El 2 de junio de 1962 se sucedió “El
Porteñazo”, la sublevación de la Base Naval de Puerto Cabello, bajo el comando
de los capitanes Manuel Ponte Rodríguez, Víctor Hugo Morales, Pedro Molina
Silva y Luis Francisco Avilán. Como líderes civiles o asesores políticos fueron
señalados Manuel Quijada, Germán Lairet y Gastón Carvallo.
Los
insurrectos apresaron al comandante de la Base, Jesús Carbonell Izquierdo, y a
Guillermo Ginnari, jefe de la base naval. Esta insurrección fue la más seria
que tuvo el Presidente Betancourt, y la más grave que enfrentó la naciente
democracia. Hubo sitios sangrientos durante tres días de pelea; hubo numerosos
muertos y heridos. (Con el aplastamiento de esta sublevación cesarían los
golpes militares durante 30 años, manteniéndose la estabilidad hasta la
intentona de Hugo Chávez en 1992, también dominada por las fuerzas
institucionales.)
El Porteñazo fue una acción subversiva
retardada del mismo grupo de conspiradores de Carúpano, que actuaron nuevamente
con la chispa atrasada. El combate sangriento conmovió al país y puso a prueba
la fortaleza del régimen democrático. Tomaron el parque y los puntos
estratégicos de la base y el histórico Castillo Libertador. Pusieron en
libertad a más de 100 guerrilleros detenidos y a varios militares presos por el
alzamiento de Carúpano. Tenían un “programa de gobierno” de 8 puntos. Estaban
detectados desde antes del alzamiento por el Gobierno de Coalición, y se les
dejaba actuar para conocer las ramificaciones del movimiento.
El día antes del alzamiento se había
ordenado el acuartelamiento general y la detención de oficiales comprometidos y
sospechosos. Se había logrado igualmente la adhesión de la escuadra y del
importante cuartel de las Fuerzas Armadas de Cooperación, que tenía 600 hombres
y controlaba el aeropuerto. Así se descabezó la revuelta. Y en la noche del
mismo día se puso en libertad a Carbonell y Ginnari, y se detuvo a los
capitanes insurrectos. Pero no todo
terminó allí.
En Puerto Cabello quedaban algunos marinos
y guerrilleros civiles que se enfrentaron a las tropas leales en un sitio de la
ciudad llamado “La Alcantarilla”, donde se libró un sangriento combate que duró
varias horas con un balance dramático de más de 100 muertos y numerosos heridos
de ambos bandos. Pero el plan combinado propuesto por el ministro de Defensa,
general Antonio Briceño Linares y el contralmirante Ricardo Sosa Ríos, fue un
éxito y se hicieron muchos prisioneros, quienes fueron sometidos al Consejo de
Guerra y se les aplicaron las normas del Código de Justicia Militar. (Fueron
condenados a sufrir largas penas de presidio, hasta que la política de
pacificación –después de la presidencia de Betancourt- otorgó medidas de
gracia, indultos o amnistías que favorecieron a los autores del Porteñazo.)
La cruenta batalla de Puerto Cabello se
recuerda como el esfuerzo bélico más significativo que se hizo bajo el Gobierno
de Coalición para preservar en Venezuela un régimen emanado de la soberanía
popular y un sistema ajustado a la Constitución y las leyes.
Es interesante recordar o reflexionar
también, entre otras cosas, los alegatos de los acusados en el juicio militar;
casi todos creían de buena o de mala fe que el Gobierno de Coalición era una
dictadura blanda (“odiosa tiranía”), susceptible de ser derrocada. Germán
Lairet, entonces líder juvenil comunista, trajo a colación en su defensa los ejemplos de Gual y España y de José
Leonardo Chirinos, como si Betancourt representara los mismos intereses de la
vieja corona hispana, o como si fuera un Borbón redivivo; citó también a Santo
Tomás y a San Agustín, a Rousseau y a Boucher, además de a la Biblia y a Judas
Macabeo, quien decía: “Quien combate a los tiranos obedece a Dios”.
Cuando ocurrió lo de Puerto Cabello,
Betancourt estaba en Los Caracas clausurando una convención sindical, donde se
otorgaba la calurosa adhesión de más de un millón de trabajadores. Al día
siguiente recibió el respaldo entusiasta de los empresarios del país. Y a unos
y otros se les informó que las insurrecciones de izquierda o de derecha serían
reducidas a la impotencia, sin utilizar los métodos de ejecución sumaria de
Cuba y sin “paredones”, extraños a nuestras leyes y a la sensibilidad política
y humana de la democracia (además de la de Rómulo).
El
“tirano” aprovechaba para decirle a todo el país, con la misma pedagogía que se
iba demostrando en la obra de gobierno, que la Constitución y las leyes eran el
asidero que permite erradicar el riesgo de las conspiraciones de cualquier
tipo, que contienen la fortaleza y la energía para asegurar la estabilidad del
régimen democrático, que la democracia no es un sistema inerte e inerme,
cruzado de brazos, esperando como hecho inexorable la insurgencia del hombre
armado o del aventurero de la guerrilla disfrazados de rebeldes puros,
catonianos y beatíficos. Rómulo recordó la frase del Libertador: “El mayor
vicio de un gobierno es la debilidad”.
Había que reírse o enfurruñarse ante los
ataques de los adversarios sobre la presunta dictadura, la prepotencia o la
arbitrariedad desconocedora de la libertad y de los derechos humanos, ya que
por ninguna parte del Gobierno de Coalición (y menos en Rómulo) había arrebatos
dictatoriales, ni antes ni entonces; jamás hubo indicios o sospechas de querer
o de pretender prolongarse en la presidencia más allá del final del mandato. No
había nada excepcional tampoco en cumplir con las leyes de la república, con
principios imperativos de la conciencia y con el elemental deber de lealtad a
la buena fe del pueblo que eligió democráticamente.
Posteriormente, muchas serían las
“explicaciones” de la izquierda “cultivada”: el Porteñazo era “un juego a la
guerra”, que había “un gobiernito” que caería –tras la salida de URD- si se
alzaba una alcabala, que AD se “estaba deshaciendo” tras la salida del MIR y el
ARS, y que aquello (diría Teodoro Petkoff) les había distorsionado “la visión
de la dirección” con “una visión un poco delirante de las cosas”.
La realidad es que el país entero no hubiera
perdonado nunca el aflojamiento y la debilidad ante quienes pretendían
sustituir la democracia por un régimen como el de Cuba, y por eso se fue duro e
implacable, con la ley en la mano, haciendo funcionar los mecanismos
administrativos y judiciales, para abortar la sublevación militar y la
insurrección de izquierda, que más tarde se unirían en las llamadas Fuerzas
Armadas de Liberación, que siguieron sus depredaciones, pero ya sin aliento,
sin combatividad, sin opinión, sin sostén de pueblo, porque fracasaron al
ignorar la voluntad mayoritaria del país y cayeron en el descrédito nacional,
con el espinazo roto.
El “estratega” García Ponce reconoció, dos
años después, que tras Puerto Cabello “la revolución quedó derrotada”.
Siguieron pequeños brotes de violencia, algunos foquitos de guerrilla rural,
pero se había salvado la constitucionalidad. Gobierno, Fuerzas Armadas,
trabajadores y empresarios hicieron un gran frente bajo la batuta gubernamental
para superar la crisis de la violencia. La firmeza y la decisión en defensa de la
democracia amenazada brilla en el tiempo como razón incuestionable.
Gustavo Machado, jefe comunista, opinó
sobre la subversión de la izquierda con palabras que no eran un canto de
sirena: reconoció el influjo adverso de la situación cubana, señaló que muchos
de sus líderes se sentían un Fidel Castro, admitió que la violencia no les
había proporcionado ningún beneficio porque abandonaron al movimiento obrero y
a la juventud, dañando las relaciones con los demás partidos; afirmó también
que “le hicimos el juego a la política de Betancourt” y que “hicimos todos los
disparates posibles para aislarnos del pueblo que cada día nos entendió menos”.
Pedro Ortega Díaz, otro dirigentes comunista, apeló a la autocrítica también
para darle la razón a Betancourt, por haberlos convertido en un grupito y
porque lo de Carúpano y Puerto Cabello fue un error y un engaño, porque nunca
estuvo a favor de la lucha armada debido a que “ella significaría un atraso de
veinte años en la revolución venezolana”.
Y más claro aún fue el siempre recio y valiente Pompeyo Márquez cuando
–años después- reconocería que “el trasplante de la revolución cubana nos hizo
perder el sentido de la realidad”, agregando que “Nosotros perdimos la
brújula”.
Manuel Caballero, ex comunista y luego dirigente del MAS, hablaría también posteriormente del “coraje físico admirable” de Betancourt, quien aprovechó “con gran habilidad un acto demencial de la extrema derecha para aislarla definitivamente” (en el atentado del 26 de junio). Como historiador reconoció con nobleza los numerosos errores de la izquierda, la “envidiable capacidad de organización “ de Rómulo y su “primer lugar” entre los dirigentes que hicieron ingresar a Venezuela en la sociedad política moderna. En vida, Rómulo sólo le dejó en el aire una pregunta: ¿cómo pudo ser un “conductor de la burguesía” quien impulsó y precipitó la creación del movimiento sindical venezolano?
Pero el paso por la política de Rómulo
Betancourt encuentra en el historiador Germán Carrera Damas la mayor
objetividad e intensidad, asignándole la significación histórica de abrir su
mente a la percepción de la problemática contemporánea, en una perspectiva de
superación, anotándolo como uno de los pocos venezolanos que formaron su
conciencia política en función de una concepción de la sociedad y de la
política que apuntaba más a lo estructural que a lo coyuntural, y porque le
tocó concebir una suerte de reformulación del proyecto nacional venezolano.
Alberto
Rodriguez Barrera
albrobar@gmail.com
@albrobar
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