Alemania, temiendo un terremoto de 9 grados
en la escala de Richter como el de Fukushima o alguna falencia soviética tipo
Chernóbil, ha dado el nyet absoluto a la energía nuclear.
Pongámonos taxativos:
este país corre el riesgo de hacer el ridículo. Dado el peligro todavía mal
cuantificado del calentamiento global, el dilema no es si el mundo habrá de
recurrir a la energía nuclear en gran escala —eso no admite discusión—, sino a
qué tipo de energía nuclear recurrirá.
La fusión, que
típicamente convierte hidrógeno en helio, es a un tiempo la ideal y la más
inalcanzable de todas. Las ventajas son obvias: no se requieren materiales
complicados como el uranio y casi no se producen residuos tóxicos. Semejante
maravilla tiene tan solo un bemol colosal: las temperaturas que se necesitan
para sostener una reacción de fusión son tan altas, que no hay material
conocido por el hombre que las resista. De ahí la idea luminosa y casi poética
de sostener la fusión en el vacío mediante campos magnéticos.
En la vida real casi
todas las centrales existentes usan reactores de agua ligera, como el que se
averió en Fukushima o el que explotó en Chernóbil en 1986. Tras esta última
catástrofe cundió la histeria en el mundo y se dijo que el Prometeo de la
energía atómica debía seguir atado a su roca porque era demasiado peligroso.
Aun así, países como Francia continuaron usándola. Nada se sabía entonces del
calentamiento global o de los gases de efecto invernadero. Hoy queda claro que
la energía basada en el carbón envenena el aire de todo el planeta y que, a la
larga, los afectados serán muchos millones de personas, para no hablar del daño
ambiental concomitante. En contraste, el accidente de Chernóbil, imposible con
los reactores de última generación, mató a 31 persona en forma directa (aunque
la radiación podría acortar la vida de miles más) y volvió inhabitables 30 km a
la redonda. El daño en Fukushima fue menor: 80 mil personas desplazadas y
todavía ningún muerto.
Los reactores
tradicionales tienen otro par de problemas graves: está la tentación de
enriquecer uranio para fabricar armas atómicas y el hecho de dejar residuos
tóxicos, cuya vida radioactiva se ha estimado en cientos de miles de años, es
decir, en tiempo teológico. En la actualidad la superficie del planeta alberga
270 mil toneladas de residuos almacenadas por todas partes. Pero es aquí donde
entra Prometeo, pues en el tema de los residuos no sólo estábamos subestimando
la inteligencia de los humanos del futuro, sino la de un par de PhD en energía
nuclear de MIT, llamados Leslie Dewan y Mark Massie. Hurgando en las razones
para el lentísimo desarrollo de la industria, estos dos se pusieron a revisar
unos diseños de los años 50 conocidos como reactores de sal fundida, en los que
el combustible se disuelve en sal líquida (>500°C). Los detalles, que son
fascinantes, no caben aquí, pero en manos de esos muchachos y de su compañía
Transatomic Power, ahora resulta que los tales residuos nucleares no son basura,
¡sino combustible mal quemado! Así, afirman que las 270 mil toneladas
existentes contienen suficiente energía potencial para suplir las necesidades
eléctricas del planeta durante 72 años, con todo y crecimiento. Claro, también
funcionan con uranio fresco, solo que en concentraciones muy bajas de U235, a
años luz de lo que se necesita para hacer bombas.
No sé ustedes, pero yo quedé patidifuso al
enterarme de este desarrollo.
Andres Hoyos
andreshoyos@elmalpensante.com
@andrewholes
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