Si
alguna institución cursa en este momento en una enorme crisis en Venezuela, esa
la Presidencia de la República. Luego de años transitando un clima de opinión
con una Primera Magistratura disponedora y omnipresente, de la mano de Nicolás
Maduro el país se desplaza suspendido en medio de los dominios de la nada.
Los
datos que arrojan al respecto los sondeos de opinión son particularmente
elocuentes. Maduro, un dirigente político sin arraigo alguno, desprovisto, en
última instancia, de atributos para ejercer una función tan delicada, transita
un peliagudo terreno enfangado con crisis económica y ausencia total de
liderazgo. Su presencia en el poder retrata por sí sola la gravedad del momento
venezolano actual.
El
abismo que se abre sobre los pies de este país. Hace mucho tiempo que Venezuela
no tenía en el Palacio de Miraflores a una figura tan desprovista y accidental.
La
circunstancia, en sí misma muy problemática, no debería sorprender a nadie.
La
presencia de Maduro es el resultado del desafortunado proceso de enfermedad y
muerte de Hugo Chávez. El desaparecido caudillo no tuvo previsto jamás, como no
podía tenerlo nadie, que podía morir, y terminó estructurando un movimiento
político en el cual nadie podía hacerle sombra.
Antes
que un líder, cosa que jamás ha sido, ni será, Nicolás Maduro es un funcionario
público. Un señor que dejaron encargado de ejecutar una encomienda sin tener
los atributos naturales para eso. Un dirigente sindical con algunas aptitudes
específicas, al cual los hados colocaron en el poder sin que nadie, comenzando
por él mismo, tuviera previsto qué hacer ante la eventualidad.
Lo
que las encuestas de esta semana están revelando es un dato por demás
paradójico: la “era Maduro” es la cabal expresión del chavismo sin liderazgo.
Toda una ironía: si algo no se ha dejado de decir en el tránsito de estos 14
años es que el oficialismo es un movimiento caudillesco; articulado en torno al
mito del hombre fuerte, que coloca por delante la pasión y la subjetividad
frente a la desabrida racionalidad electoral de sus adversarios.
Por
insólito que suene, cuatro de los cinco líderes fundamentales invocados por los
estudios demoscópicos de este momento son opositores: Maduro, el quinto en
discordia cuando toca evaluar atributos cualitativos, es además el único
chavista que aparece en el radar.
Venezuela
cursa en este momento un espantoso y cruel proceso de ruina en medio de la
abundancia. Sus efectos están parcialmente disueltos en medio del eclipse
informativo que han ido urdiendo con método los funcionarios chavistas que
ejercen la cartera de la comunicación. El naufragio de la economía y los
sectores productivos, tantas veces advertido por economistas y académicos, es,
sobre todo, una herencia de la terquedad y el dogmatismo de Hugo Chávez, un
astuto político que, como otros líderes de su signo, no entendía nada de
finanzas.
La
papa caliente ha recaído ahora sobre un inocente Maduro, a quien la Presidencia
le ha caído en las manos sin haberla pedido, haciendo buena aquella máxima
universal que contempla que el trajinar político, llevado a estos extremos, es
el escenario natural de lo inesperado.
Y
mientras el país se marchita sin que a nadie le importe, de cadena en cadena,
vemos cada tanto al pobre Maduro, forzando reflexiones pedagógicas apuradas y
ejerciendo un papel orientador que no puede cumplir. Maduro no transmite nada.
Lleva hasta el límite del absurdo los recursos del disimulo: si los problemas
nacionales no se resuelven, sino que se agravan, lo que queda es apoyarse en la
censura ministerial para comportarse como si no estuviera pasando nada.
No
es lo mismo: no lo será jamás. No se trata sólo de la Oposición: parte
importante del chavismo tampoco le cree a Maduro.
El
país le está pidiendo decisiones a una persona incapaz de tomarlas: preso, en
medio de una encomienda sentimental llamada Plan de la Patria, que profundizará
la crisis; desconocedor absoluto de cuestiones elementales de estado; sin
pensamiento geométrico; dogmático; y, ahora que ha visto lo endeble que es su
figura, amenazante y represivo.
Con
su torpe retórica, su discutible telegenia, sus equívocos y sus torpezas,
Maduro expresa con dramatismo el enorme vacío nacional que se registra con la
muerte de Chávez. Su presidencia tiene un amargo sabor a epitafio, a secuela, a
consecuencia indeseada. Es la expresión de la decadencia nacional.
Alonso
Moleiro
alonsomoleiro@hotmail.com
@amoleiro
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