El
pasado día sábado 28 de junio se cumplieron cien años del asesinato del
heredero al trono del Imperio Austro-Húngaro, evento que detonó la Primera
Guerra Mundial. Ese particular suceso no causó propiamente el conflicto, sino
que fue la chispa que incendió una pradera reseca y lista para arder durante
cuatro años de dolor en Europa.
Lo
que mostró el disparo que acabó con la vida del desafortunado heredero a una
corona imperial, que ya para entonces era un puñado de ruinas sostenidas como
por arte de magia, es que pequeños eventos pueden desatar grandes tragedias. En
tal sentido conviene distinguir entre las causas profundas de, por ejemplo, el
desastre de 1914-1918, y los acontecimientos específicos o causas detonantes
que hicieron estallar el polvorín acumulado.
Existen
analogías entre la situación vigente en Europa los años inmediatamente
anteriores a la ruptura de hostilidades (Agosto 1914), y la actual situación
internacional. También hoy, como entonces, el escenario presenta dos potencias
insatisfechas (China y Rusia), que de modo parecido a la Alemania del Kaiser
Guillermo II, procuran alterar aspectos básicos de la correlación de fuerzas
geopolíticas a nivel regional y global. También hoy, como entonces, actores que
juegan de modo independiente a las potencias principales son capaces de
complicarlo todo, como ocurrió con el viejo continente en los Balcanes y en
nuestros días ocurre en el Medio Oriente. También hoy, como entonces, una
potencia predominante pero desgastada intenta evadir los conflictos que se
perfilan, pero los mismos no la dejan sola. Me refiero desde luego a Estados
Unidos, y pienso en Gran Bretaña y Francia durante la “Belle Époque”.
Pero considero que la más ilustrativa analogía entre los tiempos que precedieron la Primera Guerra Mundial y el paso de nuestros días, se refiere a la generalizada convicción –con algunas excepciones, por supuesto—según la cual, a pesar de los múltiples desafíos que hoy asoman sus rostros amenazantes alrededor del mundo, el peligro de una “gran guerra”, es decir, de una confrontación que involucre a las principales potencias y se extienda más allá de teatros regionales limitados, ha sido conjurado, posiblemente para siempre.
Tal
vez ahora no seamos tan ingenuos como los distraídos burgueses que disfrutaban
las delicias de la “Belle Époque”, en la Europa de comienzos del siglo XX; no
obstante, todavía se comete a diestra y siniestra el más pernicioso de los
errores politicos, que consiste en confiar demasiado en la racionalidad humana.
Impresiona
constatar que antes del estallido de la guerra en 1914, aparecieron sesudos
libros que aseguraban que la guerra era “imposible”, pues sería demasiado
costosa en términos económicos y empujaría contra la corriente de los intereses
financieros de los participantes. E impresiona constatar que antes del
estallido de la Segunda Guerra Mundial en 1939, analistas del tema
internacional y estudiosos de los avances en las técnicas y estrategias
militares de ese tiempo, estaban convencidos que el poder de los bombarderos y
explosivos para el momento existentes serían suficientes para destruir ciudades
enteras, como Londres, París y Berlin, y por lo tanto, debido al miedo a la
aniquilación mutua, ninguna de las potencias se atrevería a desatar una
conflagración que al final también la arrastraría.
¡Quimeras e ilusiones que jamás cesan! Gratos sueños de paz perpetua que, insisto, se nutren de una miope sobrestimación de nuestra razón, y de la tendencia a minimizar el peso de nuestros instintos y pasiones.
Anibal
Romero
aromeroarticulos@yahoo.com
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