martes, 23 de septiembre de 2014

ENRIQUE MELÉNDEZ, JULIO CORTÁZAR

         El día que enterraron a Julio Cortázar yo tenía una clase en el Instituto de Altos Estudios de la América Latina de la Universidad de la Sorbona (Francia) con el profesor Alberto Bocaz; un chileno, crítico literario, que también era de mucha reputación en la época, al igual que un escritor de los llamados del “boom latinoamericano” o casi igual, para guardar distancias, y del cual Cortázar formaba parte de su cúpula más prominente (García Márquez, Vargas Llosa, Carlos Fuentes). 
     
 Era una tarde, y cuando llegó el profesor Bocaz nos confesó que venía de aquel entierro, algo que lamenté no haber asistido a esas exequias en aquella oportunidad. Una leucemia lo había acabado en ocho meses.
         Antes de aquel acontecimiento, yo no sé si ya padecía la enfermedad, lo había visto en el bautizo del libro de un escritor, compatriota suyo, de nombre Haroldo Conti; que había sido una de las víctimas, que había sucumbido a la persecución de la junta militar, que hacia el mediodía de la década de 1970 había irrumpido en el poder en Argentina, echando al exilio a una gran cantidad de nativos de ese país; cuando no secuestrados y asesinados, como había sido el caso de Conti; personajes identificados con las ideas del socialismo; amantes “románticos” de la revolución cubana; de lo cual pecarían el propio Cortázar y García Márquez, dicho entre paréntesis, sobre todo; porque tanto esta dictadura, como la de Pinochet, no sólo venían con la intención de extirpar el comunismo, tanto en Chile, como en Argentina, sino que lo habían hecho de un modo muy represivo. Allí no había paz con la miseria. El Bautizo se llevaba a cabo  en la librería Fnac de París; famosa porque había tenido su génesis en un pasillo de la Universidad de la Sorbona en los tiempos de la Revolución del Mayo Francés, y ahora se trataba de un establecimiento que despachaba su mercancía por departamentos, repartidos en varios pisos; hasta contar con un auditorium, como aquel en el que estábamos en aquella oportunidad en que dije que recién había visto a Cortázar, antes de su deceso.
         Se trataba del más informal de los cuatro victoriosos “jinetes” de la editorial Seix-Barral, que era la editorial española que había dado a conocer a esta gente; siendo el más atildado de ellos, sin duda, Carlos Fuentes; el verdadero galán mexicano; no sin razón en la revista de Octavio Paz lo conocían como “el dandy Rojo”, habida cuenta también de su declarada identificación con la revolución cubana en aquellos años. Esto lo digo porque Cortázar llegó vestido con una chaqueta de tela fuerte de blue jeans, forrada por dentro con un tejido de lana, y con una capucha, de la cual se desprendían dos cordones gruesos; un parche de emblema en el pecho; muy usada en invierno, por cierto, por la juventud universitaria parisina de aquella época. Asistió muy tarde; ya muy avanzado el acto, y hasta se diría que se retrasó unos minutos a la espera de que él apareciera, y en lugar de entrar de una manera aparatosa, siendo por lo demás un gigante de más de 1,90 de estatura, lo que hizo fue aguantarse en la entrada del auditorium, y apuntar con la mirada a todo aquel que volteaba hacia donde él estaba. ¿Una forma neutralizar el impacto de su llegada, tratándose de uno de los argentinos de mayor fama universal en el instante, y habida cuenta de la naturaleza del acto que allí se realizaba?
         A los minutos de haber llegado Cortázar, el moderador del acto, lo invitó a pasar al estrado, donde había una silla reservada para él, habida cuenta de que ya se había visto que estaba entre el público; mas aquel señor no le hizo caso al otro; se quedó donde estaba. Este es el único acto, donde he estado yo, que termina llamando la atención alguien del público, y no el estrado, pues todo el mundo corrió hacia donde estaba Cortázar.
         A pesar de que fue uno de los más vanguardistas en lo que respecta a la estructura de la novela; siendo Rayuela una muestra excepcional de ese tipo, sobre todo, por la ambición con la que está planteada, precisamente su estructura, y donde no deja de haber su pedantería, por parte del escritor; que la encarna en su propio personaje Oliveira: un intelectual argentino radicado en París, justo, la cuna de la pedantería intelectual; pues si algo caracteriza la cultura francesa es la tendencia a lo discursivo, y que no dejaron de inoculársela a los argentinos; a pesar de estos logros narrativos, yo siempre preferí al Cortázar de los cuentos, y que los disfruté muchísimo, pues si algo trabajó con humor sarcástico Cortázar fue la pedantería intelectual de los argentinos, unido a escenas de costumbres muy conmovedoras, como las de “El Final del Juego”. En una oportunidad leí en una entrevista, a Juan Carlos Onetti, considerar que le parecía El Perseguidor de Cortázar el cuento más fabuloso que había leído en su vida.
         Precisamente, el seminario del profesor Bocaz en el instituto tocaba por aquellos días la temática de la diferencia entre el cuento y la novela, y uno de los textos en los que se apoyaba el profesor en aquel momento era una conferencia, que había pronunciado don Julio en la Casa de las Américas de Cuba, y donde había abordado este aspecto. En esa conferencia éste consideraba que el boxeo era la metáfora perfecta de esta diferencia; pues, a su juicio, mientras el cuento ganaba por nocaut, la novela ganaba por decisión.
         Claro, también reconozco que, como dijo Borges, “El Ulises” de James Joyce, que fue la pionera de la agregación y desagregación de la estructura de la novela, estaba destinada a cerrarse sobre sí misma; no tenía continuación; algo que no atentaría contra la tradición de la narrativa literaria, y la prueba está en que, a pesar de que Fuentes y Vargas Llosa también apelarían a este estilo vanguardista de estructurar la novela, no dejaban de ser tradicionalistas en sus relatos; siendo Cortázar el más experimentador de ellos, pero con menos éxito, digo, novelístico.
Enrique Melendez O.
melendezo.enrique@yahoo.com
@emelendezo

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