Hace
49 años murió mi padre: Alejandro Oropeza Castillo*. Yo estaba en Washington
cuando una llamada de Caracas nos informó.
Hoy,
sobrecargada de sentimientos dolorosos con esta angustia que es Venezuela,
pensé hasta en excusarme con esta columna porque resulta durísimo colocar en
orden las emociones para poder escribirla, hoy, precisamente.
Pero
aqui estoy. Porque desde cualquier espacio que papá esté hoy, sería una gran
traición con él que yo no recordara su entrega, su pasión, su empeño por la
Venezuela que debe ser, y también porque hoy como nunca Venezuela necesita de
la historia de hombres buenos, honestos, hidalgos en la lucha, como él.
Yo
lo conocí cuando estaba escondido en la clandestinidad, en uno de los mismos
ranchos de La Charneca en San Agustín. Yo tenía
siete años, Julieta mi hermana seis. Flaco, ojos grandes, pelo negro,
liso, nariz aguileña. Se agachó preguntando: “¿ustedes saben cómo me llamo yo”?
Las dos contestamos: “papi”. Y él nos abrazó feliz: “Yo me llamaba Alejandro
pero me gusta más ese nombre”.
Y
así fue hasta ese día triste de los Santos Inocentes que en cumplimiento de una
promesa hecha a un grupo de personas que habían perdido en un incendio sus
mercados en Boconó, la avioneta cayó tras el edificio donde vivía en San Román
muriendo los cinco que compartian el viaje.
Él
le tenía terror a los aviones. Pero era un compromiso que jamás incumpliría.
Un
día que viajaría con Marcos Falcón Briceño, historiador, diplomático, excelente
amigo, a Brasil, Rómulo que los despedía les gritó cuando ya caminaban en la
pista: “Los encontraremos en el Amazonas”. Y los dos se devolvieron.
No
era su día. Tenía 52 años. Y ya había servido a su pais desde los diez y siete
cuando en la lucha de los estudiantes contra la dictadura de Juan Vicente Gómez
había sido forzado a trabajar en las carreteras del Castillo de Puerto Cabello
encadenado a pesados grillos, cicatrices que perdurarían en sus tobillos toda
su vida.
A
los veinte y tantos está en la creación de ANDE, la primera organización
trabajadora, después en la creación de la Confederación de Trabajadores de
Venezuela y primer presidente de la CTV, Banco Obrero, Banco Central,
Corporación Venezolana de Fomento, sacrificando sus logros prsonales y su
propia personalidad empresarial por su ética, ese sentido de la vida que es la
clase humana, esa decencia que hizo al editor de la Democracia José Agustin
Catalá definirlo como el “último hombre honesto” de la política venezolana.
Pagó
ese precio.
Vendrían
otros tiempos. Alejandro Oropeza Castillo fue siempre para nosotras y para
Venezuela, lo mismo que fue aquel día que lo conocimos en San Agustín cuando
nos enseñó la primera lección de generosidad y amor de nuestras vidas: un alma
noble.
Hombres
como él se crecen hoy en es historia que los que quedamos tenemos que contar
para rebatir la mentira de una historia que no es Venezuela!
@IsaOropeza
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