Al momento de enfrentar una crisis económica,
los gobiernos juzgan sobre la pertinencia de instrumentar estrategias graduales
o estrategias de choque.
En la mayoría de los casos se inclinan por acciones de choque al corto plazo (populistas y electoralistas) en aras de evitarse una “pérdida de popularidad”, y orientándose hacia variadas formas de economía planificada inscrita en un amplio marco de regulaciones y controles, con clara tendencia en favor de la participación directa del gobierno en la actividad económica, en complicidad de una política monetaria subordinada a un Estado omnipresente que procura continuas emisiones de dinero inorgánico, que al tiempo conforma un escenario marcadamente inflacionario.
En lo inmediato, el Estado se doblega
ante la tentación de asumir directamente el mecanismo distributivo del mercado,
apuntalado por un entorno de regulación económico-social y en lo especial de
los controles de precio (y congelación) que son fijados generalmente por debajo
del equilibrio del mercado, induciendo que se invalide el mercado en cuanto a
su función asignativa (facilitar la mejor información para orientar sobre qué y
cómo producir, invertir y consumir); abriéndole espacio a la función
distributiva (elevar la demanda familiar a costa de la inversión y de la
ganancia normal empresarial) que al mediano plazo se materializa en una acción
perversa que impulsa la caída de la oferta que en su tendencia decreciente
siempre se “equilibra” con la demanda mediante la elevación de los precios
(decepcionando y desplazando a quienes no pueden pagar el “nuevo precio”); lo
que equivale a entrar en una atmosfera de escasez (carencia progresiva de
productos), desabastecimiento, inflación y la consecuente ruptura de la equidad
social (percepción de pertenencia a un proyecto político-partidista, un modelo económico-social y a un sistema de
gobierno).
La inestabilidad monetaria observada en su
efecto más antisocial: la inflación, se convierte, por un lado, en un impuesto
fuertemente regresivo (incide más sobre las familias con rentas bajas) que
estimula mayor resentimiento social, y por otro lado en una depreciación del
valor de la moneda (que afecta a todos sin distinción de estrato social), en
conjunto con un “impuesto inflacionario” a los depósitos bancarios (acorralados
ante la ausencia de oportunidades). Todo ello se traduce en una perturbación
del crecimiento económico a consecuencia de la inestabilidad de los precios, la
disminución del empleo, y (lo más grave) la proliferación de inversiones
especulativas (incluidas las importaciones) que generan muy poca productividad
social en comparación a los recursos destinados a bienes intermedios, de
capital, a infraestructura y a la formación de capital humano. A la luz de tal
desenvolvimiento se perfecciona una injusta redistribución de los ingresos y
del patrimonio, donde los grandes perjudicados son aquellos que devengan un
sueldo fijo, los pensionados y jubilados; así como los comerciantes y
productores de bienes y servicios sometidos a una “política” de regulación de
precios basada en una ganancia máxima inferior a la tasa de inflación
anualizada que resulta muy poco probable de superar habida cuenta de la escasa
rotación de inventarios (fundamentalmente originado por ausencia de divisas);
magnificando la perversidad que subyace en un ambiente de inflación y control
de precios.
Un alto reflexivo: La mejor forma de acabar
con la sociedad burguesa y democrática es destruyendo su moneda (Lenin).
Desde otro ángulo complementario, vale
destacar la perturbadora relación que existe entre la inflación, la renta
colectiva (salario real) y la elevación de la producción como respuesta a una
mejora en la productividad. En tal contexto resulta sobradamente evidente, que
la elevación de la eficiencia económica es consecuencia de mejoras crecientes y
persistentes en la productividad, hasta alcanzar potenciales reducciones de
precios propiciadores de incrementos en el salario real; hecho diametralmente
opuesto a la distorsionante indexación de los salarios a la (elevada) inflación
(en aras de “mantener” el poder de compra del trabajador) sin que medie
aumentos en la productividad del trabajo ni ajustes en los precios regulados,
originándose por tanto en el sector productivo una implosión de su estructura
funcional que obviamente puede conducir a la quiebra o a una sanción
penal/administrativa (al violar los precios controlados), que en ambos casos
repercutirá en una disminución de la oferta global y por ende en un
recrudecimiento de la triada no deseada (pero si propiciada): escasez, desabastecimiento
y ¡¡más inflación!!.
Una cita final: “Una política económica sólo
se podrá tener por buena en la medida en que reporte provecho y prosperidad al
hombre”. (¿Es esto lo que está sucediendo en Venezuela?).
Jesús
Alexis González
Jagp611@gmail.com
@jagp611
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