viernes, 25 de abril de 2014

EDILIO PEÑA, EL ASESINO DEL SUEÑO

El horror hunde  raíces  en  odio y  resentimiento, y, en soberbia del poder totalitario, que insaciable impone absoluta arbitrariedad sobre los demás. El lacerante dolor físico, psíquico y espiritual devasta a quien lo padece. La intensidad del tormento no alcanza el porvenir. Acontece que la memoria de la víctima busca restañar heridas y olvidar  sus huellas, perdonando a los verdugos; otras, desatando venganza contra éstos, mientras al vilo de la impunidad del Estado ejecutan crueldades, o al perseguirlos después de una derrota estrepitosa. 

Nadie conoce sus capacidades extremas. Justo después de haber vivido extremos abismales, la extraña paradoja ocurre, o emerge en el instante inesperado; el misterio anida como ángel o  fiera, en la mente o el alma humana. Acecho feroz saber que el cuerpo también  tiene su propia memoria. Aunque el actual gobierno represivo venezolano, no piensa en el liminar peligro en que esta realidad pueda significar para sus ejecutores del horror.

Sacrificios humanos realizados por antiguas civilizaciones, a deidades mitológicas, no lograron purgar el sentido absurdo al que la humanidad se resistía ante las creencias de un mundo que no terminaba de pertenecerle, por ser éste demasiado hostil a su condición sensible y desamparada. 

El rey Agamenón sacrificó a su hija Ifigenia a la diosa Artemisa para que sus naves contaran con vientos favorables que las dirigieran a la toma definitiva de la ciudad de Troya. Después de aquella gloriosa y amarga conquista -celebrada por Homero-, Agamenón sucumbió al infierno de la venganza a manos de la madre de Ifigenia: Clitemnestra. Es inevitable, la fortuna del poder  total está atenazada a la obsesión y al crimen.

El horror es más perverso y sofisticado cuando el propio Estado totalitario  lo instrumenta con principios ideológicos irracionales a la sombra de una falsa civilidad. La tradición primitiva de su crueldad, gusta solazarse en ver a un hombre despedazado por jauría de perros hambrientos o a un joven empalado por el cañón de un fusil. Delegar fuerza represiva en grupos paramilitares, es recurrencia de estas dictaduras que pretenden librarse de responsabilidades directas por actos criminales contra  opositores,  y  la propia sociedad civil victimizada, que no sabe a cuál instancia estadal  equilibrada y humana, dirigirse para solicitar socorro. Las dictaduras genocidas intentan confundir a organismos de derechos humanos internacionales al aseverar, que lo que ocurre en los países  que dominan es producto de una polarización natural de la lucha de ideas, y no del desplome del Estado de Derecho de la democracia que simulan representar.  Por eso ocurre, que en  los escenarios de  las mesas de diálogos con  opositores, la dictadura no puede evitar exhibir, aún más, la desnudez del mal que la moviliza.

Una vida mística no siempre acalla o conjura la disyuntiva que lo habita, más al saber que la balanza a manos de otro desde el poder desatado, ha desequilibrado la razón y la emoción hasta llevarlo al desasosiego y el tormento. La magnitud de la afrenta, la humillación, el vejamen, el crimen, puede reactivar el recuerdo horrible que se creía vencido. El fluir del tiempo no  necesariamente ayuda al olvido ni recompone la honda ausencia que crucifica al desafortunado y sobreviviente del horror estadal. Ese testigo excepcional del  estallido y el vacío. La víctima vive doble condena  a través de herederos dolientes que lo recuerdan en infatigable conversación, y en el silencio rumiante que la nada enmienda.  Si muere, la   sonrisa de sus huesos no descansa en paz.  El martirio ha quedado grabado para siempre. Pero, cuando una madre perdona al asesino de su hijo, el destello de ese milagro  la convierte en santa.

Jueces de la llamada justicia dictatorial emiten veredictos amañados para acallar o contener las resonancias del resentimiento y la venganza de la víctima. Desprecian  el perdón y la amnistía, por considerarlo una debilidad política. Creen que su interesada justicia clausura el oprobio o el crimen del Estado, una vez ejecutada la sentencia firme y definitiva, que cierra el caso en un archivo muerto. El Juicio de Nuremberg no fue suficiente para borrar las heridas  hondas de la memoria del holocausto. Terminada la Segunda Guerra Mundial, se crearon sectas de cacería para dar con aquellos funcionarios que cumplieron órdenes extra sumariales de un Estado que estableció el horror sistemático. Como Adolf Eichmann, hoy, el ministro del Interior venezolano cumple órdenes con precisa eficacia de funcionario policial, que lo convierte en pieza clave del engranaje totalitario y represor instalado en Venezuela. Actúa como el sirviente,  frío y calculador, de un Estado paralelo que ha desmontado  y torcido  leyes vinculantes de la constitución.

Sin embargo, hay hombres que como Macbeth, de William Shakespeare, acostumbran a asesinar el sueño sin saberlo.

Edilio Peña
edilio2@yahoo.com
@edilio_p

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