viernes, 13 de junio de 2014

MANUEL MALAVER, LA PASIÓN DE LEOPOLDO LÓPEZ

Sin embargo, la defensa de la democracia y la lucha contra la dictadura en Venezuela no deja otra opción que el heroísmo, pues coexistir y esperar gestos de legalidad y piedad de asesinos en serie es perder el país e imponerle los rigores que durante 55 años han destruido al pueblo cubano.

Las elecciones, por tanto, no es que deban desecharse y estigmatizarse, sino que deben asumirse tal si hiciesen en los tiempos de la Rusia de Stalin, la Alemania de Hitler, o la Cuba de los Castro, dándoles un profundo contenido movilizador para denunciar el régimen, acusar el sistema y minar las bases de la dictadura.

Leopoldo López llegó para añadirle “otra energía” a la oposición venezolana, tan posicionada en triunfos numéricos que, en ningún sentido, se traducían en derrotas cualitativas del régimen.

Todo lo contrario: admitir que se había retrocedido en alcaldías, gobernaciones y el parlamento se convirtió en la principal argucia del castrochavismo para legitimarse, si tales pérdidas nunca entrañaban un solo rasguño, la más leve fisura en el “Poder Ejecutivo”, que es ( de acuerdo a nuestra presidencialísima Constitución), la instancia en la cual se deciden y ejecutan los asuntos reales del poder.

La misma también “legaliza” una reducción flagrante y escandalosa de la independencia de los poderes (imprescindible en toda sociedad democrática) y con ello el régimen se dota de un seguro adicional o cerrojo para que las riendas del gobierno no escapen nunca de manos del mandamás o caudillo.

Con tal esquema, el avance hacia el poder total jamás se detuvo, y capa tras capa fueron imponiéndosele al país las aberraciones del fosilizado y anacrónico socialismo.

La estrategia electoralista del sistema, entonces, resulta clara: no preocuparse, sino, incluso estimular las caídas en las instancias intermedias del mando (alcaldías, gobernaciones, AN) -si es que son electivas-, pero ir a las peores tropelías, al fraude como rutina, si se trata de fortalecer más y más al eje del Estado, que no es otro que el Poder Ejecutivo y su jefe: el presidente de la República.

De ahí que, desde sus inicios, la historia de la dictadura castrochavista sea la de la construcción de un poder personalista, omnímodo y centralizado en el Ejecutivo y su jefe, mientras se tomó su tiempo para extenderlo al Legislativo y Judicial, si bien en ocasiones pudo arañarlos, disolverlos y anularlos si se atrevían a apuntar sus baterías hacia el Palacio de Miraflores.

Un contexto, en consecuencia, donde los avances vía electoral debían pulsarse mucho, diseñarse y realizarse casi de una manera científica, mágica y milagrosa, de modo que nunca se prestaran para que Chávez se cubriera con la hoja de parra de la democracia, y se convirtiera en lo que nunca fue y alguna vez logró: el dictador que a su vez fungía el “Santo Patrón” de la democracia nacional y casi continental.

Pero como dice el filósofo, Rubén Blades, “la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida” y Chávez resultó atacado el 10 de junio del 2011 por el flanco que menos esperaba: se le diagnosticó un cáncer colo-rectal, o de pelvis, o de alma, y en un año y nueve meses vio vuelta añicos la construcción de una cuidadosa estructura de poder con la que pensaba ser presidente de por vida y aun fundar una dinastía.

Ahora estaba ahí, en quirófanos, camas clínicas, haciendo esfuerzos extremos, patéticos y mortales para sobrevivir políticamente, pero sin evitar entregar la vida -no se sabe si en un hospital de La Habana, o Caracas-, en diciembre del 2012, o el 5 de marzo del 2013 para ser inhumado, de acuerdo al ritual comunista, en un mausoleo donde sus seguidores, al igual que los de Lenin, Stalin y Mao, piensan que permanecerá por los siglos de los siglos.

Pero si Chávez entregó la vida, no cedió el poder, que pasó a ser controlado por sus maestros, asesores, o babalaos, los dictadores octogenarios cubanos, Fidel y Raúl Castro, quienes, rápidamente, le nombraron sucesor: un presunto agente del G-2 cubano que, a efectos legales y públicos, aun se conoce como Nicolás Maduro.
La jugada, sin embargo, era arriesgada, imprudente, imprudentísima, ya que pisaba callos a nivel de todo el expectro político nacional -pero sobre todo en el gobierno y el PSUV-, y lejos de garantizar la transición a un futuro sin Chávez, lo que podía era abortarla.

De todas maneras, los cubanos, muy en su estilo, se lanzaron a jugar a cuadro cerrado desde el comienzo, y a mes y medio de desaparecido Chávez, expusieron a Maduro en unas elecciones presidenciales que perdió catastróficamente con el candidato opositor, Henrique Capriles, por casi un millón de votos, el 14 de abril antepasado.

Lo que ha sucedido desde entonces lo han sufrido los venezolanos a sangre y fuego, con la pérdida de la vida de 50 venezolanos, más de 400 heridos, otros tantos torturados, miles de detenidos y una represión militar y policial que ha arrasado plazas, calles, avenidas, casas, apartamentos, urbanizaciones, carreteras, y autopistas donde se ha lanzado el grito de que Venezuela vive una dictadura presidida por un tal Maduro, pero de hecho ejercida desde Cuba por dos anciano valetudinarios.

Hechos sangrientos que se han desatado en medio de la bancarrota de la economía filomarxista, una escasez que ronda el 60 por ciento de la cesta básica, inflación del 70 por ciento anual, una deuda externa que ronda los 200 mil millones de dólares y un default, “sucesivo y selectivo”, que ha dejado al país sin alimentos, medicinas, equipos e insumos médicos, ni materias primas para mantener la industria manufacturera y de servicios.
En otras palabras: que un cambio de piel en la situación política donde la dictadura ha pasado de “blanda” a “dura”, el “Socialismo del Siglo XXI” es ahora del “Siglo XX”, y “Maduro y sus generales” no tienen empacho en actuar como forajidos, y adscribirse a las tesis de la “Guerra Asimétrica” que pauta que si para mantenerse en poder hay que aliarse con la delincuencia organizada y el narcotráfico, vale.

Pero también choque en las capas tectónicas de la oposición que, desde el 14 abril antepasado, pasó a dividirse entre los fieles creyentes y devotos de las elecciones “per se” y quienes dicen que elecciones sin lucha de calles, protestas y movilización popular que horade la estabilidad del régimen, son “golondrinas de un solo verano”.

Desde luego que, en todo este debate, la participación y presencia de Leopoldo López, y su partido, “Voluntad Popular”, han sido fundamentales, pues no solo avalaron y respaldaron la irrupción del movimiento estudiantil que tomó la calle el 12 de febrero pasado, sino que López, junto con María Corina Machado, Antonio Ledezma y Diego Arria, ha sido uno de sus principales voceros.

Lo ha pagado con cárcel y ser sometido a un “proceso” plagado de abusos, atropellos y perversiones, como solo puede esperarse de la primera dictadura de los tiempos de Internet y las redes sociales, en los cuales violar los derechos humanos, es también exponerse a juicios que, sin duda, la justicia global instruirá en un futuro próximo.

Sin embargo, la defensa de la democracia y la lucha contra la dictadura en Venezuela, no deja otra opción que el heroísmo, pues coexistir y esperar gestos de legalidad y piedad de asesinos en serie como Fidel, Raúl Castro y sus marionetas Maduro, Cabello, Rodríguez Torres y Padrino López, es perder el país e imponerle los rigores que durante 55 años han destruido al pueblo cubano.

Las elecciones, por tanto, no es que deban desecharse y estigmatizarse, sino que deben asumirse tal si hiciesen en los tiempos de la Rusia de Stalin, la Alemania de Hitler, o la Cuba de los Castro, dándoles un profundo contenido movilizador para denunciar el régimen, acusar el sistema y minar las bases de la dictadura.

Tesis, programa o planteamiento que no tendría por qué constituirse “per se” en un ácido disolvente de la unidad opositora, sino en la arcilla que la una en una realidad donde la dictadura no tiene ya nada que ocultar, y, enfrentarla establece sacrificios cuyos costos no van al saco rato de la inutilidad, si no a las fuerzas que cada día se harán más robustas para embestir y arrollar al régimen.

Leopoldo López es hoy un símbolo viviente de todo ello, del coraje, la valentía y la dignidad que se debe acumular para desafiar a los forajidos violadores de los derechos humanos y la fe de que, más temprano que tarde, acabaremos con ellos.

Manuel Malaver
manumalm912@cantv.net
@MMalaverM

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