El
desencanto es impenetrable e infranqueable. No parte del análisis.
Ya estoy tranquilo. Ya no espero nada. /Ya sobre mi vacío corazón /Desciende la inconsciencia agraciada /De no querer una ilusión. Fernando Pessoa
El
desencanto es el único sentimiento que no tiene emoción, el único sentir que no
anida pensamiento alguno que lo movilice.
Las cumbres nevadas se parecen a su
dimensión. Impertérritas y heladas.
Sin embargo, no hay imagen definitiva que
pueda representarlo. A ningún ojo humano le es posible percibirlo o
reconocerlo. Los pintores se quedan impotentes ante su estado, y las cámaras no
pueden fotografiarlo ni grabarlo.
El desencanto ha perdido la condición
sentimental que embriaga o convoca. Tema tan inabordable que hace lamentar a
los poetas y narradores. Los dramaturgos y los guionistas de cine no hallan el
preciado valor de la intriga que los anime a explorar en historia o aventura ese
raro sentimiento, que les permita tener cautivos a los espectadores. Por
primera vez, los filósofos no son capaces de discernir sobre él.
El
desencanto no parte del análisis, de la conclusión, del arrebato o de la jurada
determinación. Es el único sentimiento ausente que se extravía y se aleja del
referente (si lo hubo), por un proceso de vacío emocional, borrando o
ensombreciendo supuestas causas por las que se divorcia de cualquier
pertenencia, vínculo o persona.
De allí que el desencanto no tenga razones para
existir como una motivación psicológica o social probada. La cultura no lo
pauta. Sus motivos, si los hay, no subyacen en la conciencia, aunque en el
recodo de la existencia del alma, pueda haber algunos ocultos que lo
determinen; no obstante, si fuera así, estos motivos estarían preservados por
la muralla de un misterio que no podría ser abordado y develado por el análisis
o las explicaciones. La psiquis es demasiado oscura para entenderlo, como
demasiado inaprensible eso que llamamos alma. Siendo así, el inconsciente es
una vulgar definición.
El
desencanto es impenetrable e infranqueable como los castillos o los bunkers
desconocidos, o como la carne de una virgen que se niega a ser violada. Pero
acontece demoledoramente como las certezas palpables. Los optimistas no escapan
a sus acechanzas e, inesperadamente, son abatidos por su poder. Además, el
desencanto toma a sus víctimas sin aviso y comienza a habitarlas, mucho antes
de que ellas lo sepan. El presentimiento o el miedo no es capaz de advertirlas.
Está fuera del recuerdo, ahoga a la memoria. Un sigiloso y desconocido guardián es su custodia. Mas su
sombra ni siquiera se ve cuando otea a la distancia la posible llegada de los
espías y curiosos. Sus diminutos ojos se esconden, seguramente, en una de las
torres del sueño o la pesadilla.
Al
momento en que se produce el desencanto, los motivos han desaparecido de la
experiencia del ser. Anula pasado y futuro y sustrae presencia al presente. Es
decir, el tiempo no puede secuestrarlo, hacerlo suyo. La relación se ignora, el
otro se desvanece. Bien sea un hermano, la madre o el amante que hasta ayer nos
esponjó el corazón. La sangre no puede juntar lo irreparable. No hay espacio,
paisaje, ni objeto que nos retenga en
esa épica inédita. Somos como un barco que encalló porque se cansó del mar,
como el ojo que renuncia a seguir contando las estrellas de la bóveda celeste.
No nos detiene la rosa ni el alto vuelo de las gaviotas. La gloria y la derrota
sucumben porque el objetivo y la meta han dejado de ser espejismos que
encanten. El drama y la tragedia están vedados, ni siquiera existe el consuelo
del humor por plantearse el regreso a la confianza desterrada. Ya no
pretendemos.
No
es un estado depresivo, una tristeza fortuita o adolescente. El odio o el rencor
no lo operan, la frustración o el deseo
de venganza no es su sustento. Cuando el desencantado se descalza, descubre que
un pie aventaja de tamaño al otro; entonces, se convence que es mejor andar
descalzo. Consolidado el desencanto, la reconciliación no tiene oportunidad. No
hay reproche. Un chiste de alguien que nos ha desencantado jamás nos hará reír,
tampoco nos conmoverán sus lágrimas. De nada valdrá que quiebre las rodillas y,
entre ruegos, pida que regresemos. No
hay vuelta atrás, hemos desplegado las alas y no oímos los gritos.
El
desencantado no puede reconquistarse. Por eso, quien encarna la experiencia de
estar desencantado, se forja como el ser más solitario, pero también el más
libre. Lo acompaña el hondo ensimismamiento de la vasta soledad. No hay fe,
religión o ideología que lo redima con los otros o con el mundo del cual se ha
alejado. No quiere salvar al mundo y mucho menos salvarse a sí mismo. ¿De qué
podría salvarse si está de antemano condenado a la incertidumbre? Al
desencantado no le interesa la trascendencia, de allí que se niega a ser tomado
en cuenta. Desiste de hacer alguna cola para esperar una oportunidad, nunca
llega a la taquilla donde están las promesas. Y si por distracción llega, no
llena el formulario, ni contesta preguntas. Ha agotado las expectativas porque
ahora ha aprendido administrar sus más caros deseos. Su conducta aventaja a las
salidas que apuestan a los extremos. Ser un criminal, un suicida o un
terrorista está descartado. No pretende el poder, apenas quiere ser nada.
Quería, si eso se puede llamar querer, aposentarse en la mansa conformidad que
no cabe llamar indiferencia. Se ha divorciado del tener que ser, ahora es.
Gusta caminar por las orillas de los abismos sin ánimo de provocación. El desencanto auténtico es un asunto personal, nunca colectivo. Por eso los pueblos se equivocan. Éstos están destinados sólo a conocer el desengaño, no el desencanto. Porque si este último los poseyera, sus dirigentes o estadistas no tendrían una segunda oportunidad.
La encrucijada mayor para el desencantado comienza cuando se
desencanta de sí mismo, cuando el relámpago de
su lucidez (si la tiene) lo reconoce como el mayor desencanto que ha
podido vivenciar. Esa mañana se levanta de la cama con la convicción de que el
día de hoy no habrá de simular. Alguien ha dejado el testimonio de que los
espejos huyen de su presencia, quizá porque ahora es una existencia que no
pueden reflejar y que los perros ladran
al creer que es un ánima invisible, en pena, que ronda detrás de las puertas.
La vergüenza de existir ha desaparecido de su vida; tranquilo, puede tomarse
una taza de café.
Al
saber que ya no puede viajar, el desencantado gusta visitar los aeropuertos.
Sin embargo, en el filo de una nostalgia olvidada, se enternece cuando oye el
tronar de la partida de los aviones. Probablemente, porque alguna vez soñó con
ser un ángel oculto entre las nubes. Asimismo le place vivir en las
habitaciones de los moteles porque no
hay necesidad de identificarse para ser huésped casual. Lo mejor es que cuando
muere, nadie se da cuenta. Así se ahorra de aquellos panegíricos que convierten
en santos a los muertos. Él mismo baja a la fosa y él mismo, con la reciedumbre
y la elegancia de aquél que sabe cargar con su propia muerte, cierra la tapa
del ataúd para sumergirse en la noche profunda y sin retorno.
El
desencantado no pretende ser consolado por nadie ni por nada. No necesita de
ayudas ni cobijos. Está más allá del umbral del desconsuelo. Su estado
emocional lo aleja del sufrimiento y de ese padecer que degrada hasta la
lástima. No es motivo de compasión porque no se confiesa ni se exhibe. En el
fondo no tiene nada que decir. Ni siquiera pretende justificarse. El
desencantado se aleja de las explicaciones y, al separarse de ellas, las
palabras lo abandonan. Se convierte en un mudo impenitente o en un secreto que
nadie puede violentar. Y allí, en el territorio reconcentrado de su alma, ese
fruto dilecto del desencanto comienza sus más afinadas y profundas estrategias.
Edilio
Peña
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