Cuando un pueblo renuncia a sus valores, a su
deber y a sus derechos primordiales, se hace indigno de sí mismo. Se desconoce
como sociedad si su vida y su conducta no se corresponden con todo aquello que
debe enaltecer a una nación: historia trascendente, inconfundible identidad, grandes ideales,
grandes hombres, hechos admirables, presencia colectiva, determinación ante la
adversidad, virtud y lealtad, conciencia
y civilidad. Todo ello lo ha tenido
Venezuela en medio de sus luchas y sus sacrificios, no careciendo de paradigmas
y lecciones no obstante sus extravíos dolorosos ante los cuales se ha
reivindicado finalmente.
La patria de los libertadores, de los
preclaros ciudadanos, del valeroso pueblo que los acompañó, no puede ser
víctima de la indolencia y la traición de quienes contrarios a nuestros mayores
intereses despojan al país de su virtud, de su sentido ciudadano, de sus
derechos, de su patrimonio material y
moral, y admiten con gesto indiferente lo que ocurre, profundizan sus males,
pervierten la dignidad republicana y destruyen nuestras posibilidades de
futuro, desconociendo las enseñanzas del pasado y nuestro mandato histórico que
ordena civilización, derechos, convivencia, honor, patriotismo y libertad.
El poder corrompe y enceguece y la ambición
pervierte a muchos, pero al mismo tiempo, ante ellos, se erige una fuerza moral
que los reprueba y exige las correcciones necesarias que permitan retomar un
sentido que enaltezca al país.
Las leyes, los deberes y derechos no pueden
transformarse en meras entelequias, normas que pocos obedecen. Las
instituciones no pueden enervarse, y no deben carecer de autoridad e independencia
para sostener los más elevados intereses nacionales y garantizar los derechos
esenciales de todos.
Si el ejercicio del poder no es consecuente
con sus principios y deberes a favor del bien común, abandona su auténtico
carácter y se hace necesario corregirlo para que alcance sus finalidades y
contribuya de manera efectiva al bienestar de la Nación.
En el momento existe en diversos sectores una
especie de apatía moral ante todos
nuestros males. Se acepta como normal lo inadmisible, se permite el engaño, se
aplaude la ignorancia, se perdona y olvida lo incorrecto. El país ha menguado
su sentido crítico y su capacidad política y social para exigir las
rectificaciones. La sociedad se permite distraer en consideraciones
intrascendentes cuando lo medular es discutir los temas esenciales y exigir las
garantías y las respuestas que justifican la misión y el carácter de su
dirigencia.
La responsabilidad y la credibilidad en el
ejercicio del poder -delegado estrictamente para el cumplimiento de los objetivos
y propósitos de la nación-, deben ser reclamadas por el pueblo y su falta
sancionada por la opinión. La arbitrariedad, la improvisación, la incapacidad,
la indiferencia, no pueden ser las guías del destino de una nación.
A una parte de la sociedad venezolana
pareciera no importarle sino lo individual, la permanencia del propio beneficio
independientemente de su origen y de las responsabilidades colectivas. Se
humilla, se margina al que reclama correcciones profundas y consecuencia con
principios y conductas, bien en el marco de las propias organizaciones o fuera
de ellas, a quienes en definitiva no cumplieron sus promesas iniciales y no
supieron honrar con sus ejecutorias la confianza pública.
Frente a las contradicciones del poder y las
inconsecuencias de los hombres, Alberto
Ravell una vez reclamó con entereza ciudadana en plena dictadura a Germán
Suárez Flamerich, cuando éste ocupó la irrelevante presidencia de la Junta de
Gobierno (1950-1952): "¿Hacia dónde van ustedes, los hombres civiles que
apoyan a los que derrocan gobiernos legítimos y desgarran Constituciones
discutidas en amplio debate público? ¿Hacia dónde va Venezuela cuando sus
hijos, defensores de principios ayer, los que tenían tradiciones civilistas y
revolucionarias, se hacen sordos a su llamado de madre y, halagados por el
poder o la fortuna, claudican o se entregan? ¿Hacia dónde vas Germán? Yo quiero
que me respondas de hombre a hombre, de corazón a corazón, categóricamente y
sin esguinces, sin que intervenga para nada la pasión política que a rato
enturbia la mente de los hombres. ...
¿Qué eres en el fondo...? ... Eres...,
universitario, abogado, compañero nuestro ayer, o has tomado en préstamo tu nombre o lo has prestado tú
mismo para dar apariencia civil a algo que no puede ser justo, ni decente, ni
honorable...".
Era, una vez más en nuestra historia, la
confrontación esencial que prueba la naturaleza de los hombres y sus actos, lo
que somos y lo que hacemos, lo que dejamos de hacer ante nosotros mismos y el
país, incapaces de aceptar y corregir la propia falta, ajenos a las faltas de
otros, solapando el deber, acallando la conciencia, postergando la propia
dignidad que a todos por igual exige y corresponde.
José Félix Díaz Bermúdez
Jfd599@gmail.com
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