Me llamo Yulesky Alfredo, nací en la parte más alta del cerro
La Bandera, en Los Rosales, Caracas. Perdón, no nací, me hicieron en un viejo colchón en el suelo dentro - casi afuera- de un más viejo rancho
hecho con pedazos de cartón, asbesto y zinc. Juro que nunca conocí a los que me
hicieron. Me nacieron en el rancho de
una señora que después supe que le decían “comadrona”. Al hombre que me hizo
dicen que lo mataron unos drogadictos y a la mujer, como creo que dijo el poeta
aquel, se la llevó un hombre a camello.
No sé si darle las gracias a no, pero la mujer que me crió, junto a cinco chamos más, todos recogíos, fue la que me enseñaron a decirle “la abuela”. Una para todos y seis para echarle vaina.
Así crecimos y allí vivimos. La abuela nos
enseñó a medio leer y un poco a escribir. Recuerdo el fastidio de tener que
aprender que las letras, siendo la misma, se escribía de diferente manera:
minúscula y mayúscula. La “a” de amor, con “a”
y “A”; la “g” de gato, con “g” y “G”; la “i” de hijo, con “i” y “I”, el palito más
grande, venida de latín, y, la
“y” que se pronunciaba “ye”, con “y” y “Y” se la habían traído de Grecia. No
joda, que enredo. Coconazos con todos los seis.
Otra tragedia fue el aprender a leer
deletreando. “c con o”: CO, “l con e”: LE, “g con i y con o”: GIO. Total:
COLEGIO. Así nos enseñaron a deletrear y a pronunciar MAMÁ (con una rayita
encima de la última Á), CASA, PARED, SILLÓN,
XILÓFONO (que todavía no sé qué coño es). Por nuestra cuenta y con los amigos
aprendimos a deletrear y a escribir en las paredes de las casas y en las tablas
de los ranchos: COÑO, MARICO, PUTA, JALA BOLA, PENDEJO y muchas otras más que
nos facilitaban la comunicación y el entendimiento.
Bueno,
pero así aprendimos algo. A todos nos metieron a estudiar en la U.E. Gran
Colombia, en el Prado de María, pero más fue el tiempo gastado y perdido para conseguirnos cupo que lo que
duramos en ese colegio.
Nuestra verdadera escuela fue en las calles, la Plaza Tiuna y en las afueras
de los bares; así, los tres que quedamos, aprendimos casi todo lo que
necesitábamos saber para sobrevivir. Los
otros tres se esfumaron. Se me olvidaba
decirles que la abuela nos enseñó de memoria el Padre Nuestro y el Ave María
para que rezáramos de noche antes de acostarnos.
En ese convivir y aprender fuimos peloteros,
futbolistas, jugadores de metras, trompos, gurrufíos, papagayos, bolas
criollas, orillita, cartas y policías y ladrones, por cierto, siempre éramos
los ladrones.
Cuando teníamos entre doce y quince años,
llegó un tropel de gente al barrio y reuniendo a todos, los muchos que allí
ociosamente pasaban los días, nos hablaron y prometieron que a más tardar
dentro de dos años, no quedaría un niño mendingando por recovecos,
callejones, calles, bares y plazas. Nuestro destino sería una casa por
rancho, una escuela para estudiar, un comedor para meterle a la papa tres veces
por día de lunes a sábado, un dispensario para cuidar la salud y una beca de no sé cuántos bolívares para los
gastos de una llamada “cesta alimentaria”. Eso sí, teníamos que colaborar,
obligatoriamente, con la recolección de basura, barrer los recovecos,
callejones y las pocas calles, regar y podar las matas en la Plaza, pintar de
color rojo los ranchos, postes, y hasta los pocos transformadores.
Semanalmente, previo inscripción obligatoria, para un buen control, nos darían
una mascá de doscientos cincuenta bolívares como ayuda humanitaria. Además, nos
entregaron camisetas como para usar
durante dos años, con la cara de un señor que ni conozco y quien, según me
dijeron, no es venezolano. No importa,
agarrando aunque la promesa sea larga.
Desde ese momento nos empezaron a llamar
DIGNIFICADOS y también HIJOS DE LA
PATRIA. Por supuesto, cada noche rezaba, hasta tres veces, el Padre Nuestro y
el Ave María y recordaba a la abuela, que en paz descanse.
Barriendo, limpiando, podando, pintando,
jalando escardilla, recogiendo inmundicias: pañales de recién nacidos, pupú de
perros, botellas de cervezas, preservativos que todavía se podían reciclar,
cochones viejos, caparazón de computadoras, gatos y ratas muertos y, otras menudencias, fueron
pasando las horas de la mañana, de la tarde y la noche, los siete días de
cada semana, las semanas de cada mes y
los meses de cada año. Yo, y mis amigos fuimos creciendo como NIÑOS DE LA PATRIA,
pero de la misma, mejor dicho, de una peor patria que cuando nos mantenía la
abuela. Doce años han pasado y nunca llegó la digna casa, la escuela, el
comedor, el dispensario, la cesta alimentaria, la beca y mucho menos la mascá
semanal. Eso sí, todavía tengo camisetas para regalar.
Hoy tengo 24 años, tengo cédula de identidad.
Me sigo llamando Yulesky Alfredo, mi apellido, el mismo de mi abuela: Páez.
Pero todo no ha sido malo en mi vida. Me
propuse ser alguien en la vida y algo
que me diera dinero y poder para ayudarme y ayudar a los demás. Eso sí, sin
llegar a ser rico, pues recuerdo dos frases, que repetían mucho y que decían:
“ser rico es malo” y que “robar, cuando se tiene necesidad, no era malo”.
Con mi Padre Nuestro y el Ave María como
protección, y con las frases en mi
mente, fui abriendo mi propio camino en mi
autobús robado.
En compañía de mis amigos, comenzamos por
apropiarnos de lo que fuera en la bodega de Don Cipriano, viejo amigo de la
abuela. Como nos descubrieron y nos castigaron en los respectivos ranchos, tuvimos que ir cerro abajo en busca de nuevos
y mejores clientes. Un buen rebusque, sin muchos contratiempos, fue el asalto a
las Doñas quienes obligatoriamente debían subir las escalinatas. Prendas,
monederos, relojes, pulseras, cadenas y zapatos fueron los bienes más
adquiridos. No era malo, teníamos hambre. Recordemos: “el secreto de la vida es
compartir”. Lo adquirido, lo repartíamos entre todos pero, a mí, como jefe de
la bandita, siempre me tocaba la mitad.
La escuela de la calle nos iba enseñando con
cada acierto o error. Íbamos progresando.
En varias oportunidades fuimos víctimas de la
delación y, detenidos, pasábamos varios días en la policía municipal. Allí, por
supuesto, aprendíamos cada vez más. Estrategia y logística, eran la clave.
Seguimos en las andanzas y, en una oportunidad, al descubrir a uno de los
delatores, no nos quedó más remedio que sacarlo del ambiente. Yo ordené, pero
no participé. Más nunca se ha sabido de su paradero.
En este pasaje rasante por nuestra escuela
callejera fuimos incrementando el área de influencia y las acciones, de día o
de noche. Aprovechar el tiempo para aprender es muy importante. Asaltamos
ancianos, mujeres embarazadas, discapacitados, robamos en iglesias, liceos,
casas de familia, restaurantes, moteles de mala muerte y
hasta en uno muy jay con nombre en árabe.
Mi actividad y mi prestigio iba creciendo y
dándome a conocer en el sur de Caracas, formé una agrupación, un poco más
grande, pero muy selecta. A mis socios les iba tan bien como a mí, para
eso éramos un equipo. Nuestras
actividades se expandieron hacia el este, comenzando por Sabana Grande, Chacao,
Chacaíto, La Castellana y Los Palos
Grandes. En esa área en verdad que los
palos que dábamos fueron grandes y económicamente sustanciosos. Hoteles de
primera, joyerías, zapaterías, ropa íntima –para nuestras chamas-, ventas de
automóviles y motos, estacionamientos. Con todo el riesgo que supone, hasta en
el Metro hacíamos caída y mesa limpia. Mi grado de educación en la escuela de
la calle-ya estaba a nivel de tecnológico- lo cual me obligó hacer una pasantía
en Cúcuta, Colombia, en todo lo relacionado con el tráfico y distribución de
drogas al detal. En verdad, quedé entre los primeros, superando a varios
colombianos, bolivianos, ecuatorianos, peruanos, un mejicano y dos gringos. Mi
tesis de grado fue producto de una investigación de campo en San Antonio del
Táchira y los fines de semana en San Cristóbal. Por supuesto dejé y conservé
muy buenas relaciones internacionales, todavía de bajo nivel.
Lo estudiado en Cúcuta y practicado en Bogotá
y San Cristóbal me obligó a expandir mis operaciones hacia otras importantes
ciudades en Venezuela: Maracay, Valencia, Puerto la Cruz, Cumaná y Margarita.
Ya me decían y me trataban como Licenciado. En mi recuerdo quedaron las escalinatas del cerro La Bandera, los
ranchos de El Valle, el túnel de la Roca Tarpeya, La Gran Colombia, la Plaza
Tiuna, la Placita de las Tres Gracias, la Calle Real del Cementerio en donde
tuve muchos amigos camuflajeados como buhoneros, así mismo, en el Cementerio
quedaron los cuerpos de varios delatores. Necesidades para el aprendizaje.
Mi ambición y mi acelerado progreso me
llevaron a intentar en Trinidad y otras cercanas islas en el Caribe. Vano
esfuerzo por la competencia y riesgo personal.
Las influencias de algunas compañías poco a
poco fueron influyendo para que dejara de rezar todas las noches, en verdad, ya
casi no tenía tiempo ni voluntad. Lo primero que lograron fue que no le rezara
a la Virgen ni invocara a ningún Santo –aunque fuera el presidente colombiano-,
pues sólo son imágenes de yeso. Era preferible almacenar drogas.
El destino sabe lo que uno va a hacer. El
mundo de las drogas me llevó, en este nunca acabar etapa de educación, a la
Universidad de El Rodeo, con pasantías por la Universidades de La Planta,
Uribana, Santa Ana y Tocuyito. En ellas,
rodeado de tantos estudiantes y
profesores retirados o en etapa de perfeccionamiento, tuve la oportunidad de
hacer varios Diplomados que me servirán de acreencia para alcanzar mi título
mayor: PRAN. En esa lucha y con esa ambición estoy dedicado con mucha pasión. Más pronto de lo esperado
llegaré a ser PRAN. Para los que no saben, el PRAN en su estudiar en las
escuelas, tecnológicos y universidades de la vida, con el muy debido respeto,
por la indebida comparación, equivale a
ser RECTOR de una prestigiosa Universidad pública o privada. Pero hay una gran diferencia, el PRAN tiene PODER,
dentro y fuera del recinto. El PRAN es autónomo. Decide quién entra, quién debe
quedarse y quién debe salir. Los
custodios, sea quien sea, respetan más
al PRAN que al Director, al Jefe del
Director y al Jefe del Jefe. Se acuerdan
cuando la reciente y trágica situación en El Rodeo en donde, estando rodeada,
cercada, muy bien vigilada de día y de noche, algunos PRANES lograron escabullirse. Eso no lo logra ni el
Hombre Invisible. Es más, el PRAN tiene
más comodidades que un Ministro o Presidente de una empresa del estado.
Ya veremos qué me depara el destino.
Lo que en verdad no he podido borrar de mi
memoria y llevo como un tormento, es la época en la que, mis amigos y yo
fuimos engañados con el genérico nombre
de NIÑOS DE LA PATRIA. Hoy, por lo
menos, sin puntos de comparación, tengo la real
posibilidad de ser un PRAN; pero ellos, ya hombres, de casi mi misma edad, me
pregunto si siguen barriendo, limpiando, podando, pintando, jalando escardilla,
recogiendo inmundicias: pañales de recién nacidos, pupú de perros, botellas de
cervezas, preservativos que todavía se puedan reciclar, cochones viejos,
caparazón de computadoras, gatos y ratas
muertos y, otras menudencias, mientras, envejeciendo, ven pasar
las horas de la mañana, de la tarde y la noche, los siete días de
cada semana, las semanas de cada mes y
los meses de cada año y, rezando el Padre Nuestro y el Ave María, siguen esperando por las promesas incumplidas.
Para mí, NO TODO FUE TAN MALO
Daniel Chalbaud Lange.
vonlange1939@gmail.com
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