El
horror hunde raíces en
odio y resentimiento, y, en
soberbia del poder totalitario, que insaciable impone absoluta arbitrariedad
sobre los demás. El lacerante dolor físico, psíquico y espiritual devasta a
quien lo padece. La intensidad del tormento no alcanza el porvenir. Acontece
que la memoria de la víctima busca restañar heridas y olvidar sus huellas, perdonando a los verdugos;
otras, desatando venganza contra éstos, mientras al vilo de la impunidad del
Estado ejecutan crueldades, o al perseguirlos después de una derrota
estrepitosa.
Nadie conoce sus capacidades extremas. Justo después de haber
vivido extremos abismales, la extraña paradoja ocurre, o emerge en el instante
inesperado; el misterio anida como ángel o
fiera, en la mente o el alma humana. Acecho feroz saber que el cuerpo
también tiene su propia memoria. Aunque
el actual gobierno represivo venezolano, no piensa en el liminar peligro en que
esta realidad pueda significar para sus ejecutores del horror.
Sacrificios
humanos realizados por antiguas civilizaciones, a deidades mitológicas, no
lograron purgar el sentido absurdo al que la humanidad se resistía ante las
creencias de un mundo que no terminaba de pertenecerle, por ser éste demasiado
hostil a su condición sensible y desamparada.
El rey Agamenón sacrificó a su
hija Ifigenia a la diosa Artemisa para que sus naves contaran con vientos
favorables que las dirigieran a la toma definitiva de la ciudad de Troya.
Después de aquella gloriosa y amarga conquista -celebrada por Homero-, Agamenón
sucumbió al infierno de la venganza a manos de la madre de Ifigenia:
Clitemnestra. Es inevitable, la fortuna del poder total está atenazada a la obsesión y al
crimen.
El
horror es más perverso y sofisticado cuando el propio Estado totalitario lo instrumenta con principios ideológicos
irracionales a la sombra de una falsa civilidad. La tradición primitiva de su
crueldad, gusta solazarse en ver a un hombre despedazado por jauría de perros
hambrientos o a un joven empalado por el cañón de un fusil. Delegar fuerza
represiva en grupos paramilitares, es recurrencia de estas dictaduras que
pretenden librarse de responsabilidades directas por actos criminales
contra opositores, y la
propia sociedad civil victimizada, que no sabe a cuál instancia estadal equilibrada y humana, dirigirse para
solicitar socorro. Las dictaduras genocidas intentan confundir a organismos de
derechos humanos internacionales al aseverar, que lo que ocurre en los
países que dominan es producto de una
polarización natural de la lucha de ideas, y no del desplome del Estado de
Derecho de la democracia que simulan representar. Por eso ocurre, que en los escenarios de las mesas de diálogos con opositores, la dictadura no puede evitar
exhibir, aún más, la desnudez del mal que la moviliza.
Una
vida mística no siempre acalla o conjura la disyuntiva que lo habita, más al
saber que la balanza a manos de otro desde el poder desatado, ha desequilibrado
la razón y la emoción hasta llevarlo al desasosiego y el tormento. La magnitud
de la afrenta, la humillación, el vejamen, el crimen, puede reactivar el
recuerdo horrible que se creía vencido. El fluir del tiempo no necesariamente ayuda al olvido ni recompone
la honda ausencia que crucifica al desafortunado y sobreviviente del horror
estadal. Ese testigo excepcional del
estallido y el vacío. La víctima vive doble condena a través de herederos dolientes que lo
recuerdan en infatigable conversación, y en el silencio rumiante que la nada
enmienda. Si muere, la sonrisa de sus huesos no descansa en
paz. El martirio ha quedado grabado para
siempre. Pero, cuando una madre perdona al asesino de su hijo, el destello de
ese milagro la convierte en santa.
Jueces
de la llamada justicia dictatorial emiten veredictos amañados para acallar o
contener las resonancias del resentimiento y la venganza de la víctima.
Desprecian el perdón y la amnistía, por
considerarlo una debilidad política. Creen que su interesada justicia clausura
el oprobio o el crimen del Estado, una vez ejecutada la sentencia firme y definitiva,
que cierra el caso en un archivo muerto. El Juicio de Nuremberg no fue
suficiente para borrar las heridas
hondas de la memoria del holocausto. Terminada la Segunda Guerra
Mundial, se crearon sectas de cacería para dar con aquellos funcionarios que
cumplieron órdenes extra sumariales de un Estado que estableció el horror
sistemático. Como Adolf Eichmann, hoy, el ministro del Interior venezolano
cumple órdenes con precisa eficacia de funcionario policial, que lo convierte
en pieza clave del engranaje totalitario y represor instalado en Venezuela.
Actúa como el sirviente, frío y
calculador, de un Estado paralelo que ha desmontado y torcido
leyes vinculantes de la constitución.
Sin
embargo, hay hombres que como Macbeth, de William Shakespeare, acostumbran a
asesinar el sueño sin saberlo.
Edilio
Peña
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