“Cuando Caracas era Caracas”, escribió recién
Rafael Poleo, al encabezar uno de sus polémicos “Corto y profundo”. Y agregaría
al veterano editor: “Cuando Venezuela era Venezuela”, para expresar algunas ideas
sobre ese país de posibilidades que se ha hecho tan inasible
No lo creo. Y por una razón de pura
lógica. Hubo tiempos en que se logró formar un país mejor que el actual. Y
aunque ese país fue dejando de ser para transmutarse en el de ahora, la
experiencia demuestra que fue posible un progreso sustantivo, aunque también
seguido de un deterioro sostenido.
Por eso muchas veces, muchos venezolanos
tenemos la impresión de que este no es el país que tanta merecida consideración
–y envidia– llegó a despertar en América Latina y más allá. El país inclusivo y
hospitalario para con el inmigrante y el extranjero. El país festivo y ganado
para la convivencia de su gente. El país que poco a poco fue construyéndose y
que sabía permanecer abierto y dinámico, a pesar de las adversidades y de las
muchas crisis. No un país idílico, claro que no, lejos de eso. Pero sí un país
donde se podía vivir con la mirada en el futuro.
¿Dónde está ese país? No es fácil encontrarlo
en el de los 25.000 asesinatos al año. O en el de la represión y el terrorismo
del Estado. O en el que ha sido saqueado por comandos político-militares que
han contado con reconocido apoyo popular. O en el país cuya cultura democrática
es pisoteada sin descanso por una hegemonía despótica y corrupta. O en el país
donde los jóvenes quieren irse para buscar un destino de provecho. Este país
que tenemos en el presente es una caricatura menguada de sí mismo. Una
fotografía real pero ripiosa y vencida por el descuido.
No es el propósito de estas líneas entrar en
los porqués. Bien sabemos que las naciones tienen épocas de ascenso, de
estancamiento, de caída y hasta de ruina. Y la época que padece Venezuela debe
estar por los lados de la caída destructiva, por la sencilla razón de que ya
nuestro país está dejando de ofrecer una vida humana a su población. Lo que se
reparte es violencia, es odio político, es penuria económica, es resignación
social, y todo eso deshumaniza, le quita humanidad a la vida personal, familiar
y social. Todo eso acaba con la calidad y dignidad humana de una nación.
En esta Venezuela la gente sobrevive llena de
temor. Las noches parecen desiertos y casi todo el mundo anda apurado para
guarecerse temprano. Y repito casi, porque hay miles de bandas armadas que
imponen su fuerza de muerte y se despliegan soberanas al amparo doloso y
negligente del poder. Un poder que se ufana de su mandonería, de su
continuismo, y de su control arbitrario de los recursos nacionales en nombre de
ideologías oxidadas y propagandas fraudulentas.
Un poder que desprecia la democracia, a pesar
de que utiliza sus ropajes para disfrazar su naturaleza despótica. Un poder al
servicio de factores foráneos, como los hermanos Castro de Cuba, o las
necesidades petrolíferas de China, que tienen nuestro potencial energético
subordinado a sus intereses. Un poder que ha malbaratado la más auspiciosa
posibilidad de desarrollo que haya contado Venezuela en toda su historia. La
proporcionada por la prolongada bonanza petrolera mundial del siglo XXI.
Todo esto debe y puede cambiar. No para
restaurar etapas o períodos que pertenecen a la historia, sino para desarrollar
un país posible y promisorio para su pueblo. Y eso no se inventa del aire ni se
crea de la nada. Necesita fundamentos. Por todo ello es que para pensar en un
futuro afirmativo y sobre todo para construirlo, en necesario ponderar sin
nostalgia y sin desprecio los tiempos de cuando Venezuela era Venezuela.
Fernando
Luis Egaña
flegana@gmail.com
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