Sócrates condenado a beber la cicuta, ante la
propuesta de escapar, le dice a Critón: “Los principios que profesé toda mi
vida no debo abandonarlos hoy porque mi situación haya cambiado; los sigo
mirando con los mismos ojos, les sigo teniendo el mismo respeto y veneración
que antes; y si no los hay mejores, ten por seguro que no cederé en lo que me
propones, aunque todos intenten asustarme como a un niño, con amenazas más
horribles que la confiscación, las cadenas o la muerte” (Platón, El Critón.)
Una acotación necesaria
En la novela, Matar
un Ruiseñor, el abogado Atticus Finch, defiende a un muchacho negro acusado
injustamente de haber violado a un chica blanca. Toda la ciudad, donde los
prejuicios raciales son fuertes, se le hecha encima. También su hija le
reprocha su conducta, contrario a lo que todos piensan Atticus, al responder a
la niña, ofrece uno de los argumentos más elegantes sobre la dignidad de la
persona: “tienen derecho a creerlo, y tienen derecho a que se respeten por completo sus opiniones, pero
antes de poder vivir con los demás, tengo que vivir conmigo mismo. La única cosa que no se rige por la regla de
la mayoría es nuestra conciencia”.
Al leer hoy la
imprecaciones presuntuosas que tronó el Capitán del Furial, vino a mi memoria
como verdugo a sueldo el recuerdo de una carta de un disciplinado militante al
comité central del partido comunista chileno a propósito de los
desproporcionados ataques (que hoy en la historia nuestra parecieran repetirse
algunos rasgos, fue uno de centenares de agravios del Comité Central del
partido Comunista Chileno, contra de los que elevaron su voz, para mostrar su
inconformidad por la forma que se estaban articulando las decisiones del
llamado CC, que al final con su extremo sectarismo hicieron naufragar el esfuerzo
Democrático liderado por el nunca suficientemente recordado Salvador Allende y
que provocó la sangrienta salida que le costo tantas vidas al noble pueblo
chileno. Hoy ya en distancia y extinguiéndose las dolorosas heridas que han
costado cauterizar, debemos volver hacia ese espacio de la historia para
confrontarlo y extraer de él enseñanzas que nos permitan avanzar, que alejen la
arrogancia e petulancia que ya no ocultan algunos de los santones del
régimen.
Cito sus dramáticas
declaraciones “Me iría de buena gana a otro lado. Pero cuando me desgarre los
brazos haciendo hoyos, cavando zanjas, acarreando agua; cuando me rompí las
manos cortando la vid de la justicia; cuando estuve de sol a sol recolectando
racimos de esperanzas y se los entregue a ustedes y ustedes fabricaron a su
antojo un vino de dudosa calidad… ¿Qué me queda? No es tan fácil. Me gustaría
participar en la receta, en la fórmula que ustedes elaboraron. Pero el precio que debo pagar es muy caro, contiene
un valor más alto que toda la plusvalía junta”.
Se llama obsecuencia.
Y esa escalera,
consuetudinaria en nuestro partido, no la quiero, no me gusta y no la usaré
nunca, es más, si de mi se tratara, rompería con mis manos cada peldaño que
conforma esa escala de posiciones. ¿Entonces qué me queda? ¿Irme? Hasta donde
yo sé, el partido somos todos, no unos pocos.
Me parece inconcebible que un dirigente, al ver pancartas en contra de
las decisiones del CC diga sin ningún reparo: esos no son comunistas. ¿Si
pienso distinto, no soy comunista? Hasta
donde yo sé, las decisiones las tomamos todos y no una cáfila de
“iluminados”. Y recuerdo cuanto han
criticado, cuanto se han burlado de compañeros que han optado por otras vías
que no han sido las suyas”…”arrogantes trasvertidos los llamaríamos nosotros en
el país”.
“Por ser libre
estamos obligados a elegir, pero no estamos obligados a acertar. Por eso, necesitamos una brújula que nos
oriente en la navegación de la vida aunque, los Ángeles de la visión de Jacob
tenían alas, pero bajaban de uno en uno los peldaños de la escalera”.
Pedro R. Garcia M.
pgpgarcia5@gmail.com
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