lunes, 2 de septiembre de 2013

CARLOS SCHULMAISTER, LA AVENTURA DEL PENSAMIENTO, O SER Y APARENTAR, SEGUNDA PARTE II

Poco después de la culminación del proceso de división de las ciencias y la consiguiente consolidación y prestigio de  los especialistas y los grandes intelectuales (proceso estrechamente vinculado al optimismo de la razón, cuya coronación fuera la filosofía del Progreso), y a tenor del sacudón que representó para ésta la Primera Guerra Mundial comenzó a desarrollarse una mirada pesimista que ponía el acento en los sentidos  contradictorios que podían hallarse en el imperialismo racionalista y también en el desarrollo y funcionamiento de los cada vez más numerosos sectores intelectuales.

Para referirnos a ello vamos a aclarar los sentidos que le damos a la palabra intelectuales. Para ello nos valdremos de la diferenciación que efectuara Paul Baran en 1961, acerca de la existencia de los intelectuales propiamente dichos, o intelectuales a secas si se prefiere, y los trabajadores intelectuales, marcando la diferencia entre ambos la presencia de la libertad y el compromiso en los primeros, cuando efectivamente ello es así, pues puede que dicha presencia sea sólo aparente.

Además de esa clase de intelectuales superiores,  la diversidad y complejidad de los campos de la vida social en el sistema capitalista actual necesita de otras personas que realizan actividades intelectuales respecto de las cuales no son determinantes los fines de su acción y los marcos ideológicos, éticos y prácticos implícitos en ellas.

Éstos últimos son los trabajadores intelectuales (piénsese en los contadores, los técnicos, los empleados de banco, los maestros y profesores, los periodistas, etc, etc).

Pues bien, los trabajadores intelectuales y el grueso de las personas que en la sociedad no pertenecen a la primera categoría de intelectuales de Paul Baran vienen realizando y reforzando una milenaria delegación simbólica de las más altas funciones del pensamiento a aquellas personas que hemos descripto como los intelectuales  a secas. Éstos han tenido frecuentemente y por diversas razones comportamientos sociales que marcaban un distanciamiento del grueso de la sociedad concreta en que desenvolvían sus vidas, incluso al grado de ser percibidos en general como elitistas y con altas jerarquías.

Esa suerte de extrañamiento de los sabios iba unida a la sustracción de la mayoría de los saberes sistemáticos del campo mayoritario de las sociedades. Esa amalgama de extrañamiento convertía de hecho a esos intelectuales y a sus conocimientos en una masa lejana, abstrusa, sólo cognoscible por los primeros, de modo que los sujetos intelectuales y los contenidos simbólicos de su actividad intelectual se legitimaban de hecho ante los ojos de las mayorías. Y a ello contribuía la creciente producción intelectual de aquellos, de modo que la profusión cuantitativa de discursos racionales reforzaba la presunta jerarquía e importancia de los “descubrimientos”, incluyendo el hecho de que, paradojalmente, éstos fueran poco conocidos en extensión y profundidad por parte de las mayorías sociales, todavía desprovistas en general del conocimiento de la lectoescritura.

A pesar de esto, y como sucede en tantos otros asuntos de la vida, lo desconocido abruma y provoca supremacías sobre los espíritus vulnerables. Los lenguajes abstrusos, la complejidad de los razonamientos y los temperamentos quisquillosos de muchos de aquellos intelectuales -tenidos incondicionalmente como cultos y sabios- reforzaban su ascendiente sobre los sectores sociales de la base de cualquier pirámide social, es decir, sobre las mayorías. Fenómeno éste que es similar al de la idolatría de los artistas por parte de sus fans, con la diferencia de que en este caso los admiradores tienen elementos objetivos para tomar posición respecto de sus admirados ídolos, tal como el gusto y la admiración por sus actividades y talentos, e independientemente de sus particulares capacidades de apreciación de aquellos.

En el caso de los intelectuales de la cultura letrada y libresca sus fans nunca serán iletrados, por lo general. Esto no implica negar que, de hecho y en muchos casos, han existido y existen grados diversos de conocimiento de aquella cultura a través de su transmisión oral.

La jerarquía atribuida a algunos intelectuales vivientes, y el deslumbramiento que pueden llegar a provocar, lleva con frecuencia a algunos contemporáneos a convertirlos, a fuerza de admiración, en una suerte de gurúes, no sólo en mérito a su nombradía y reputación sino también por la gravedad que potencialmente  sus capacidades intelectuales revisten a sus ojos.

La conocida frase “¡Qué bien habla el dotor!” no constituye únicamente una percepción ingenua de los de arriba por parte de los sectores “populares” sino fundamentalmente una implícita sumisión de clase y la consiguiente legitimación del rol y las funciones de los cultos e ilustrados por parte de quienes no lo son o no se autoperciben a la misma altura intelectual.

En todas partes los intelectuales ocupan elevados sitiales en una escala jerárquica que les confiere  mayor exposición, poder de comunicación y resonancia debido a la “altura” en que se hallan respecto de casi todos los demás hombres comunes que les brindan respeto y veneración.

En los últimos dos siglos y medio abundaron los casos de intelectuales famosos respecto de los cuales la resonancia de sus famas precedía largamente a sus apariciones reales y también al conocimiento profundo de sus respectivas obras, apenas compensado en ocasiones por algunas citas extrapoladas. De ahí que en torno a ellos surgieran círculos de admiradores y  discípulos, capaces de arriesgar su vida porque el Maestro posara sus ojos en ellos, o por tener la dicha de escuchar de sus labios alguna de sus usualmente singulares definiciones urbi et orbi.

En el ínterin, los respectivos admiradores pasaron de coleccionar frases y sentencias impresos en manuscritos y libros y hasta transmitidos oralmente, a fotografías y retratos hasta llegar a los modernos soportes informáticos, y todo con tanta devoción que algunos intelectuales fueron convertidos por ellos en modelos, en arquetipos, tan importantes para su feligresía como fueron desde mediados del siglo XIX los héroes y  los santos para quienes rendían culto a la Patria.

Tanto en el campo del pensamiento como en el de la acción política hubo y hay intelectuales a secas y trabajadores intelectuales abonando con su pensamiento, su escritura y su palabra las orientaciones e inducciones colectivas que el poder dominante y sus aliados necesitan para mantener el control de las sociedades respectivas, y también, aunque generalmente en menor cantidad, los hubo y los hay que cuestionan e impugnan las formas oficiales, los moldes en que se configura la realidad.

Esa condición de modelos a imitar llegó a ser tan fuerte sobre sus cohortes de fanáticos, sobre todo en el siglo XX, que en muchos casos generó en ellos vocaciones, apostolados y hasta sacrificios sin límites. Todo a cuenta de que la fama y la adoración acaba por revestir a algunas de estas personas singulares de una suerte de fata morgana que a la postre terminaba siendo más atractiva y trascendente que su personalidad real, y que trascendía el tiempo y el espacio más rápido y más intensamente a menudo que el contenido de sus  correspondientes obras.

Fue en ese siglo, precisamente, cuando la mercantilización de sus destellos llegó no sólo a las piezas de oro de sus obras sino incluso a la de los brillos de oropel de muchas de aquellas famas, a menudo en mayor medida que sus respectivas obras.

Hoy es fácil observar que muchos de estos admirados “hombres sabios” utilizan  parte del tiempo que antes dedicaban a pensar acerca de cuestiones que ellos mismos decidían para pasar entonces a administrar el valor de los usos reales y potenciales de sus  famas, de sus exposiciones circunstanciales respecto de múltiples y variados asuntos y de sus vínculos e influencias intra y extra literarios, pero en todos los casos independientemente del valor del contenido de sus pensamientos. Tampoco nada novedoso, por cierto, pero que cada vez es más mercantilizado como si fuera oro de buena ley.

Es decir, sus aureolas y sus sombras parecen independizarse cada vez más de sus propios cuerpos y de sus creaciones, obteniendo de este modo y frecuentemente mayores gratificaciones que con éstas últimas.

Es fácilmente reconocible que para apropiarse del valor adicional del prestigio y la publicidad gratuitos que invisten hoy los vínculos marketineros de carácter masivo sólo deben atender y mantener una consideración constante sobre las expectativas de la demanda (de la demanda real y de la potencial, como sucede actualmente), no ya para descubrir  lo que ésta esperaba de la función “sacrosanta” de pensar. ¡No, no, no! Ya no se esperan “deberes” ni “misiones” de los intelectuales como en la ya centenaria etapa del Romanticismo Social en América latina, y en especial en tiempos de la Revolución Social.  Ésta ya había concluido mucho antes de que la palabra Posmodernidad comenzara a escucharse habitualmente en estos lares.

De modo que, estimado lector, hace rato que compartimos un supuesto presente que sin que nos demos cuenta se nos esfuma constantemente por atrás para darnos una versión descafeinada del  Ser intelectual hoy y aquí. Esto no es otra cosa que un mero ejercicio lingüístico complejo e inútil dentro del mercado capitalista mundial, que atiende fundamentalmente a sus valores de cambio y no a los de uso, lo cual, una vez más, no es algo nuevo, pero que actualmente es desembozada y descaradamente asumido, aprovechado y reproducido mientras simultáneamente torna más y más sofisticada su presunta criticidad.

Metafóricamente hablando, para navegar en barca intelectual hoy basta con hacerse a la mar sin arribar nunca a costa alguna como condición para la producción y reproducción como intelectual y de ejercicios intelectuales posteriores. Sólo se debe flotar para permanecer y ser visible. Lo intelectual es hoy como el oropel, un breve baño dorado sin riqueza ni calidad áurea.
No es que no se escuchen ya los ecos de viejos discursos de la etapa anterior, impresos en diversos soportes o en  memorias particulares supérstites. Claro que se escuchan todavía, aunque con mayores distorsiones y ambigüedades, pero ya no para pregonar misiones futuras que todo mundo sabe o intuye que están fracasadas de antemano, sino para llevar a cabo el nuevo “rebusque” de los intelectuales al uso entre nosotros (¡en definitiva uno habla de los intelectuales concretos que ha conocido y conoce, y no de los intelectuales en abstracto, ni menos aún de los de Utopía). Es decir, para hacer lo que hacen hoy muchos de estos intelectuales culturosos que viven y muy bien del Estado al que constantemente critican: “dar cuenta del presente”.

Examinarlo, describirlo, diagnosticarlo, divulgarlo y mercantilizarlo, no ya para proponer alternativas, transformaciones o cuestionamientos a la condición humana, sea en  abstracto o concretamente.

Seguramente les ha de corresponder a ciertos intelectuales (sobre todo a los de décadas y siglos recientes) una gran responsabilidad por el fracaso de las quimeras con las que empapelaron el mundo,  y por el consiguiente  agotamiento físico y moral de muchos de los que murieron agónicamente, de los que sobrevivieron y de los que nacieron después… lo cual torna comprensible tanta desafección actual respecto de aquellos delirios que habían llegado a ser el  non plus ultra de la existencia.

Con todo, no seguiré adelante con este tema pues es una forma más del “dar cuenta” de que hablábamos antes, sino que pondré brevemente el acento en las diferencias de los intelectuales actuales con los de aquella época de emblemáticos delirios.

Pues, y esto es lo que me parece grave hoy, los actuales que están y se pueden ver ya no necesitan pensar profundamente, ni con originalidad… Sólo tienen  que “dar cuenta del presente”, y eso en los ropajes al uso; esos que espera la demanda creyendo y sintiendo que de ese modo pasa por actualizada, por creer que así es progresista, que no tiene en su cabeza el enano fascista de Neustadt, y que por todo ello está viva.

Lo que sí continúa siendo el País de Utopía es la Universidad, en manos de izquierdas seudo radicales, tremendistas, patoteras y piqueteras que junto con sus autoridades se alinean a las autoridades populistas para dar cobertura a “los proyectos” de los nuevos caudillos, a cambio no de la mejora de la educación, de la ciencia y del desarrollo, sino de cobrar y seguir estando cómodamente instalados y haciendo la plancha los profesores, y de “abrirse camino” los nuevos egresados. Eso sí, ¡siempre con el sambenito del “Che” en la boca y la lucha por “El socialismo”!

Dije “hacer la plancha”, es decir, flotar sin hacer nada. Ya no se trata de hacer de verdad algo como en otras épocas, por más delirante que aquello haya sido. Ahora tratan de aparentar que se hace, pero sin hacerlo, pues se les acabaría a estos intelectuales su encantador negocio si resolvieran todos los problemas (una utopía, por cierto), pero tampoco resuelven ni un solo problema. Y a pesar de reclamar siempre mejores condiciones salariales nunca van a pedir el famoso año sabático (por mí les daría 99 años sabáticos) para no correr riesgos de ninguna clase ni ser eventualmente desplazados de la escena por nuevas camadas de aspirantes.

Es increíble que la humanidad continúe despojándose voluntaria y alegremente de la función individual y social de pensar su existencia para dejarla a cargo de ciertos hombres tan inútiles como los que estamos describiendo, que acompañados por futuros “trabajadores intelectuales” vivirán del presupuesto mientras enseñan discursos memorizados e inútiles de cada vez mayor fugacidad e inconsistencia.

Mientras tanto ponen cara de sufrimiento aunque no representan a nadie, han subrogado a casi toda la sociedad pero ni siquiera para manipularla desde sus propias ideas pues las que dicen tener son como agua de tallarines (no sirven para nada). Seguramente usted está pensando en los mismos nombres y las mismas caras que yo.

Pero si usted, amigo lector, retoma en este punto el argumento mencionado más arriba de la indetenible expansión de los sistemas educativos en el mundo, pensando que este fenómeno compensa esa delegación y subrogación de la producción intelectual masiva  que venimos tratando, le contesto que no constituye compensación alguna ni reequilibrio, pues en general los sistemas educativos no enseñan a pensar con autonomía, ni a reconquistar la libertad perdida. Sólo brindan instrucción e ilustración, y a menudo ni siquiera esto.

No se me escapa que las características actualmente deficitarias del producto -o sea la enseñanza impartida en los niveles obligatorios de la escolaridad actual- es estrechamente dependiente no sólo del estado y las características del alumnado, sino también de los del profesorado, y fundamentalmente de los fines oficiales reales de los sistemas educativos a nivel mundial. Piénsese que los viejos resúmenes Lerú hoy serían enciclopedias frente al aprendizaje cada vez más frecuente de 15 renglones como máximo por tema y con posterior coloquio colectivo previamente aprobado para estimular a los chicos, en instancias educativas de nivel terciario y universitario.

Añado a las consideraciones precedentes un cuestionamiento estratégico, nada original por cierto, respecto del sentido (¿o más bien sinsentido?) que encierra transcurrir la tercera parte de la vida humana (el tramo de mayor productividad y lucidez física e intelectual de las personas) encerrado entre paredes semejantes a cárceles cuyos cerrojos no desaparecen luego, cuando supuestamente los prisioneros entran en “la vida”, sino que se tornan invisibles.

Miremos la realidad nacional y mundial y pensemos si valió la pena que tantas generaciones de niños, adolescentes y adultos jóvenes soportaran dicha prisión. ¿Qué habríamos perdido de no haber  estado presos tanto tiempo? ¿Acaso lo que vino después para cada uno -la etapa del mercado de trabajo- se vio beneficiada por aquella prisión? Bien vale preguntarse en este instante lo que ya afirmara el lúcido intelectual chileno Dr. Claudio Naranjo, si la escuela nos ha enseñado lo más importante en la vida, es decir, a ser felices.

Creo como él que no lo ha hecho ni lo hace, ni lo hará. Simplemente nos anestesia para soportar mejor las cadenas que nos dejaron las generaciones precedentes y las que la generación de cada uno va creando.

Pues bien, esos años de prisiones ni siquiera ponen a las masas en contacto con intelectuales, sino que lo hacen con trabajadores intelectuales entrenados para difundir un conjunto básico de digresiones hechas por terceros –muy pocas de ellas provenientes de intelectuales verdaderos y valiosos- acerca de cuestiones de moda que cada vez más aumentan desmesuradamente y en gran medida el conocimiento inútil.

Esos trabajadores intelectuales supernumerarios y robotizados con los que convivimos constantemente, prácticamente durante un tercio de nuestras vidas, no contribuyen al desarrollo progresivo de la condición humana con nada que tenga mucho mayor valor que los eventuales actos de pensamiento y decisión que podrían emprender los hombres comunes individualmente considerados en relación con otros paradigmas de civilización diferentes a los del mundo actual.

Claro que los hombres comunes del grueso de las sociedades en general ya se han acostumbrado a que los hombres sabios piensen y decidan por ellos, y por más que no lo admitan tampoco creen en los intelectuales tal como ocurría en tiempos no muy lejanos. Y mucho menos creen hoy en los profesores intermediarios. Y sin embargo, no les interesa sacárselos de encima.

Los intelectuales de mercado, aquellos que no se pertenecen a si mismos, y los reproductores por un salario (presas menores de la fauna intelectual) aplican en sus vidas profesionales el famoso “como si”… Ellos hacen, mejor dicho parecen estar pensando profunda y autónomamente (y con “sentido solidario”, of course, como espera la demanda), en tanto los hombres comunes hacen como si los tuvieran en gran estima y consideración junto con sus obras.

Lo cierto es que, masivamente, casi todo el mundo piensa menos que en otras épocas, sobre todo porque existe una cultura del ocio y del espectáculo que vuelca a las personas fuera de si mismas como supuesta terapia contra los viejos y los nuevos dolores del cuerpo y del alma. En este marco, pensar es un compromiso incómodo para la mayoría de los hombres actuales, y esto por múltiples razones que no alcanzaríamos a desarrollar en este lugar.

Vale decir, entonces, que las mayorías no tienen actualmente expectativas especiales depositadas en los intelectuales que supuestamente deberían ocuparse de lo que aquellas no pueden, no saben o no quieren realizar por si mismas. Esta función es hoy un mero nicho cultural que la mayoría de las veces que es consumida  por la gente común lo es como mero entretenimiento o como símbolo y promoción de nuevos status.

Con todo, en lugar de que los públicos actuales cuestionen política o ideológicamente a los intelectuales, como era lo habitual en el siglo XX, y sobre lo cual prácticamente no existen hoy motivaciones ni consensos evidentes, sí es posible ponerse de acuerdo en que sería más fácil y más lógico cuestionarnos a todos nosotros precisamente como públicos.

En este sentido, deberíamos examinar críticamente por qué no tenemos expectativas sólidas sobre la función intelectual llevada a cabo en forma ostensible por el sector dedicado a ello, fundamentalmente para comprender que esta  situación constituye, en definitiva, una prueba de renuncia y desinterés en las bondades del pensamiento, y en última instancia, pérdida de la fe (como garante finalísimo) de la verdad.

A priori es fácil colegir que no se trata de una boutade, sino de un grave problema social, ya que vivir sin pensar por uno mismo es como vivir en la oscuridad, con el consiguiente peligro de que uno se acostumbre a ello, pero peor aún con el riesgo de terminar ciego.

Si las mayorías actuales, que pueden ser caracterizadas como productoras y consumidoras (pero no productoras de pensamiento decidida y ostensiblemente autónomo), en consecuencia, individual y socialmente no soberanas, no creen ya en los intelectuales que las subrogan, ni tampoco quieren retomar la función delegada debido a la complejidad del sistema sociocultural mundial, los intelectuales podrían encarar otras tareas distintas a las tradicionales, y respecto de éstas últimas podrían llamarse a silencio no sólo por la historia de sus responsabilidades y fracasos conocidos sino porque no es propio de ninguna representación ni delegación que los mandatarios esparzan por doquier sus  obsesiones y su egolatría. Lo cual es lógicamente extensible a los políticos, por supuesto, sus grandes aliados.
 
Si no sirven, si no agradan, o si resultan hipócritas los tradicionales diagnósticos, recetas o anticipaciones de estos intelectuales fashion o intelectuales de mercado, pues que no diagnostiquen, no receten ni anticipen, y que tampoco imaginen el futuro por los demás. Digo esto muy convencido de que las industrias  culturales a cargo de intelectuales son funcionales al poder político y  económico que domina y explota a la humanidad en todas partes. Y decir esto no significa postular el anticapitalismo, el comunismo rojo, o el nazismo negro, ni ninguna estupidez de ese tipo, pues ni siquiera es algo original.

Creo que los intelectuales no deberían insistir en buscar enemigos políticos, de clase o de fracciones de clases de las sociedades, pueblos o naciones. Por el contrario, en lugar de mostrar constantemente contradicciones y conflictos reales y posibles deberían poder ayudar -sólo ayudar, o sea nada de encarnar supuestas misiones-  a pensar lo más correctamente posible a todos y a cada uno en tanto individuos y  agentes sociales y políticos.

Incluso no haría falta que crearan nada nuevo, pues lo que hace falta conocer para realizar esta tarea ya ha sido escrito, pero ha quedado sepultado en el olvido o escondido tras la maraña de las modas estúpidas.

Entiéndase que esto que propongo no es el desideratum perpetuo de la tarea de los intelectuales en general.  Sólo se trata de éste presente, no de los futuros presentes, pues ello equivaldría a caer en una posición conservadora cuando la mayoría de las sociedades actuales se hallan muy lejos de ser estáticas y tradicionalistas.

De modo que sería útil y deseable que los intelectuales stricto sensu del actual tiempo histórico, valiéndose de las ventajas representadas por sus condiciones y training particulares y propios de su oficio,  ayuden al resto de los hombres (intelectuales lato sensu) a pensar con mayor rigurosidad, profundidad, criticidad y hasta eficacia en orden a las eventuales necesidades y deseos futuros de la humanidad en su devenir. Pero, atención, que ayuden a lograrlo verdaderamente, no a continuar con el “como si”.

El intelectual debe estudiar y expresar, pero no debe esperar ser leído ni interpretado justamente, a menos que su pensamiento tuviera dos versiones siempre, como todo paternalismo: una abstrusa como la que generalmente utilizan para escribir y otra versión para escolares… de pantalones largos, y que siempre estuvieran ellos para efectuar los ajustes correspondientes.

Los intelectuales verdaderos y auténticos “no se la creen”, ni se piensan jamás a si mismos en tercera persona.

Lo que si acepto que se mantenga como en los tiempos románticos es el deber ser del intelectual auténtico y autónomo que es la necesidad de su independencia respecto del poder. Los intelectuales verdaderos y auténticos, es sabido y es cierto, deben mantenerse alejados del poder, tanto del poder político como del económico, social, religioso, etc. De modo que me refiero aquí a los intelectuales libres, no a los condicionados por los contextos del ejercicio de su pensamiento y de su correspondiente  mercantilización.

Los especialistas, asesores y técnicos de los más variados campos de la actividad social, por más importantes que pudieran llegar a ser sólo trabajan de intelectuales, son trabajadores intelectuales pero no intelectuales, como dije más arriba. Inversamente, yo pienso como intelectuales a aquellos cuyos pensamientos no están determinados por los sectores dominantes ni por los sectores dominados de una cultura concreta, ni tampoco de una contracultura de cualquier tipo y origen.

O sea que el intelectual con amo, no es un intelectual, sino un siervo, una caricatura de intelectual. Por eso insisto en que aprendamos a reconocer las caricaturas de intelectuales.

Pienso en el verdadero filósofo como el intelectual emblemático que puede trascender su época pero no por la inercia que le  brinda la proyección de la cultura sobre él y su época, tal como sucede en el caso del arte hoy en crisis sino por la posibilidad de brindar las otras respuestas, es decir, las que son otras respecto del poder y la cultura oficial.

El  filósofo, para mi gusto, no debe trabajar como filósofo pues dejaría  de ser filósofo en ese caso. Ciertamente, si trabaja como profesor de filosofía será él también un trabajador intelectual que eventualmente hasta podría ser reemplazado por una persona entrenada al efecto, o por unos libros, o por un robot.

Por eso pienso en los intelectuales verdaderos como aquellos que piensan por ellos mismos, para ellos mismos, no en representación de nadie ni como función social, sin expectativas de remuneración, de prestigio o de gloria, ni pertenencia a capilla o cofradía alguna. Y que jamás caen en la famosa estupidez del “intelectual orgánico”.

Más aún,  filósofo es para mi aquél intelectual que no vive de su pensamiento, es decir, que  no lo vende, no lo comercializa, ni se repite, ni se plagia a si mismo. Esto último lo vinculo con el apego a sus propias palabras cuando ellas se han vuelto conocidas. De ahí que siempre he insistido en que hay que hablar en criollo, es decir, con sencillez, no utilizando jerigonzas especiales provenientes de  otros, ni tampoco  propias, pues se es  pedante en cualquiera de los dos casos.

Por la misma razón considero que  un buen intelectual es aquel que no sólo no repite discursos memorizados extraídos de obras complejas,  ni tampoco  de manuales ligeros, y menos de  clichés de moda fruto del pensamiento políticamente correcto en cada momento que -bueno es recordar- ¡no siempre ni necesariamente es de derechas!, pues en tal caso semejante “intelectual”  sería un mero repetidor, un memorista entrenado y hábil en discursos ajenos.

Un verdadero intelectual  no se repite a si mismo porque se plagia,  es decir, no reitera temas ni obsesiones personales, pues estaría determinado por lo que recuerda en el momento de hablar, y así no sería libre.

De modo que un verdadero intelectual puede explicar varias veces una cuestión de distintas maneras, empezando por el principio, por el final, por el medio, por adelante,  por atrás o por cualquier parte, o con enfoques diferentes en cada ocasión ya que todo fenómeno social particular es parte de una totalidad social, pero también es una totalidad en si mismo, y toda totalidad  puede ser abordada  desde si misma, desde sus partes, o desde afuera de ella. 

Hay quienes dicen que pensar en libertad, y con libertad externa e interna, es un acto de soberbia, que un intelectual ha de ser modesto, etc, etc. He escuchado este pensamiento varias veces y me hace reír tanto como llorar.

La humildad de los hipócritas es el más grande y altanero de los orgullos, lo dijo  alguien hace 500 años. Deliberadamente no diré su nombre para no incitar el fetichismo de los citadores a repetición (por aquello que canta Serrat, que “al olor de la flor se le olvida la flor”). Es que considero hipócritas a quienes se esconden tras los restos del pasado para no decir jamás lo que piensan ellos mismos, y también a los repetidores de discursos a tono con las épocas o con las líneas del poder de turno.

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