lunes, 2 de septiembre de 2013

PEDRO PAUL BELLO, DEMOCRACIA Y PARTICIPACIÓN

A pesar de limitaciones y fallas inherentes a todo lo humano, es evidente que el sistema democrático sigue siendo la mejor forma para organizar una sociedad y gobernar los pueblos.  

Desde luego, hay que entender el concepto “democracia” con una amplitud mucho mayor de la que, en el pasado, encerraba al Estado de Derecho llamado liberal-burgués que se extendió en Occidente hasta el pasado siglo.

En efecto, mucho más allá que una declaración jurídico-formal o que de un sistema político representativo, la democracia es una forma o actitud de vida según la cual todos y cada uno de los miembros de una Sociedad política determinada, se encuentran solidariamente unidos a un destino y a una Obra Común, en cuya generación tienen su cuota de responsabilidad y de cuyos frutos todos deben alcanzar su correspondiente cuota de beneficios.

Así entendida, la noción de democracia se muestra inseparable de la noción de participación. En verdad, participar significa tener parte, pero previo al tener se debe encontrar al más ser; valga decir que para participar, para “tener parte”, es menester previo el “ser parte” de lo cual se muestra como correlativo el “sentirse parte”.  En el fondo de toda idea de solidaridad  --sea local, regional, nacional o internacional--  que aspire a traspasar o superar la idea de proyectos más o menos compartidos o más o menos utópicos, se trata de encarnarse en una realidad en la que se viva este sentirse parte como verdadera posibilidad de realización real. Por eso, la vieja “democracia liberal” se ha abierto a caminos que marcan nuevas y cada vez más multiplicadas formas participativas. 

Por ejemplo, en los ya remotos años 70 del siglo pasado, en la Francia que gobernaba entonces Valery Giscard de Estaing, se produjo un informe elaborado por una “Comisión para el desarrollo de las responsabilidades locales”, cuyo contenido, muy ambicioso para aquél tiempo, tuvo gran significado en lo que respecta a la transformación de las instituciones políticas y administrativas de ese país, cuyo principal objetivo era el de cambiar las tradicionales instituciones, siempre muy centralizadas por el gobierno desde París, para alcanzar amplios niveles de descentralización con el propósito de instaurar auténticas democracias locales, lo que provocó un desarrollo ampliamente participativo.

Si esto expreso ahora, es porque en Venezuela, una vez  --que percibo como muy cercana--  de haber superado esta hecatombe grotesca que padecemos, es imprescindible que se abra el país todo, hacia una descentralización total de las diferentes Regiones, Estados y Localidades, en procura de que esas Entidades adquieran plena autonomía en el manejo de sus verdaderos intereses populares, apuntando hacia lo que verdaderamente es necesario e indispensable no sólo para consolidar sus autonomías, sino para atender a las ingentes necesidades de sus pobladores en todos sus niveles sociales, mientras que el Poder Central, sito en la Capital de la República de Venezuela, se ocupe de las prioritarias necesidades de la Nación entendida como un todo, sin inmiscuirse en los derechos de las Regiones, Estados y Localidades de orientar sus propias urgencias. Quiero advertir, en este punto, que quien esto escribe no es el único venezolano que piensa en esto, sino que desde hace ya mucho tiempo, un gran contingente de ciudadanos de excelentes formación y conocimientos está trabajando en esta idea. Sería, por tanto ideal, el que quienes trabajan y bien se afanan con las enormes dificultades políticas, convocaran a estas personas para que, con ellas, abrir puertas al futuro de una gran Venezuela que nos espera.

Por supuesto, no es de pensar que esos logros se alcanzarán por arte de Biriberloque. ¡No! Hay una realidad concreta e incontrastable que significa una raíz humana de raigambre. El hombre (y no la hombra) actual y de siempre, en todo lugar escondido o visible de la Tierra, en su realidad vital cotidiana lejos de participar procura aislarse en su propia individualidad y desaparecer en el anonimato, sobre todo en las sociedades de masa como es la nuestra. Ortega y Gasset, pasando por Fromm y hasta por Marcuse, han tenido este particular como objeto de preocupaciones y análisis diversos. 

Es que el hombre masa, el hombre alienado, el hombre unidimensional o como quiera que se le denomine, es una realidad que no puede ser olvidada cuando se trata de actuar sobre las estructuras e instituciones que todavía hoy existen en sociedades planetarizadas, como lo son  las sociedades industriales y de consumo. Nos podemos preguntar ¿Cuál será la razón profunda del aislamiento del hombre actual? La sola pregunta incita a buscar en las recónditas profundidades de la naturaleza humana, para allí indagar sobre las raíces escondidas y muy  hondas de tal aislamiento.

Cada ser humano parece escindirse entre una realidad concreta de sí mismo, realidad vivida y que se hace hoy en el vivir cotidiano. ¿Por qué? 

Tal vez el Papa Francisco pueda ayudarnos con su respuesta. Hay una suerte de combate, para cada cual, entre “lo que soy”, que es eso cotidiano, y un verdadero, pero escondido incluso para sí, proyecto de que es “lo que puedo ser” que brota de sus más profundas, radicales y originarias razones procedentes de su oculta pero olvidada condición de Persona Humana. Finito y material, el ser humano queda cercado, limitado y determinado por las carencias e impedimentos que, en su condición de vida, les son inherentes. Limitado en el tiempo a causa de su innegable finitud, se sabe mortal. Limitado también en el espacio y en su propia inteligencia por un saber parcial y gradual siempre oscuro y trabajoso. Además, es sujeto de dolores de todo orden; a veces de hambre y de miles de padecimientos propios de su condición material.

Sin embargo, y aquí tenemos el drama de la escisión: proyectado por el Creador para más allá del tiempo –condición espiritual de todo ser humano--  vive la aspiración profunda de trascender; la irrenunciable vocación de infinitud. Además, proyectado para más allá de la materia  --condición histórica--  aspira internamente a rebasar todas sus limitaciones. En esas dobles condiciones opuestas están, en cada extremo, los polos por los cuales se escinde el ser humano. Entonces, la real realización de la persona humana no es más que el acercarse de ambos polos de escisión en un proceso gradual y sostenido en los que la realidad del “el que soy” se aproxima al proyecto de “el que puedo ser” ¿Cómo hacerlo?:   La contradicción opuesta entre finitud e infinitud, si es descubierta, conduce a la actitud religiosa; a una relación con Dios cada vez más profunda en el tiempo.

Para el católico o para el cristiano en general, la aspiración de infinito se logra desde que se sabe parte del Cuerpo Místico de un Dios que no es un becerro de bronce, sino el Dios-Hombre Infinito que es Jesucristo. La materialidad, unida en ese mismo bipolarismo antes contradictorio y excluyente, conduce  --en buena hora--   a una actitud social: es en la vida solidaria  (y no solitaria) con sus semejantes en tanto cuales y próximos, como el hombre puede lograr superar sus carencias e integrarse a un cuerpo más amplio que el suyo  --la Humanidad--  y, como todo ser humano, podrá vencer y anular sus propias limitaciones y determinaciones en el mutuo complementarse para, así, alcanzar la plenitud de sus aspiraciones de orden temporal.  Es en la vida solidaria y no en la solitaria donde esto es posible, porque en aquella las relaciones son interpersonales, en las que las motivaciones no son el interés egoísta, ni la dominación, ni el engaño y la explotación del otro, sino el Amor.

De tal manera los humanos podremos alcanzar una necesidad  --que no simple y vago deseo--  inscrita en lo más profundo de nuestro Ser: la necesidad de realizarse, que se expresa en la superación de la separación en lo interior del ser. Pues bien, como puede inferirse inmediatamente, tal acercamiento entre realidad y proyectos del hombre, no puede darse en una sociedad orientada, no por el amor, sino por el egoísmo individualista.

Así no sólo se supera la señalada escisión interna, sino que se hace profunda integración del ser al alejarse, cada vez más, el polo de la realidad “que soy” o creo ser, de aquella integración hacia la infinitud que se ha aspirado siempre alcanzar.

La escisión  ocurría por la degradación progresiva que sometía a la persona humana, en su condición actual o existencial, a una falsa realidad vivida cotidianamente por el hombre. Mil formas de alienaciones desgarraron constantemente la interioridad del hombre al separar trabajo y propiedad; conocimiento y mundo; responsabilidad y libertad; mentira y verdad; política y moral.  Por ellas fueron divididos los seres humanos en categorías de opresores y de oprimidos; de ahítos y de hambrientos; de ricos y de pobres.

De esa forma  --tengámoslo claro--   la vida social, en tales condiciones, no puede ser ya camino para superar las limitaciones y las angustias humanas;  es sólo frustración siempre acumulada para las profundas aspiraciones de la vida y la verdadera realización de la persona humana. 

De allí que el hombre, defensivamente, desarrollara un esfuerzo intuitivo para alejarse lo menos posible de su “proyecto” creyéndolo como su verdadero ser persona. Con tan equivocada lógica, el hombre tendía a rechazar el medio social que le desgarraba internamente, desconfiaba de tal y se hacía no participativo. Pensemos sobre esto en la realidad actual de Venezuela.

De modo que, cualesquiera sean las formas propuestas para hacer en no lejano futuro, de la nuestra, una democracia participativa, habrá que enfrentar y que explicar mucho frente a choques derivados de la condición aislada, escéptica y desconfiada de muchas personas del hoy.  Sólo, si desde el principio, en esa nuestra renovada sociedad se logran superar las características en extremo alienantes que padece un alto porcentaje de nuestra población, las personas abandonarán su aislamiento y participarán solidariamente en la vida social.

Alcanzado ello, los venezolanos podremos realizar que la gente abandone ese aislamiento que tiene muchas causas y factores recrudecidos en estos quince años.  Cuando se logre ese cambio y haya esa participación deseable y deseada, lograremos la realización de la reunión de todos en su verdadera interioridad que, en el fondo, a muchos les es la más desconocida pero es también su más radical aspiración.          

ppaulbello@gmail.com

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AXEL KAISER, CHILE: LA UTOPÍA DEL OTRO MODELO

“La fe de los autores en el barco que aspiran a dirigir u orientar es tan profunda que, como el capitán del titanic, no logran ver ni les importa demasiado el iceberg con el que inevitablemente se estrellarán: el de la realidad…”

Joseph Schumpeter profetizó que el capitalismo sucumbiría, entre otras razones, por la emergencia de una clase de individuos que haría de la destrucción del sistema una rentable profesión: los intelectuales. Ellos serían, según el profesor de Harvard, quienes crearían la atmósfera social necesaria para derribar el orden económico libre.

A nivel local, el libro “El otro modelo” parece encajar en la categoría de Schumpeter. De manera franca y entusiasta los autores nos dicen que quieren aprovechar el cambio en la hegemonía intelectual de nuestro país para poner fin al sistema económico liberal que ha regido en los últimos 30 años. Según este grupo de cinco académicos, de los cuales cuatro son profesores de universidades privadas, “si de una batalla de ideas se trata, es entonces en calidad de arma que este libro debe ser leído”. Y el arma en cuestión es peligrosa, pues está cargada con aquellas municiones que solo el sentido de misión y la fe pueden procurar.

Una muestra de ello se pudo ver hace un tiempo en un programa de televisión en que se encontraban dos de los autores -Guillermo Larraín y Alfredo Joignant- junto al economista Rolf Lüders y la historiadora Patricia Arancibia. Visiblemente preocupada, esta última les preguntó a los autores por qué otro modelo si el que tenemos ha sido el más exitoso que jamás hayamos conocido. La pregunta es crucial no solo porque apela al más elemental sentido común -¿por qué cambiar algo que es un éxito?-, sino porque los mismos autores reconocen en su libro que este modelo económico ha sido el que más prosperidad ha generado. La respuesta la daría Joignant minutos después: de lo que se trata, sugirió, no es de cómo funciona la realidad, sino de visiones normativas, es decir, de ideologías.

Como recordara el ex socialista Jean-Francois Revel, esta es la diferencia central entre liberalismo y socialismo: el primero reconoce en la realidad la fuente de información y el juez del correcto fundamento de la acción, el segundo no. 

El socialismo, ideología que, con concesiones, claramente inspira “El otro modelo”, es construido de manera a priori y promete resolver todos los problemas humanos. El liberalismo reconoce que no puede construirse una sociedad más perfecta de lo que somos los seres humanos y que por tanto nunca podremos arreglarlo todo. El primero es utópico y fracasa; el segundo, realista y funciona. Este utopismo explica la crítica que hace “El otro modelo” al sistema liberal chileno en el sentido de que este no resuelve “todos los problemas”, algo que por su naturaleza realista este jamás pretendió.

Pero el libro además cae en una evidente contradicción, ya que por un lado sostiene que el “neoliberalismo” es una utopía y por otro reconoce que ha funcionado. Si los autores hubieran dedicado al menos una página a explicar por qué la teoría económica liberal fue tan exitosa en Chile -o en el mundo- habrían evitado la contradicción. Ellos mismos, sin embargo, ofrecen una salida al citar al Nobel de Economía Douglass North, para dar cuenta de la adopción del modelo económico por la Concertación. Siguiendo a North argumentan que las creencias en favor del modelo bajo el gobierno de Aylwin se vieron reforzadas debido al crecimiento económico acelerado que este producía.

Hasta ahí llegan los autores. Pero el mismo North nos explica también que son aquellas teorías que mejor entienden la realidad económica las que dan los mejores resultados. Según North entonces, nuestro éxito se debe a que el modelo actual interpreta mejor que otros cómo funciona la realidad económica, es decir, cómo actuamos los seres humanos. Es más, el mismo North se refirió al caso de Chile el año 2004 afirmando que nuestro éxito se debía a que los Chicago Boys habían creado las instituciones necesarias para incentivar actividades productivas y crear riqueza.

Si North tiene razón, y los autores de “El otro modelo” así parecen creerlo, entonces no es utopía lo que caracteriza al actual modelo sino un sano entendimiento acerca de cómo funciona la realidad. Por eso ha sido un éxito. “El otro modelo” en cambio, bota por la borda lo que ha enseñado North -y la experiencia histórica-, suponiendo que se puede construir un mundo mejor usando una teoría económica esencialmente opuesta a la liberal. Y eso es una utopía, no porque pretenda ponérsele fin al sistema económico actual. Eso se puede hacer perfectamente y así como van las cosas probablemente se hará y Chile deberá pagar el precio.

La utopía consiste en creer, como si las leyes económicas y la naturaleza humana fueran hoy distintas de lo que eran hace 30 años, que el modelo estatista radical que “El otro modelo” sugiere, no solo va a corregir muchas de las imperfecciones del actual sistema y lograr un paraíso igualitario, sino que además lo va a superar incluso en aquello que todos admiten este ha hecho bien. El origen de esta utopía se encuentra en el estatismo romántico de la obra. Sumado a un antiliberalismo e igualitarismo casi delirantes, este elemento lleva a los autores a conferir al Estado una personalidad propia, como si fuera un ente más allá del bien y el mal capaz de elevarnos a un orden moral y material superior, lejos de las miserias del mercado.

Para los autores, la actividad estatal debe ser omnipresente porque así lo requiere el “interés general”, concepto que no demuestran pero que entienden como aquello que se construye políticamente y que incorpora, difiere y al mismo tiempo trasciende al interés individual, como si todo eso fuera posible al mismo tiempo. Esta acrobacia conceptual es propia de las corrientes colectivistas, las que al aludir a abstracciones en lugar de realidades concretas logran hacer defendible cualquier cosa. Típicamente, lo que el colectivismo justifica como máxima expresión de moralidad es el sacrifico del individuo en nombre del colectivo bajo la falsa pero atractiva premisa de que lo que es bueno para el todo lo es también para la parte. Indudablemente es ese espíritu colectivista el que inspira “El otro modelo”.

Los autores no dejan duda alguna al respecto al sintetizar el mensaje de su libro en una poética metáfora según la cual los chilenos debiéramos “navegar todos juntos en un mismo barco hacia destinos significativos”. En esta visión de la historia, heredera de ese enemigo de la sociedad abierta que fue Hegel, no hay destino significativo que no sea colectivo, por lo que el barco necesariamente debe ser el Estado, el que debe forzarnos, en nuestro propio beneficio, a emprender la travesía común. Los capitanes de ese barco, por cierto, son los autores de “El otro modelo” o intelectuales afines, que saben mejor que cada uno de nosotros cuál es nuestro bien y cómo construir una sociedad decente, concebible solo como resultado de la actividad estatal.

El problema, más allá de la obvia incompatibilidad de “El otro modelo” con una sociedad de personas libres, es que la fe de los autores en el barco que aspiran a dirigir u orientar es tan profunda que, como el capitán del Titanic, no logran ver ni les importa demasiado el iceberg con el que inevitablemente se estrellarán: el de la realidad.

Fuente: El Mercurio (Chile)

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CARLOS SCHULMAISTER, LA AVENTURA DEL PENSAMIENTO, O SER Y APARENTAR, SEGUNDA PARTE II

Poco después de la culminación del proceso de división de las ciencias y la consiguiente consolidación y prestigio de  los especialistas y los grandes intelectuales (proceso estrechamente vinculado al optimismo de la razón, cuya coronación fuera la filosofía del Progreso), y a tenor del sacudón que representó para ésta la Primera Guerra Mundial comenzó a desarrollarse una mirada pesimista que ponía el acento en los sentidos  contradictorios que podían hallarse en el imperialismo racionalista y también en el desarrollo y funcionamiento de los cada vez más numerosos sectores intelectuales.

Para referirnos a ello vamos a aclarar los sentidos que le damos a la palabra intelectuales. Para ello nos valdremos de la diferenciación que efectuara Paul Baran en 1961, acerca de la existencia de los intelectuales propiamente dichos, o intelectuales a secas si se prefiere, y los trabajadores intelectuales, marcando la diferencia entre ambos la presencia de la libertad y el compromiso en los primeros, cuando efectivamente ello es así, pues puede que dicha presencia sea sólo aparente.

Además de esa clase de intelectuales superiores,  la diversidad y complejidad de los campos de la vida social en el sistema capitalista actual necesita de otras personas que realizan actividades intelectuales respecto de las cuales no son determinantes los fines de su acción y los marcos ideológicos, éticos y prácticos implícitos en ellas.

Éstos últimos son los trabajadores intelectuales (piénsese en los contadores, los técnicos, los empleados de banco, los maestros y profesores, los periodistas, etc, etc).

Pues bien, los trabajadores intelectuales y el grueso de las personas que en la sociedad no pertenecen a la primera categoría de intelectuales de Paul Baran vienen realizando y reforzando una milenaria delegación simbólica de las más altas funciones del pensamiento a aquellas personas que hemos descripto como los intelectuales  a secas. Éstos han tenido frecuentemente y por diversas razones comportamientos sociales que marcaban un distanciamiento del grueso de la sociedad concreta en que desenvolvían sus vidas, incluso al grado de ser percibidos en general como elitistas y con altas jerarquías.

Esa suerte de extrañamiento de los sabios iba unida a la sustracción de la mayoría de los saberes sistemáticos del campo mayoritario de las sociedades. Esa amalgama de extrañamiento convertía de hecho a esos intelectuales y a sus conocimientos en una masa lejana, abstrusa, sólo cognoscible por los primeros, de modo que los sujetos intelectuales y los contenidos simbólicos de su actividad intelectual se legitimaban de hecho ante los ojos de las mayorías. Y a ello contribuía la creciente producción intelectual de aquellos, de modo que la profusión cuantitativa de discursos racionales reforzaba la presunta jerarquía e importancia de los “descubrimientos”, incluyendo el hecho de que, paradojalmente, éstos fueran poco conocidos en extensión y profundidad por parte de las mayorías sociales, todavía desprovistas en general del conocimiento de la lectoescritura.

A pesar de esto, y como sucede en tantos otros asuntos de la vida, lo desconocido abruma y provoca supremacías sobre los espíritus vulnerables. Los lenguajes abstrusos, la complejidad de los razonamientos y los temperamentos quisquillosos de muchos de aquellos intelectuales -tenidos incondicionalmente como cultos y sabios- reforzaban su ascendiente sobre los sectores sociales de la base de cualquier pirámide social, es decir, sobre las mayorías. Fenómeno éste que es similar al de la idolatría de los artistas por parte de sus fans, con la diferencia de que en este caso los admiradores tienen elementos objetivos para tomar posición respecto de sus admirados ídolos, tal como el gusto y la admiración por sus actividades y talentos, e independientemente de sus particulares capacidades de apreciación de aquellos.

En el caso de los intelectuales de la cultura letrada y libresca sus fans nunca serán iletrados, por lo general. Esto no implica negar que, de hecho y en muchos casos, han existido y existen grados diversos de conocimiento de aquella cultura a través de su transmisión oral.

La jerarquía atribuida a algunos intelectuales vivientes, y el deslumbramiento que pueden llegar a provocar, lleva con frecuencia a algunos contemporáneos a convertirlos, a fuerza de admiración, en una suerte de gurúes, no sólo en mérito a su nombradía y reputación sino también por la gravedad que potencialmente  sus capacidades intelectuales revisten a sus ojos.

La conocida frase “¡Qué bien habla el dotor!” no constituye únicamente una percepción ingenua de los de arriba por parte de los sectores “populares” sino fundamentalmente una implícita sumisión de clase y la consiguiente legitimación del rol y las funciones de los cultos e ilustrados por parte de quienes no lo son o no se autoperciben a la misma altura intelectual.

En todas partes los intelectuales ocupan elevados sitiales en una escala jerárquica que les confiere  mayor exposición, poder de comunicación y resonancia debido a la “altura” en que se hallan respecto de casi todos los demás hombres comunes que les brindan respeto y veneración.

En los últimos dos siglos y medio abundaron los casos de intelectuales famosos respecto de los cuales la resonancia de sus famas precedía largamente a sus apariciones reales y también al conocimiento profundo de sus respectivas obras, apenas compensado en ocasiones por algunas citas extrapoladas. De ahí que en torno a ellos surgieran círculos de admiradores y  discípulos, capaces de arriesgar su vida porque el Maestro posara sus ojos en ellos, o por tener la dicha de escuchar de sus labios alguna de sus usualmente singulares definiciones urbi et orbi.

En el ínterin, los respectivos admiradores pasaron de coleccionar frases y sentencias impresos en manuscritos y libros y hasta transmitidos oralmente, a fotografías y retratos hasta llegar a los modernos soportes informáticos, y todo con tanta devoción que algunos intelectuales fueron convertidos por ellos en modelos, en arquetipos, tan importantes para su feligresía como fueron desde mediados del siglo XIX los héroes y  los santos para quienes rendían culto a la Patria.

Tanto en el campo del pensamiento como en el de la acción política hubo y hay intelectuales a secas y trabajadores intelectuales abonando con su pensamiento, su escritura y su palabra las orientaciones e inducciones colectivas que el poder dominante y sus aliados necesitan para mantener el control de las sociedades respectivas, y también, aunque generalmente en menor cantidad, los hubo y los hay que cuestionan e impugnan las formas oficiales, los moldes en que se configura la realidad.

Esa condición de modelos a imitar llegó a ser tan fuerte sobre sus cohortes de fanáticos, sobre todo en el siglo XX, que en muchos casos generó en ellos vocaciones, apostolados y hasta sacrificios sin límites. Todo a cuenta de que la fama y la adoración acaba por revestir a algunas de estas personas singulares de una suerte de fata morgana que a la postre terminaba siendo más atractiva y trascendente que su personalidad real, y que trascendía el tiempo y el espacio más rápido y más intensamente a menudo que el contenido de sus  correspondientes obras.

Fue en ese siglo, precisamente, cuando la mercantilización de sus destellos llegó no sólo a las piezas de oro de sus obras sino incluso a la de los brillos de oropel de muchas de aquellas famas, a menudo en mayor medida que sus respectivas obras.

Hoy es fácil observar que muchos de estos admirados “hombres sabios” utilizan  parte del tiempo que antes dedicaban a pensar acerca de cuestiones que ellos mismos decidían para pasar entonces a administrar el valor de los usos reales y potenciales de sus  famas, de sus exposiciones circunstanciales respecto de múltiples y variados asuntos y de sus vínculos e influencias intra y extra literarios, pero en todos los casos independientemente del valor del contenido de sus pensamientos. Tampoco nada novedoso, por cierto, pero que cada vez es más mercantilizado como si fuera oro de buena ley.

Es decir, sus aureolas y sus sombras parecen independizarse cada vez más de sus propios cuerpos y de sus creaciones, obteniendo de este modo y frecuentemente mayores gratificaciones que con éstas últimas.

Es fácilmente reconocible que para apropiarse del valor adicional del prestigio y la publicidad gratuitos que invisten hoy los vínculos marketineros de carácter masivo sólo deben atender y mantener una consideración constante sobre las expectativas de la demanda (de la demanda real y de la potencial, como sucede actualmente), no ya para descubrir  lo que ésta esperaba de la función “sacrosanta” de pensar. ¡No, no, no! Ya no se esperan “deberes” ni “misiones” de los intelectuales como en la ya centenaria etapa del Romanticismo Social en América latina, y en especial en tiempos de la Revolución Social.  Ésta ya había concluido mucho antes de que la palabra Posmodernidad comenzara a escucharse habitualmente en estos lares.

De modo que, estimado lector, hace rato que compartimos un supuesto presente que sin que nos demos cuenta se nos esfuma constantemente por atrás para darnos una versión descafeinada del  Ser intelectual hoy y aquí. Esto no es otra cosa que un mero ejercicio lingüístico complejo e inútil dentro del mercado capitalista mundial, que atiende fundamentalmente a sus valores de cambio y no a los de uso, lo cual, una vez más, no es algo nuevo, pero que actualmente es desembozada y descaradamente asumido, aprovechado y reproducido mientras simultáneamente torna más y más sofisticada su presunta criticidad.

Metafóricamente hablando, para navegar en barca intelectual hoy basta con hacerse a la mar sin arribar nunca a costa alguna como condición para la producción y reproducción como intelectual y de ejercicios intelectuales posteriores. Sólo se debe flotar para permanecer y ser visible. Lo intelectual es hoy como el oropel, un breve baño dorado sin riqueza ni calidad áurea.
No es que no se escuchen ya los ecos de viejos discursos de la etapa anterior, impresos en diversos soportes o en  memorias particulares supérstites. Claro que se escuchan todavía, aunque con mayores distorsiones y ambigüedades, pero ya no para pregonar misiones futuras que todo mundo sabe o intuye que están fracasadas de antemano, sino para llevar a cabo el nuevo “rebusque” de los intelectuales al uso entre nosotros (¡en definitiva uno habla de los intelectuales concretos que ha conocido y conoce, y no de los intelectuales en abstracto, ni menos aún de los de Utopía). Es decir, para hacer lo que hacen hoy muchos de estos intelectuales culturosos que viven y muy bien del Estado al que constantemente critican: “dar cuenta del presente”.

Examinarlo, describirlo, diagnosticarlo, divulgarlo y mercantilizarlo, no ya para proponer alternativas, transformaciones o cuestionamientos a la condición humana, sea en  abstracto o concretamente.

Seguramente les ha de corresponder a ciertos intelectuales (sobre todo a los de décadas y siglos recientes) una gran responsabilidad por el fracaso de las quimeras con las que empapelaron el mundo,  y por el consiguiente  agotamiento físico y moral de muchos de los que murieron agónicamente, de los que sobrevivieron y de los que nacieron después… lo cual torna comprensible tanta desafección actual respecto de aquellos delirios que habían llegado a ser el  non plus ultra de la existencia.

Con todo, no seguiré adelante con este tema pues es una forma más del “dar cuenta” de que hablábamos antes, sino que pondré brevemente el acento en las diferencias de los intelectuales actuales con los de aquella época de emblemáticos delirios.

Pues, y esto es lo que me parece grave hoy, los actuales que están y se pueden ver ya no necesitan pensar profundamente, ni con originalidad… Sólo tienen  que “dar cuenta del presente”, y eso en los ropajes al uso; esos que espera la demanda creyendo y sintiendo que de ese modo pasa por actualizada, por creer que así es progresista, que no tiene en su cabeza el enano fascista de Neustadt, y que por todo ello está viva.

Lo que sí continúa siendo el País de Utopía es la Universidad, en manos de izquierdas seudo radicales, tremendistas, patoteras y piqueteras que junto con sus autoridades se alinean a las autoridades populistas para dar cobertura a “los proyectos” de los nuevos caudillos, a cambio no de la mejora de la educación, de la ciencia y del desarrollo, sino de cobrar y seguir estando cómodamente instalados y haciendo la plancha los profesores, y de “abrirse camino” los nuevos egresados. Eso sí, ¡siempre con el sambenito del “Che” en la boca y la lucha por “El socialismo”!

Dije “hacer la plancha”, es decir, flotar sin hacer nada. Ya no se trata de hacer de verdad algo como en otras épocas, por más delirante que aquello haya sido. Ahora tratan de aparentar que se hace, pero sin hacerlo, pues se les acabaría a estos intelectuales su encantador negocio si resolvieran todos los problemas (una utopía, por cierto), pero tampoco resuelven ni un solo problema. Y a pesar de reclamar siempre mejores condiciones salariales nunca van a pedir el famoso año sabático (por mí les daría 99 años sabáticos) para no correr riesgos de ninguna clase ni ser eventualmente desplazados de la escena por nuevas camadas de aspirantes.

Es increíble que la humanidad continúe despojándose voluntaria y alegremente de la función individual y social de pensar su existencia para dejarla a cargo de ciertos hombres tan inútiles como los que estamos describiendo, que acompañados por futuros “trabajadores intelectuales” vivirán del presupuesto mientras enseñan discursos memorizados e inútiles de cada vez mayor fugacidad e inconsistencia.

Mientras tanto ponen cara de sufrimiento aunque no representan a nadie, han subrogado a casi toda la sociedad pero ni siquiera para manipularla desde sus propias ideas pues las que dicen tener son como agua de tallarines (no sirven para nada). Seguramente usted está pensando en los mismos nombres y las mismas caras que yo.

Pero si usted, amigo lector, retoma en este punto el argumento mencionado más arriba de la indetenible expansión de los sistemas educativos en el mundo, pensando que este fenómeno compensa esa delegación y subrogación de la producción intelectual masiva  que venimos tratando, le contesto que no constituye compensación alguna ni reequilibrio, pues en general los sistemas educativos no enseñan a pensar con autonomía, ni a reconquistar la libertad perdida. Sólo brindan instrucción e ilustración, y a menudo ni siquiera esto.

No se me escapa que las características actualmente deficitarias del producto -o sea la enseñanza impartida en los niveles obligatorios de la escolaridad actual- es estrechamente dependiente no sólo del estado y las características del alumnado, sino también de los del profesorado, y fundamentalmente de los fines oficiales reales de los sistemas educativos a nivel mundial. Piénsese que los viejos resúmenes Lerú hoy serían enciclopedias frente al aprendizaje cada vez más frecuente de 15 renglones como máximo por tema y con posterior coloquio colectivo previamente aprobado para estimular a los chicos, en instancias educativas de nivel terciario y universitario.

Añado a las consideraciones precedentes un cuestionamiento estratégico, nada original por cierto, respecto del sentido (¿o más bien sinsentido?) que encierra transcurrir la tercera parte de la vida humana (el tramo de mayor productividad y lucidez física e intelectual de las personas) encerrado entre paredes semejantes a cárceles cuyos cerrojos no desaparecen luego, cuando supuestamente los prisioneros entran en “la vida”, sino que se tornan invisibles.

Miremos la realidad nacional y mundial y pensemos si valió la pena que tantas generaciones de niños, adolescentes y adultos jóvenes soportaran dicha prisión. ¿Qué habríamos perdido de no haber  estado presos tanto tiempo? ¿Acaso lo que vino después para cada uno -la etapa del mercado de trabajo- se vio beneficiada por aquella prisión? Bien vale preguntarse en este instante lo que ya afirmara el lúcido intelectual chileno Dr. Claudio Naranjo, si la escuela nos ha enseñado lo más importante en la vida, es decir, a ser felices.

Creo como él que no lo ha hecho ni lo hace, ni lo hará. Simplemente nos anestesia para soportar mejor las cadenas que nos dejaron las generaciones precedentes y las que la generación de cada uno va creando.

Pues bien, esos años de prisiones ni siquiera ponen a las masas en contacto con intelectuales, sino que lo hacen con trabajadores intelectuales entrenados para difundir un conjunto básico de digresiones hechas por terceros –muy pocas de ellas provenientes de intelectuales verdaderos y valiosos- acerca de cuestiones de moda que cada vez más aumentan desmesuradamente y en gran medida el conocimiento inútil.

Esos trabajadores intelectuales supernumerarios y robotizados con los que convivimos constantemente, prácticamente durante un tercio de nuestras vidas, no contribuyen al desarrollo progresivo de la condición humana con nada que tenga mucho mayor valor que los eventuales actos de pensamiento y decisión que podrían emprender los hombres comunes individualmente considerados en relación con otros paradigmas de civilización diferentes a los del mundo actual.

Claro que los hombres comunes del grueso de las sociedades en general ya se han acostumbrado a que los hombres sabios piensen y decidan por ellos, y por más que no lo admitan tampoco creen en los intelectuales tal como ocurría en tiempos no muy lejanos. Y mucho menos creen hoy en los profesores intermediarios. Y sin embargo, no les interesa sacárselos de encima.

Los intelectuales de mercado, aquellos que no se pertenecen a si mismos, y los reproductores por un salario (presas menores de la fauna intelectual) aplican en sus vidas profesionales el famoso “como si”… Ellos hacen, mejor dicho parecen estar pensando profunda y autónomamente (y con “sentido solidario”, of course, como espera la demanda), en tanto los hombres comunes hacen como si los tuvieran en gran estima y consideración junto con sus obras.

Lo cierto es que, masivamente, casi todo el mundo piensa menos que en otras épocas, sobre todo porque existe una cultura del ocio y del espectáculo que vuelca a las personas fuera de si mismas como supuesta terapia contra los viejos y los nuevos dolores del cuerpo y del alma. En este marco, pensar es un compromiso incómodo para la mayoría de los hombres actuales, y esto por múltiples razones que no alcanzaríamos a desarrollar en este lugar.

Vale decir, entonces, que las mayorías no tienen actualmente expectativas especiales depositadas en los intelectuales que supuestamente deberían ocuparse de lo que aquellas no pueden, no saben o no quieren realizar por si mismas. Esta función es hoy un mero nicho cultural que la mayoría de las veces que es consumida  por la gente común lo es como mero entretenimiento o como símbolo y promoción de nuevos status.

Con todo, en lugar de que los públicos actuales cuestionen política o ideológicamente a los intelectuales, como era lo habitual en el siglo XX, y sobre lo cual prácticamente no existen hoy motivaciones ni consensos evidentes, sí es posible ponerse de acuerdo en que sería más fácil y más lógico cuestionarnos a todos nosotros precisamente como públicos.

En este sentido, deberíamos examinar críticamente por qué no tenemos expectativas sólidas sobre la función intelectual llevada a cabo en forma ostensible por el sector dedicado a ello, fundamentalmente para comprender que esta  situación constituye, en definitiva, una prueba de renuncia y desinterés en las bondades del pensamiento, y en última instancia, pérdida de la fe (como garante finalísimo) de la verdad.

A priori es fácil colegir que no se trata de una boutade, sino de un grave problema social, ya que vivir sin pensar por uno mismo es como vivir en la oscuridad, con el consiguiente peligro de que uno se acostumbre a ello, pero peor aún con el riesgo de terminar ciego.

Si las mayorías actuales, que pueden ser caracterizadas como productoras y consumidoras (pero no productoras de pensamiento decidida y ostensiblemente autónomo), en consecuencia, individual y socialmente no soberanas, no creen ya en los intelectuales que las subrogan, ni tampoco quieren retomar la función delegada debido a la complejidad del sistema sociocultural mundial, los intelectuales podrían encarar otras tareas distintas a las tradicionales, y respecto de éstas últimas podrían llamarse a silencio no sólo por la historia de sus responsabilidades y fracasos conocidos sino porque no es propio de ninguna representación ni delegación que los mandatarios esparzan por doquier sus  obsesiones y su egolatría. Lo cual es lógicamente extensible a los políticos, por supuesto, sus grandes aliados.
 
Si no sirven, si no agradan, o si resultan hipócritas los tradicionales diagnósticos, recetas o anticipaciones de estos intelectuales fashion o intelectuales de mercado, pues que no diagnostiquen, no receten ni anticipen, y que tampoco imaginen el futuro por los demás. Digo esto muy convencido de que las industrias  culturales a cargo de intelectuales son funcionales al poder político y  económico que domina y explota a la humanidad en todas partes. Y decir esto no significa postular el anticapitalismo, el comunismo rojo, o el nazismo negro, ni ninguna estupidez de ese tipo, pues ni siquiera es algo original.

Creo que los intelectuales no deberían insistir en buscar enemigos políticos, de clase o de fracciones de clases de las sociedades, pueblos o naciones. Por el contrario, en lugar de mostrar constantemente contradicciones y conflictos reales y posibles deberían poder ayudar -sólo ayudar, o sea nada de encarnar supuestas misiones-  a pensar lo más correctamente posible a todos y a cada uno en tanto individuos y  agentes sociales y políticos.

Incluso no haría falta que crearan nada nuevo, pues lo que hace falta conocer para realizar esta tarea ya ha sido escrito, pero ha quedado sepultado en el olvido o escondido tras la maraña de las modas estúpidas.

Entiéndase que esto que propongo no es el desideratum perpetuo de la tarea de los intelectuales en general.  Sólo se trata de éste presente, no de los futuros presentes, pues ello equivaldría a caer en una posición conservadora cuando la mayoría de las sociedades actuales se hallan muy lejos de ser estáticas y tradicionalistas.

De modo que sería útil y deseable que los intelectuales stricto sensu del actual tiempo histórico, valiéndose de las ventajas representadas por sus condiciones y training particulares y propios de su oficio,  ayuden al resto de los hombres (intelectuales lato sensu) a pensar con mayor rigurosidad, profundidad, criticidad y hasta eficacia en orden a las eventuales necesidades y deseos futuros de la humanidad en su devenir. Pero, atención, que ayuden a lograrlo verdaderamente, no a continuar con el “como si”.

El intelectual debe estudiar y expresar, pero no debe esperar ser leído ni interpretado justamente, a menos que su pensamiento tuviera dos versiones siempre, como todo paternalismo: una abstrusa como la que generalmente utilizan para escribir y otra versión para escolares… de pantalones largos, y que siempre estuvieran ellos para efectuar los ajustes correspondientes.

Los intelectuales verdaderos y auténticos “no se la creen”, ni se piensan jamás a si mismos en tercera persona.

Lo que si acepto que se mantenga como en los tiempos románticos es el deber ser del intelectual auténtico y autónomo que es la necesidad de su independencia respecto del poder. Los intelectuales verdaderos y auténticos, es sabido y es cierto, deben mantenerse alejados del poder, tanto del poder político como del económico, social, religioso, etc. De modo que me refiero aquí a los intelectuales libres, no a los condicionados por los contextos del ejercicio de su pensamiento y de su correspondiente  mercantilización.

Los especialistas, asesores y técnicos de los más variados campos de la actividad social, por más importantes que pudieran llegar a ser sólo trabajan de intelectuales, son trabajadores intelectuales pero no intelectuales, como dije más arriba. Inversamente, yo pienso como intelectuales a aquellos cuyos pensamientos no están determinados por los sectores dominantes ni por los sectores dominados de una cultura concreta, ni tampoco de una contracultura de cualquier tipo y origen.

O sea que el intelectual con amo, no es un intelectual, sino un siervo, una caricatura de intelectual. Por eso insisto en que aprendamos a reconocer las caricaturas de intelectuales.

Pienso en el verdadero filósofo como el intelectual emblemático que puede trascender su época pero no por la inercia que le  brinda la proyección de la cultura sobre él y su época, tal como sucede en el caso del arte hoy en crisis sino por la posibilidad de brindar las otras respuestas, es decir, las que son otras respecto del poder y la cultura oficial.

El  filósofo, para mi gusto, no debe trabajar como filósofo pues dejaría  de ser filósofo en ese caso. Ciertamente, si trabaja como profesor de filosofía será él también un trabajador intelectual que eventualmente hasta podría ser reemplazado por una persona entrenada al efecto, o por unos libros, o por un robot.

Por eso pienso en los intelectuales verdaderos como aquellos que piensan por ellos mismos, para ellos mismos, no en representación de nadie ni como función social, sin expectativas de remuneración, de prestigio o de gloria, ni pertenencia a capilla o cofradía alguna. Y que jamás caen en la famosa estupidez del “intelectual orgánico”.

Más aún,  filósofo es para mi aquél intelectual que no vive de su pensamiento, es decir, que  no lo vende, no lo comercializa, ni se repite, ni se plagia a si mismo. Esto último lo vinculo con el apego a sus propias palabras cuando ellas se han vuelto conocidas. De ahí que siempre he insistido en que hay que hablar en criollo, es decir, con sencillez, no utilizando jerigonzas especiales provenientes de  otros, ni tampoco  propias, pues se es  pedante en cualquiera de los dos casos.

Por la misma razón considero que  un buen intelectual es aquel que no sólo no repite discursos memorizados extraídos de obras complejas,  ni tampoco  de manuales ligeros, y menos de  clichés de moda fruto del pensamiento políticamente correcto en cada momento que -bueno es recordar- ¡no siempre ni necesariamente es de derechas!, pues en tal caso semejante “intelectual”  sería un mero repetidor, un memorista entrenado y hábil en discursos ajenos.

Un verdadero intelectual  no se repite a si mismo porque se plagia,  es decir, no reitera temas ni obsesiones personales, pues estaría determinado por lo que recuerda en el momento de hablar, y así no sería libre.

De modo que un verdadero intelectual puede explicar varias veces una cuestión de distintas maneras, empezando por el principio, por el final, por el medio, por adelante,  por atrás o por cualquier parte, o con enfoques diferentes en cada ocasión ya que todo fenómeno social particular es parte de una totalidad social, pero también es una totalidad en si mismo, y toda totalidad  puede ser abordada  desde si misma, desde sus partes, o desde afuera de ella. 

Hay quienes dicen que pensar en libertad, y con libertad externa e interna, es un acto de soberbia, que un intelectual ha de ser modesto, etc, etc. He escuchado este pensamiento varias veces y me hace reír tanto como llorar.

La humildad de los hipócritas es el más grande y altanero de los orgullos, lo dijo  alguien hace 500 años. Deliberadamente no diré su nombre para no incitar el fetichismo de los citadores a repetición (por aquello que canta Serrat, que “al olor de la flor se le olvida la flor”). Es que considero hipócritas a quienes se esconden tras los restos del pasado para no decir jamás lo que piensan ellos mismos, y también a los repetidores de discursos a tono con las épocas o con las líneas del poder de turno.

carlos@schulmaister.comEL ENVÍO A NUESTROS CORREOS AUTORIZA PUBLICACIÓN, ACTUALIDAD, VENEZUELA, OPINIÓN, NOTICIA, REPUBLICANO LIBERAL, DEMOCRACIA, LIBERAL, LIBERALISMO, LIBERTARIO, POLÍTICA, INTERNACIONAL, ELECCIONES,UNIDAD, ALTERNATIVA DEMOCRÁTICA,CONTENIDO NOTICIOSO,

ALBERTO BENEGAS LYNCH (H), K. MINOGUE Y LA TOLERANCIA CON LOS INTOLERANTES

Después de la reunión regional de la Mont Pelerin Society, el 28 de junio del corriente año en vuelo desde las islas Galápagos a Guayaquil murió Kenneth Minogue con quien conservo correspondencia que aunque no frecuente, por cierto muy fértil. Puede discreparse con ese autor aquí y allá pero siempre deja una enseñanza en el contexto de su notable erudición y contagioso buen humor.

Kenneth Minogue
Su ensayo expuesto en esa reunión versó sobre el ingrediente del interés personal como elemento crucial en una sociedad abierta en cuyo contexto citó autores tales como Hayek, Naill Fergueson, Hume y Adam Smith en reflexiones jugosas, ilustrativas y confrontativas en las que puede revisarse y discutirse el uso de algunos términos como “egoismo” y “altruismo”. Cuando fui miembro del Consejo Directivo de la Mont Pelerin Society, se consideraron trabajos de aquel distinguido miembro y profesor emérito de la London School of Economics que ahora murió y que nos ilustraba sobre puntos que se pensaba incluir en programas académicos de esa entidad, específicamente sobre nacionalismo.

Hay una célebre entrevista que le hizo William Buckley en “Fire Line” a Mingue donde se recorren varios de los puntos característicos de la obra del pensador neocelandés que estudió en tierras australianas, pero el eje central de sus ideas liberales puede resumirse en una cita de su antedicha participación en la reciente y también mencionada reunión ecuatoriana. Allí concluyó: “Me parece que nuestra preocupación con los defectos de nuestra civilización se traslada en una tentación permanente pero  sumamente peligrosa de encargarle la rectificación a la autoridad civil de aquello que entendemos son imperfecciones sociales”.

En esta nota me quiero detener en un aspecto muy distinto, tratado por el profesor Mingue en el Libertarian Oxford Club en 2009. En esa oportunidad señaló que los sistemas en los que se impone un orden jerárquico para “establecer lo que es verdadero” se ubica frente a la cultura occidental en la que el eje central estriba en “los desacuerdos de prácticamente todo” pero en base al respeto recíproco.

No hay en esto último la arrogancia de los totalitarios de fabricar “el hombre nuevo” ni la perfección, que como ha dicho Friedrich Hölderin “de tanto intentar que la tierra se convierta en al paraíso la torna en un infierno” y como reza el proverbio latino a que tanto he recurrido: ubi dubiam ibi libertas(naturalmente, donde no hay dudas no hay libertad puesto que de antemano se sabe donde apuntar sin afrontar elaboración alguna para elegir). Pero aquí viene el tema que pienso abordar en esta nota vinculado al respeto recíproco en lo cual subyacen normas básicas que deben cumplirse  sobre las que hemos considerado de modo fugaz -y a mi juicio insatisfactorio- en la antedicha correspondencia con el profesor Mingue. El asunto es que debe hacerse con aquellos que apuntan no solo a no cumplir esas normas de convivencia sino a destruirlas. Esto es lo que Karl Popper denominó “la paradoja de la libertad”.

Veamos este asunto de cerca sobre lo que escribí antes y que surgió también en la mencionada conferencia de Mingue en Oxford como algo marginal sin que hubiera demasiada precisión, por lo que quisiera analizar el asunto desde cero y reformular este delicado asunto. Popper mantiene que “La tolerancia ilimitada debe conducir a la desaparición de la tolerancia. Si extendemos la tolerancia ilimitada incluso a aquellos que son intolerantes, si no estamos preparados para defender una sociedad tolerante contra la embestida del intolerante, entonces el tolerante será destrozado junto con la tolerancia […], puesto que puede fácilmente resultar que no están preparados a confrontarnos en el nivel del argumento racional y denunciar todo argumento; pueden prohibir a sus seguidores a que escuchen argumentos racionales por engañosos y enseñarles a responder a los argumentos con los puños o las pistolas” (The Open Society and its Enemies, Princeton, NJ., Princeton University Press, 1945/1950:546).

En la misma línea argumental, Sidney Hook apunta que “Las causas de la caída del régimen de Weimar fueron muchas: una de ellas, indudablemente, fue la existencia del liberalismo ritualista, que creía que la democracia genuina exigía la tolerancia con el intolerante” (Poder político y libertad personal, México, Unión Tipográfica Editorial Hispano Americana, Uthea, 1959/1968: xv).

El problema indudablemente no es de fácil resolución. Giovanni Sartori ha precisado que “el argumento es de que cuando la democracia se asimila a la regla de la mayoría pura y simple, esa asimilación convierte un sector deldemos en no-demos. A la inversa, la democracia concebida como el gobierno mayoritario limitado por los derechos de la minoría se corresponde con todo el pueblo, es decir, con la suma total de la mayoría y la minoría” (Teoría de la democracia, Madrid, Alianza Editorial, 1987: vol.i, 57).

El tema de proscribir a los enemigos de la sociedad abierta tiene sus serios bemoles puesto que resulta imposible trazar una raya para delimitar una frontera. Supongamos que un grupo de personas se reúne a estudiar los Libros v al vii de La República de Platón donde aconseja el establecimiento de un sistema enfáticamente comunista bajo la absurda figura del “filósofo-rey”. Seguramente no se propondrá censurar dicha reunión. Supongamos ahora que esas ideas se exponen en la plaza pública, supongamos, más aún, que se trasladan a la plataforma de un partido político y, por último, supongamos que esos principios se diseminan en los programas de varios partidos y con denominaciones diversas sin recurrir a la filiación abiertamente comunista ni, diríamos hoy, nazi-fascista. No parece que pueda prohibirse ninguna de estas manifestaciones sin correr el grave riesgo de bloquear el indispensable debate de ideas, dañar severamente la necesaria libertad de expresión y, por lo tanto, sin que signifique un peligroso y sumamente contraproducente efectoboomerang para incorporar nuevas dosis de conocimiento.

La confrontación de teorías rivales resulta indispensable para mejorar las marcas y progresar. En una simple reunión con colegas de diversas profesiones y puntos de vista para someter a discusión un ensayo o un libro en proceso se saca muy buena partida de las opiniones de todos. Es raro que no se aprenda de otros, de unos más y de otros menos, pero de todos se incorporan nuevos ángulos de análisis y visones de provecho, sea para que uno rectifique algunas de sus posiciones o para otorgarle argumentación de mayor peso a las que se tenían. Se lleva el trabajo a la reunión pensando que está pulido y siempre aparecen valiosas sugerencias. Por otra parte, en estas lides, el consenso se traduce en parálisis. Nicholas Rescher pone mucho énfasis en el valor del pluralismo en su obra que lleva un sugestivo subtítulo: Pluralism. Against the Demand for Consensus (Oxford, Oxford University Press, 1993). Incluso la unanimidad tiene cierto tufillo autoritario; el disenso, no el consenso, es la nota sobresaliente de la sociedad abierta (lo cual desde luego incluye, por ejemplo, que un grupo de personas decida seguir el antedicho consejo platónico y mantener las mujeres y todos sus bienes en común pero sin afectar a terceros).

Sidney Hook sostiene que “una cosa es mostrarse tolerante con las distintas ideas, tolerante con las diversas maneras de jugar el juego, no importa cuan extremas sean, siempre que se respeten las reglas de juego, y otra, muy diferente, ser tolerante con los que hacen trampas o con los que están convencidos de que es permisible hacer trampas” (op. cit.: xiv). Pero es que, precisamente, de lo que se trata desde la perspectiva de quienes no comparten los postulados básicos del liberalismo es dar por tierra con las reglas de juego, comenzando con la institución de la propiedad privada. En este sentido recordemos que Marx y Engels sostuvieron que “pueden sin duda los comunistas resumir toda su teoría en esta sola expresión: abolición de la propiedad privada” (“Manifiesto del Partido Comunista”, en Los fundamentos del marxismo, México, Editorial Impresora, 1848/1951:61) y los fascistas mantienen la propiedad de jure pero la subordinan de facto al aparato estatal, en este sentido se pronuncia Mussolini: “Hemos sepultado al viejo Estado democrático liberal […] A ese viejo Estado que enterramos con funerales de tercera, lo hemos substituido por el Estado corporativo y fascista, el Estado de la sociedad nacional, el Estado que une y disciplina” (“Discurso al pueblo de Roma” en El espíritu de la revolución fascista, Buenos Aires, Ediciones Informes, 1926/1973:218, compilación de Eugenio D`Ors “autorizada por el Duce”: 13).

No se trata entonces del respeto a las reglas de juego sino de modificarlas y adaptarlas a las ideas de quienes pretenden el establecimiento de un estado totalitario o autoritario. Esto es lo que estamos presenciando en estos momentos en el llamado mundo libre. Tolstoi escribió que “Cuando de cien personas, una regentea sobre noventa y nueve, es injusto, se trata de despotismo; cuando diez regentean sobre noventa, es igualmente injusto, es la oligarquía; pero cuando cincuenta y uno regentean a cuarenta y nueve […] se dice que es enteramente justo ¡es la libertad! ¿Puede haber algo más gracioso por lo absurdo del razonamiento?” (“The Law of Love and the Law of Violence”, en A Confession and other Writings, New York, Penguin Books, J.Kentish, ed., 1902/1987:165). Y tengamos en cuenta que regentear es dirigir y mandar, por ende, en nuestro caso, la concepción original de democracia desde Aristóteles en adelante -con todas las contradicciones de las distintas épocas- se refería a la libertad como su columna vertebral lo cual, como queda dicho, ha sido abandonada y sustituida por expoliaciones reiteradas a manos de grupos de intereses creados en alianza con el aparato estatal.

Vilfredo Pareto ha puntualizado que “El privilegio, incluso si debe costar 100 a la masa y no producir más que 50 para los privilegiados, perdiéndose el resto en falsos costes, será bien acogido, puesto que la masa no comprende que está siendo despojada, mientras que los privilegiados se dan perfecta cuenta de las ventajas de las que gozan” (“Principios generales de la organización social”, enEstudios sociológicos, Madrid, Alianza Editorial, 1901/1987:128). Este tipo de reflexiones eventualmente hace pensar si en última instancia los procedimientos en vigencia no serán una utopía liberal imposible de llevarse a la práctica puesto que con solo levantar la mano en la Asamblea Legislativa pueden derrumbarse todas las vallas pensadas para mantener el poder en brete. Esta preocupación se acrecienta debido al fortalecimiento de los incentivos de ambas partes en este intercambio incestuoso de favores. Y no se trata en modo alguno de adoptar otros procedimientos sin más, sino de invitar calmadamente a todos los debates abiertos que resulten necesarios y a la eventual aceptación de otras perspectivas consideradas más fértiles.

La sabiduría de los Padres Fundadores en Estados Unidos previeron ese problema por eso hablaban del sistema republicano y no de democracia y, sobre todo, a través del federalismo que maximiza la descentralización y el fraccionamiento del poder pero, aparentemente, con el tiempo, la fuerza centrípeta del gobierno central absorbe funciones de modo creciente. Esto ocurre a pesar de la competencia fiscal entre las distintas jurisdicciones y de que el financiamiento del gobierno central estaba originalmente en manos de esas jurisdicciones. Por eso es que el liberal debe siempre tener presente que el conocimiento es una ruta azarosa que no tiene termino, abierta a refutaciones y corroboraciones que son siempre provisorias.

Por esta razón, por la higiénica política de siempre dejar despejados caminos posibles aún inexplorados, resulta clave el prestar la debida atención nuevos aportes y sugerencias para maniatar al Leviatán, temas que estaban siempre latentes en los trabajos de Kenneth Mingue aunque no siempre se coincida con sus perspectivas. En todo caso, se ha ido un intelectual propiamente dicho, es decir, alguien que ejercía la crítica e invitaba a pensar.

El problema central aquí planteado es de gran relevancia y refuerza la imperiosa necesidad de estudiar y difundir los principios de una sociedad abierta al efecto de comprender la urgencia de apuntalar marcos institucionales que imposibiliten el uso de la fuerza agresiva y mantenerla exclusivamente para propósitos defensivos. Y desde luego esto no es una operación que se hace de una vez y para siempre sino que requiere la permanente renovación de aquellos estudios y difusión para así contar con una vigilancia sin interrupciones.


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OSWALDO ALVAREZ PAZ, CRIMEN ORGANIZADO IMPUNE, DESDE EL PUENTE

La repetición de los males que aquejan a Venezuela se ha convertido en lugar común. 

Cuesta determinar por donde empezar. La inseguridad, la educación, la salud, la vialidad, la defensa de la soberanía, el costo de la vida, la carencia de artículos básicos de consumo, la falta de empleos estables y bien remunerados, la empresa privada, la libertad de trabajo y contratación, las violaciones constitucionales y legales, la quiebra de las industrias fundamentales, el acoso a los medios independientes, los discursos del ilegítimo, el magnicidio, las aberraciones del Tribunal Supremo, las increíbles sesiones de la Asamblea Nacional y paremos de contar. 

De todo se habla al mismo tiempo porque nada funciona en este pobre país pobre, condenado a lo peor por los bárbaros más caros de la historia. Lo más grave es que no hay salida, no habrá solución mientras el régimen se mantenga y tengamos lo que tenemos en la Presidencia.

Sin embargo, hay un tema del cual se habla cada vez menos. Los medios de comunicación sólo lo mencionan como referencia al exterior, quizás para no convertirlo en prioritario como su importancia lo indica. Me refiero al narcotráfico y a las múltiples estructuras del crimen organizado que le dan soporte y apoyo operativo a sus actividades. Están presentes en todas las esferas políticas, económicas, sociales y militares. Desde lo estrictamente vinculado a los estupefacientes, drogas ilegales, hasta el incremento de la inseguridad en las calles y las luchas entre pandillas por espacios para el “buhonerismo”, es decir, ventas al por menor. Tienen que ver con decenas de actividades como el lavado de dinero dentro y fuera del país o la toma de decisiones políticas trascendentes, como fue arrebatarle a las gobernaciones y alcaldías la administración y control de puertos, aeropuertos y la vialidad terrestre, especialmente autopistas y vías interestatales. Todo ha tenido su razón de ser. 

Mario Vargas Llosa, en su artículo del domingo en El Nacional dice textualmente: “La fuente principal de la corrupción en nuestros días, la gran amenaza para el proceso de democratización política y modernización económica que vive América Latina, sigue siendo y lo será cada día más, el narcotráfico”

oalvarezpaz@gmail.com  

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FELIPE GUERRERO, SUEÑO Y COMPROMISO,

En esta estación que vive la humanidad recordamos que hace cincuenta años, en los días finales del mes de agosto, se realizó la célebre Marcha sobre Washington. Volver la vista a ese histórico evento cargado de simbolismo nos sirve para reafirmar el apego universal a los valores y principios que aquel día glorioso concentró a cientos de miles de personas, de todas razas, para abogar con firmeza pacifista por la igualdad y la justicia a fin de consagrar para todas los seres humanos sin distinción,  el respeto que corresponde a la dignidad de la persona humana.

A cincuenta años de ese crucial acontecimiento,  los venezolanos amantes de la libertad y de la igualdad volvemos a emocionarnos al escuchar una vez más las conmovedoras palabras con que Martin Luther King  estremeció al mundo y cambió la historia.

La memoria y el legado del gran líder, cuya corta y ejemplar vida constituye paradigma inigualable de consagración a la fe, el humanismo y la firmeza de convicciones, libre de rencores y odios inútiles, nos sigue señalando el camino lleno de enormes obstáculos, posibles incomprensiones y seguros sacrificios, camino tan largo y difícil que puede incluso trascender el espacio temporal de nuestra existencia, camino que recorremos iluminados por el sueño que él nos descubrió y que hoy une a cada vez más amantes de la justicia, convencidos de que el triunfo nos pertenece.

Al conmemorarse cincuenta años de aquel comprometedor mensaje, las realidades del momento demuestran cuán vigente está el legado de Martin Luther King; por eso quienes militamos en el humanismo reafirmamos la convicción y el compromiso  de continuar recorriendo el difícil camino que definitivamente nos lleve a la tan deseada igualdad; sobre todo en  esta hora cuando falsos profetas pretenden izar la bandera de la justicia solo para reafirmar una fidelidad política que tanto les conviene a sus intereses particulares.

El discurso pronunciado hace cincuenta años por el luchador de los derechos civiles Martin Luther King, es recordado como el discurso más emotivo de la historia. «Tengo un sueño», dijo desde las escalinatas del Monumento a Lincoln durante la Marcha en Washington por el trabajo y la libertad. Ante unas trescientas mil  personas, quienes fueron impactadas por ese discurso que encerraba las esperanzas y sueños de toda una generación.

El mensaje de Martin Luther King establece un contraste entre lo que es necesario que ocurra en la sociedad de su época y la situación real, que se caracterizaba ayer y se caracteriza hoy por el descontento de las grandes mayorías.

Cuánta razón tiene Mario Benedetti cuando afirma: 

«  Dale vida a los sueños que alimentan el alma, / no los confundas nunca con realidades vanas. / Y aunque tu mente sienta  necesidad humana, / de conseguir las metas y de escalar montañas, / nunca rompas tus sueños, porque matas el alma».

«Dale vida a tus sueños aunque te llamen loco, / no los dejes que mueran de hastío, poco a poco, / no les rompas las alas, que son de fantasía, / y déjalos que vuelen contigo en compañía».

«Dale vida a los sueños que tienes escondidos, / descubrirás que puedes vivir estos momentos / con los ojos abiertos y los miedos dormidos, / con los ojos cerrados y los sueños despiertos».

Como hablando a la Venezuela de este tiempo, Martin Luther King finalizó su mensaje diciendo: 

«Aunque afrontemos las dificultades de hoy y de mañana, todavía tengo un sueño. Yo tengo un sueño de que este país se levantará un día y vivirá el significado auténtico de su credo: Afirmamos estas verdades evidentes, que todos los hombres son creados iguales».

Con los ojos abiertos y los miedos dormidos: ¡Ese es nuestro sueño y nuestro compromiso!.


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