Cuando la historia se escribe y reescribe a
voluntad, tantas veces como sean necesarias, se hace difícil hablar de
condiciones objetivas
Héctor E. Schamis
En 1867 se creó el Imperio Austro-Húngaro, la
unión de dos casas reales. El último capítulo de los Habsburgos, funcionaba con
un jefe de estado, Francisco José, y dos gobiernos en paralelo con dos
capitales, Viena y Budapest. Defensa y política exterior estaban centralizadas
en el emperador y existía una unión aduanera, pero las demás funciones eran
autónomas, con dos parlamentos y sus respectivos primeros ministros que coordinaban
los procesos legislativos. Bien engorroso, pero el Imperio fue una de los
grandes potencias europeas en la segunda mitad del siglo XIX hasta que se
disolvió en 1918, al ser derrotado en la Primera Guerra Mundial.
Argenzuela, país con dos capitales en América
del Sur, Buenos Aires y Caracas, también fue creada por el acuerdo político de
dos poderes cuasi monárquicos, el de los Kirchner y el de Chávez. La idea se
inició a mediados de la década pasada, cuando Argentina todavía estaba bajo los
efectos del default y Venezuela adquirió bonos de deuda, según algunos por
amistad y solidaridad, según otros por tasas de interés más elevadas que las
del FMI.
Continuó con la elección de Cristina Kirchner en 2007, cuando
Venezuela contribuyó a su campaña con recursos monetarios, la renombrada maleta
de Antonini Wilson, y se profundizó después del deceso de Néstor Kirchner,
cuando la política económica comenzó a parecerse de manera considerable.
El alto déficit fiscal financiado con
emisión, la complicadísima e ineficiente política cambiaria y el irracional
proteccionismo, que restringe tanto insumos industriales como hospitalarios,
son realidades comunes más recientes, posteriores a 2010. La política exterior
también comenzó a coordinarse de manera creciente desde entonces, como la
nacionalización de la siderúrgica de Techint en Venezuela—que contó con el
llamativo silencio de la embajada argentina—la expulsión de Paraguay del
Mercosur—pretexto para integrar a Venezuela al bloque—o como en el caso de
decisiones con objetivos menos claros, por ejemplo, la nunca explicada relación
triangular con Irán.
Pero más allá de las políticas, Argenzuela
recién tomó verdadera entidad con la estrategia de la perpetuación, exitosa o
fallida, y por medio de los instrumentos utilizados para tal fin. En ese
sentido deben entenderse la estigmatización de la prensa—el enemigo
todopoderoso—la intimidación a los periodistas—sus agentes—y el acoso a jueces
y fiscales independientes—sus supuestos intelectuales orgánicos. Como
estrategia concreta fue más exitosa en Caracas que en Buenos Aires,
indudablemente, pero la construcción narrativa de la misma y su representación
escénica fueron igual de intensos en ambos lugares. No en vano, ya han sido
quince años de chavismo y serán doce de kirchnerismo.
Las consecuencias de esta historia—este
Macondo del siglo XXI, muy real y nada mágico—sin embargo se sentirán por
décadas, tendrán efectos duraderos en las normas sociales y la cultura. Allí
donde desde el poder se dice que siempre se trata de intereses subjetivos—la
remanida conspiración—desde luego que todos perdemos sentido de la objetividad,
los hechos cada vez importan menos. Con eso además se diluye el valor del
lenguaje como instrumento descriptivo. Ya no sabemos qué es la democracia, el
autoritarismo, y ni que hablar del fascismo, el socialismo y tantas otras
palabras claves para nuestra comunicación política y nuestra cultura
compartida.
Allí donde todo es reducible a su
representación simbólica, no sorprende que un presidente haga política hablando
con un pájaro—que a su vez encarna a un difunto—y que otro presidente la haga
elevando un pingüino inflable con sus alas desplegadas—que denota otro
difunto—cual canonización. Generalmente la política es objeto de estudio de las
ciencias sociales y el derecho, pero allí donde todo es relato y escenografía
tal vez sea objeto de la ornitología.
Es que el absurdo de la realidad no está tan
lejos de eso. Cuando la historia se escribe y se reescribe a voluntad, tantas
veces como sean necesarias y en jerga marxista chatarra, se hace difícil hablar
de las condiciones objetivas de nada. Allí donde la cadena nacional se usa y se
abusa hasta saturar a una sociedad, los anticapitalistas pueden tener cuentas
en Suiza y los revolucionarios propiedades en Miami sin mayores problemas. Los
altos funcionarios con décadas viviendo del estado ni se ruborizan al declarar
aumentos patrimoniales “por ser abogados exitosos”. Es aceptable también que
los auto consagrados campeones de los derechos humanos hayan dirigido el
periódico de Videla, y que además vayan por el mundo presumiendo de ser
moralmente superiores. No son los periodistas ni los jueces, en Argenzuela
estos son los verdaderos intelectuales orgánicos y ese es el discurso
hegemónico de dominación, tan hegemónico que ha construido una realidad
insoslayable.
Argenzuela es muy real, entonces, no es solo
una superficialidad discursiva, y eso es lo grave. Es muy diferente a aquel
populismo clásico del siglo XX, aunque se le parezca. Es un proyecto serio, de
fondo, una batalla por las ideas y las palabras, o mejor dicho una batalla por
la disolución de su significado en base a la repetición, lo cual no deja de
constituir una estrategia de dominación.
Con eso han deteriorado la civilidad y el
tejido social, y le han dado forma a un orden social autoritario. Es un
proyecto cultural que no debe ser tomado a la ligera, porque hasta ahora la
vienen ganando. No será para siempre, y esperemos que no sea medio siglo y con
una guerra en el camino, pero Argenzuela dejará su marca.
Héctor E. Schamis
hes8@georgetown.edu
@hectorschamis
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