miércoles, 23 de abril de 2014

AMÉRICO MARTÍN, LA DIFERENCIA

La gran promesa redentora ha terminado en añicos. La monstruosa evidencia, los hechos desnudos, la pusieron al descubierto y lo que aparece a la vista no es como para solazarse. Lo primero fue la estolidez del edificio ideológico. 

A sabiendas de que el socialismo revolucionario había naufragado en todo el mundo (no así el democrático, que en Europa ofrece logros muy importantes) quisieron presentarlo bajo una forma nueva, y de allí el cognomento de SSXXI, pero puesto que esa nueva versión se inspiraba en el caso cubano, la incongruencia lo fue desde la partida misma. Los propios jefes del fidelismo admitieron que su fracaso no era distinto al del modelo en su conjunto. Se propusieron en el VI Congreso del Partido reformarlo profundamente, aproximadamente conforme al ejemplo chino, que no es sino una forma de capitalismo sin instituciones confiables. El emblema de Raúl Castro para esa notable reunión no pudo ser más demoledor: “Cambiamos o nos hundimos”.

Pero como, dominado por la seducción de Fidel, el señor Chávez quería envolver a la mortificada Cuba en la quimera de su nueva Utopía, su oferta no pudo evitar las gruesas manchas de la incongruencia. Nadie quería ir a nadar en el mar de la felicidad o el martirio de aquella Isla. Lo segundo, los ensayos frustrados con un saldo atroz desquiciaron la economía y generaron una inestabilidad social sin precedentes, ante la cual el régimen se dejó de dudas y desató el terrorismo de Estado (copia al carbón del socialismo que había estallado en pedazos) y despertó la resistencia civil, sin distingo de ideologías. Como aprendiz de brujo el locuaz comandante aplicó la fórmula revolucionaria más simplista y abandonada hasta por sus colegas de los restantes países: la construcción de un modelo productivo en sustitución del privado solo que basado en la solidaridad y no en el lucro. Esa ensoñación ocasionó un triple efecto: la destrucción masiva de la capacidad productiva del país, el abandono de las novedades aplicadas por el voluntarismo de ensoñación del agitado jefe y el estallido de las variables que tocan directamente la vida de los venezolanos, especialmente los de menos ingresos. Lo único que queda en pie es la desesperada represión librada por los sucesores del deificado líder con el fin de detener la catástrofe. Curiosamente esa represión, que ha alcanzado niveles de ensañamiento y crueldad que asombran al mundo, es asumida oficialmente como “poco novedosa”. Dicen los voceros del madurismo que durante los 40 años de “infame democracia” también hubo persecuciones, muertes y violación a los derechos humanos. ¡Estupendo argumento! Cabría preguntarles: ¿y para repetir agravados los errores de la democracia fue que ustedes hicieron la pomposa revolución bolivariana? Un análisis comparado de las dos épocas revelaría que el escalamiento represivo de nuestros días, en muchos aspectos peor que cualquiera de los pasados, es sobre todo inmotivado. Los jóvenes y vecinos luchan actualmente en forma pacífica y sin el propósito de tumbar al gobierno. Aunque el gobierno tiene años anunciando golpes y magnicidios sin presentar jamás la más mínima prueba porque sencillamente no la tiene, durante la terrible década de los años 60 los gobiernos democráticos –especialmente los de Rómulo Betancourt y Raúl Leoni- no las necesitaron porque la izquierda misma declaró la guerra, empuñó las armas y anunció una estrategia para tomar el poder. En esa fórmula se embarcó parte de la izquierda continental, con Fidel Castro como supremo alentador. Quien esto escribe nunca ha pretendido absolver sus errores y responsabilidades con el agua bautismal de la autocrítica. Soy uno de los formuladores y practicantes de ese gravísimo error que cortó el crecimiento natural de una valiente y generosa generación destinada a gobernar en democracia pero que terminó sepultada en el fracaso. Fue una política absurda que causó muchos daños al país. Los excesos represivos tampoco pueden justificarse porque no fueron tolerables ayer, ni mucho menos hoy. “Mucho menos”, dado que el gobierno de Maduro no enfrenta una insurrección, ni un movimiento de frentes guerrilleros y audaces unidades tácticas urbanas de combate, ni ha conocido en 15 años nada parecido a los levantamientos militares de Carúpano y Puerto Cabello, ni los secuestros de aviones civiles o de Alfredo Di Estéfano en el marco de la clásica propaganda de guerra. En fin, los opositores de Betancourt y Leoni estaban en guerra y construyeron un dispositivo insurreccional, en tanto que los opositores de Chávez y Maduro no lo están ni se aprecia que se propongan algo parecido.

Esa diferencia, esa gran diferencia, es la que coloca el problema en otros términos: aquella era una democracia que se defendía de una revolución, y lo hacía cometiendo reprochables excesos; y ésta es una neo-dictadura que reprime luchas de contenido y formas democráticas, y lo hace incurriendo en las prácticas más salvajes que Venezuela haya soportado en mucho tiempo.
Maduro se encuentra en una verdadera encrucijada. Perdió la ideología que invocaba como fundamento de sus promesas; agotó sin el menor éxito el reservorio de fórmulas alternas dirigidas a cambiar el llamado sistema de “lucro” por el “solidario”; colocó al país en lugares deplorables en comparación con la más bien pujante América Latina; ha golpeado severamente la industria petrolera, corazón de la sociedad; ha endeudado hasta grados insoportables el Estado, PDVSA y la economía privada; ha hecho estallar un macabro cortejo de males sociales que oprimen a los venezolanos hasta extremos insólitos. Esperemos que pese a las cargas que comprometen el futuro, el cambio democrático sabrá superar rápidamente el saldo negro de esta absurda

Americo Martin
amermart@yahoo.com
@AmericoMartin

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