Sin
tregua, enratonados, idiotizados, hipnotizados, embelesados, absortos andamos en estos días sudorosos en
los que la fiesta y el drama del mundial de fútbol imponen su horario
palpitante. Conectados a una caja encendida de la que brotan imágenes y voces,
transpiramos sin movernos en ejercicio de taburetes, sillas o butacas, que
forman parte ya de nuestra astrología y menú cotidianos.
Ora
en compañía, ora en soledades, en dónde sea, metemos el corazón por ese
periscopio a través del cual podemos transportarnos en vivo y en directo a la
odisea que se juega en plano horizontal entre líneas de cal y que administran,
para bien o para mal, los árbitros que se sirven de silbatos, banderas y
tarjetas.
Once
gladiadores por bando, héroes o villanos dependiendo de pasajeras
circunstancias, guiados por neuróticos entrenadores, representan países que
pelean el juego más humano de todos, el fútbol, que junto al amor y el arte constituye
expresión excelsa del humano que hemos llegado a ser tan lentamente.
El
público presente no falta por supuesto y es el que padece en carne viva
alrededor de la cancha, ¡qué envidia! Y los demás, la mayoría distante, al
menos podemos vivir el espectáculo a través de cables y canales, experimentando
la fantasía de ser testigos mudos en el edén aquel de nuestra ausencia. Quien
narra el partido o lo comenta es guía compañera porque no hay nada más huérfano
que estar sordos mientras se acompaña a una multitud que ama desaforadamente.
Pero
todo este gustazo del espíritu, ciencia o arte, o ambos a la vez, sería inútil
sin la presencia de su majestad el balón que entrega su elástica redondez de
cero neutro para que a zapatazo limpio cobre vida toda la maquinaria del
balompié. Y ay de aquel que se atreva a tocarlo con las manos pues no es cuero
amigo de cariños ni muestras de confianza o palpamiento, y aunque se han visto
casos, sépalo usted, al balón ni con el pétalo de una rosa.
Presta
pues el esférico su dignidad de óvulo para que 22 espermatozoides luchen por
fecundar a la señorita victoria, escurridiza ella, cópula divulgada con el
grito de gol, y cuyo desenlace o parto inequívoco se desconoce a ciencia cierta
hasta que se escucha el pitazo final.
Digamos
asimismo que el fútbol es ambición civilizada pues entre otras cosas es difícil
imaginar a un equipo ataviado con traje militar, aunque de querubín tampoco, ya
que tropa o plumaje allí sobran. Además, espacio y tiempo son sus
condicionantes objetivas sobre las cuales bailan el genio de pases y gambetas,
avances y defensas, fuerza y destreza, errores y debilidades, engranajes de
equipo al que se engarza la ambición individual junto al impulso colectivo,
corriendo como niños detrás de la ilusión imberbe de triunfar, que es un
instante inmenso y siempre huidizo, que al no lograrlo nos deja un dolor más
que morado del que se aprende que la vida es un sueño regido por vientos
caprichosos y crueles.
Y
se aprende también, en su ejercicio, a persistir sobre todo al perder, porque
los triunfos son fugaces y engañosos y no dejan cicatrices, mientras que los
fracasos son profundos, dolorosos, dramáticos. Y creer que se puede y que se
debe, son lecciones y elecciones que no se deshilachan fácilmente mientras se está
llorando una derrota. Es más, allí en la soledad del infortunio es cuando más
se valora lo perdido porque nunca se tuvo suficiente coraje o no se luchó tanto
como era debido. El fútbol es una quimera que no duerme, como la Vinotinto de
nuestros padeceres, que es una ilusión
venezolana, bandera sudada de esperanzas en tiempos de sequía.
Leandro Area Pereira
leandro.area@gmail.com
@leandroarea
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