última avanza incontenible y terminará por aplastar pronto a aquella?
Eso sería
tan falso como sostener, ahora, la tesis que
lanzó hace un cuarto de siglo Francis Fukuyama sobre la irreversible
victoria de la democracia.
La pugna sigue en pie, con fluctuantes
alternativas, y sólo en un sentido —aunque importantísimo— se puede decir que la
democracia gana puntos.
A diferencia del comunismo, un mito capaz de
seducir a mucha gente con su sueño igualitarista, el fundamentalismo religioso
islámico, hoy el principal adversario de la civilización, sólo puede convencer
a los ya convencidos, pues sus ideas y paradigmas son
tan primitivos y cavernarios que se condena a sí mismo a ser derrotado tarde o
temprano por agentes exteriores o por descomposición interna. Esa guerra nunca nadie
la ganará de manera definitiva; se ganarán y se perderán batallas, y, eso sí,
lo realista sería reconocer que, en los últimos tiempos, la causa de la
libertad las ha estado perdiendo muchas más veces que ganando.
Mario Vargas Llosa
vargas_llosa@gmail.com
@vargas_llosa
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