miércoles, 20 de agosto de 2014

EDILIO PEÑA, EL DESENCANTO, UN ASUNTO PERSONAL



El desencanto es impenetrable e infranqueable. No parte del análisis.

Ya estoy tranquilo. Ya no espero nada. /Ya sobre mi vacío corazón /Desciende la  inconsciencia agraciada /De no querer una ilusión. Fernando Pessoa

El desencanto es el único sentimiento que no tiene emoción, el único sentir que no anida pensamiento alguno que lo movilice. 

Las cumbres nevadas se parecen a su dimensión. Impertérritas y heladas. 

Sin embargo, no hay imagen definitiva que pueda representarlo. A ningún ojo humano le es posible percibirlo o reconocerlo. Los pintores se quedan impotentes ante su estado, y las cámaras no pueden fotografiarlo ni grabarlo. 

El desencanto ha perdido la condición sentimental que embriaga o convoca. Tema tan inabordable que hace lamentar a los poetas y narradores. Los dramaturgos y los guionistas de cine no hallan el preciado valor de la intriga que los anime a explorar en historia o aventura ese raro sentimiento, que les permita tener cautivos a los espectadores. Por primera vez, los filósofos no son capaces de discernir sobre él.

El desencanto no parte del análisis, de la conclusión, del arrebato o de la jurada determinación. Es el único sentimiento ausente que se extravía y se aleja del referente (si lo hubo), por un proceso de vacío emocional, borrando o ensombreciendo supuestas causas por las que se divorcia de cualquier pertenencia, vínculo o persona. 

De allí que el desencanto no tenga razones para existir como una motivación psicológica o social probada. La cultura no lo pauta. Sus motivos, si los hay, no subyacen en la conciencia, aunque en el recodo de la existencia del alma, pueda haber algunos ocultos que lo determinen; no obstante, si fuera así, estos motivos estarían preservados por la muralla de un misterio que no podría ser abordado y develado por el análisis o las explicaciones. La psiquis es demasiado oscura para entenderlo, como demasiado inaprensible eso que llamamos alma. Siendo así, el inconsciente es una vulgar definición.

El desencanto es impenetrable e infranqueable como los castillos o los bunkers desconocidos, o como la carne de una virgen que se niega a ser violada. Pero acontece demoledoramente como las certezas palpables. Los optimistas no escapan a sus acechanzas e, inesperadamente, son abatidos por su poder. Además, el desencanto toma a sus víctimas sin aviso y comienza a habitarlas, mucho antes de que ellas lo sepan. El presentimiento o el miedo no es capaz de advertirlas. Está fuera del recuerdo, ahoga a la memoria. Un sigiloso  y desconocido guardián es su custodia. Mas su sombra ni siquiera se ve cuando otea a la distancia la posible llegada de los espías y curiosos. Sus diminutos ojos se esconden, seguramente, en una de las torres del sueño o la pesadilla.

Al momento en que se produce el desencanto, los motivos han desaparecido de la experiencia del ser. Anula pasado y futuro y sustrae presencia al presente. Es decir, el tiempo no puede secuestrarlo, hacerlo suyo. La relación se ignora, el otro se desvanece. Bien sea un hermano, la madre o el amante que hasta ayer nos esponjó el corazón. La sangre no puede juntar lo irreparable. No hay espacio, paisaje, ni objeto que nos  retenga en esa épica inédita. Somos como un barco que encalló porque se cansó del mar, como el ojo que renuncia a seguir contando las estrellas de la bóveda celeste. No nos detiene la rosa ni el alto vuelo de las gaviotas. La gloria y la derrota sucumben porque el objetivo y la meta han dejado de ser espejismos que encanten. El drama y la tragedia están vedados, ni siquiera existe el consuelo del humor por plantearse el regreso a la confianza desterrada. Ya no pretendemos.

No es un estado depresivo, una tristeza fortuita o adolescente. El odio o el rencor no lo operan, la frustración o  el deseo de venganza no es su sustento. Cuando el desencantado se descalza, descubre que un pie aventaja de tamaño al otro; entonces, se convence que es mejor andar descalzo. Consolidado el desencanto, la reconciliación no tiene oportunidad. No hay reproche. Un chiste de alguien que nos ha desencantado jamás nos hará reír, tampoco nos conmoverán sus lágrimas. De nada valdrá que quiebre las rodillas y, entre ruegos,  pida que regresemos. No hay vuelta atrás, hemos desplegado las alas y no oímos los gritos.

El desencantado no puede reconquistarse. Por eso, quien encarna la experiencia de estar desencantado, se forja como el ser más solitario, pero también el más libre. Lo acompaña el hondo ensimismamiento de la vasta soledad. No hay fe, religión o ideología que lo redima con los otros o con el mundo del cual se ha alejado. No quiere salvar al mundo y mucho menos salvarse a sí mismo. ¿De qué podría salvarse si está de antemano condenado a la incertidumbre? Al desencantado no le interesa la trascendencia, de allí que se niega a ser tomado en cuenta. Desiste de hacer alguna cola para esperar una oportunidad, nunca llega a la taquilla donde están las promesas. Y si por distracción llega, no llena el formulario, ni contesta preguntas. Ha agotado las expectativas porque ahora ha aprendido administrar sus más caros deseos. Su conducta aventaja a las salidas que apuestan a los extremos. Ser un criminal, un suicida o un terrorista está descartado. No pretende el poder, apenas quiere ser nada. Quería, si eso se puede llamar querer, aposentarse en la mansa conformidad que no cabe llamar indiferencia. Se ha divorciado del tener que ser, ahora es.

Gusta caminar por las orillas de los abismos sin ánimo de provocación. El desencanto auténtico es un asunto personal, nunca colectivo. Por eso los pueblos se equivocan. Éstos están destinados sólo a conocer el desengaño, no el desencanto. Porque si este último los poseyera, sus dirigentes o estadistas no tendrían una segunda oportunidad. 

La encrucijada mayor  para el desencantado comienza cuando se desencanta de sí mismo, cuando el relámpago de  su lucidez (si la tiene) lo reconoce como el mayor desencanto que ha podido vivenciar. Esa mañana se levanta de la cama con la convicción de que el día de hoy no habrá de simular. Alguien ha dejado el testimonio de que los espejos huyen de su presencia, quizá porque ahora es una existencia que no pueden reflejar y que  los perros ladran al creer que es un ánima invisible, en pena, que ronda detrás de las puertas. La vergüenza de existir ha desaparecido de su vida; tranquilo, puede tomarse una taza de café.

Al saber que ya no puede viajar, el desencantado gusta visitar los aeropuertos. Sin embargo, en el filo de una nostalgia olvidada, se enternece cuando oye el tronar de la partida de los aviones. Probablemente, porque alguna vez soñó con ser un ángel oculto entre las nubes. Asimismo le place vivir en las habitaciones de los moteles  porque no hay necesidad de identificarse para ser huésped casual. Lo mejor es que cuando muere, nadie se da cuenta. Así se ahorra de aquellos panegíricos que convierten en santos a los muertos. Él mismo baja a la fosa y él mismo, con la reciedumbre y la elegancia de aquél que sabe cargar con su propia muerte, cierra la tapa del ataúd para sumergirse en la noche profunda y sin retorno.

El desencantado no pretende ser consolado por nadie ni por nada. No necesita de ayudas ni cobijos. Está más allá del umbral del desconsuelo. Su estado emocional lo aleja del sufrimiento y de ese padecer que degrada hasta la lástima. No es motivo de compasión porque no se confiesa ni se exhibe. En el fondo no tiene nada que decir. Ni siquiera pretende justificarse. El desencantado se aleja de las explicaciones y, al separarse de ellas, las palabras lo abandonan. Se convierte en un mudo impenitente o en un secreto que nadie puede violentar. Y allí, en el territorio reconcentrado de su alma, ese fruto dilecto del desencanto comienza sus más afinadas y profundas estrategias.

Edilio Peña
edilio2@yahoo.com
@edilio_p

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