“La fe de los autores en el barco que aspiran a dirigir u orientar es tan profunda que, como el capitán del titanic, no logran ver ni les importa demasiado el iceberg con el que inevitablemente se estrellarán: el de la realidad…”
Joseph
Schumpeter profetizó que el capitalismo sucumbiría, entre otras razones, por la
emergencia de una clase de individuos que haría de la destrucción del sistema
una rentable profesión: los intelectuales. Ellos serían, según el profesor de
Harvard, quienes crearían la atmósfera social necesaria para derribar el orden
económico libre.
A
nivel local, el libro “El otro modelo” parece encajar en la categoría de
Schumpeter. De manera franca y entusiasta los autores nos dicen que quieren
aprovechar el cambio en la hegemonía intelectual de nuestro país para poner fin
al sistema económico liberal que ha regido en los últimos 30 años. Según este
grupo de cinco académicos, de los cuales cuatro son profesores de universidades
privadas, “si de una batalla de ideas se trata, es entonces en calidad de arma
que este libro debe ser leído”. Y el arma en cuestión es peligrosa, pues está
cargada con aquellas municiones que solo el sentido de misión y la fe pueden
procurar.
Una
muestra de ello se pudo ver hace un tiempo en un programa de televisión en que
se encontraban dos de los autores -Guillermo Larraín y Alfredo Joignant- junto
al economista Rolf Lüders y la historiadora Patricia Arancibia. Visiblemente
preocupada, esta última les preguntó a los autores por qué otro modelo si el
que tenemos ha sido el más exitoso que jamás hayamos conocido. La pregunta es
crucial no solo porque apela al más elemental sentido común -¿por qué cambiar
algo que es un éxito?-, sino porque los mismos autores reconocen en su libro
que este modelo económico ha sido el que más prosperidad ha generado. La
respuesta la daría Joignant minutos después: de lo que se trata, sugirió, no es
de cómo funciona la realidad, sino de visiones normativas, es decir, de
ideologías.
Como
recordara el ex socialista Jean-Francois Revel, esta es la diferencia central
entre liberalismo y socialismo: el primero reconoce en la realidad la fuente de
información y el juez del correcto fundamento de la acción, el segundo no.
El
socialismo, ideología que, con concesiones, claramente inspira “El otro
modelo”, es construido de manera a priori y promete resolver todos los
problemas humanos. El liberalismo reconoce que no puede construirse una
sociedad más perfecta de lo que somos los seres humanos y que por tanto nunca
podremos arreglarlo todo. El primero es utópico y fracasa; el segundo, realista
y funciona. Este utopismo explica la crítica que hace “El otro modelo” al
sistema liberal chileno en el sentido de que este no resuelve “todos los
problemas”, algo que por su naturaleza realista este jamás pretendió.
Pero
el libro además cae en una evidente contradicción, ya que por un lado sostiene
que el “neoliberalismo” es una utopía y por otro reconoce que ha funcionado. Si
los autores hubieran dedicado al menos una página a explicar por qué la teoría
económica liberal fue tan exitosa en Chile -o en el mundo- habrían evitado la
contradicción. Ellos mismos, sin embargo, ofrecen una salida al citar al Nobel
de Economía Douglass North, para dar cuenta de la adopción del modelo económico
por la Concertación. Siguiendo a North argumentan que las creencias en favor
del modelo bajo el gobierno de Aylwin se vieron reforzadas debido al
crecimiento económico acelerado que este producía.
Hasta
ahí llegan los autores. Pero el mismo North nos explica también que son
aquellas teorías que mejor entienden la realidad económica las que dan los
mejores resultados. Según North entonces, nuestro éxito se debe a que el modelo
actual interpreta mejor que otros cómo funciona la realidad económica, es
decir, cómo actuamos los seres humanos. Es más, el mismo North se refirió al
caso de Chile el año 2004 afirmando que nuestro éxito se debía a que los
Chicago Boys habían creado las instituciones necesarias para incentivar
actividades productivas y crear riqueza.
Si
North tiene razón, y los autores de “El otro modelo” así parecen creerlo,
entonces no es utopía lo que caracteriza al actual modelo sino un sano
entendimiento acerca de cómo funciona la realidad. Por eso ha sido un éxito.
“El otro modelo” en cambio, bota por la borda lo que ha enseñado North -y la
experiencia histórica-, suponiendo que se puede construir un mundo mejor usando
una teoría económica esencialmente opuesta a la liberal. Y eso es una utopía,
no porque pretenda ponérsele fin al sistema económico actual. Eso se puede
hacer perfectamente y así como van las cosas probablemente se hará y Chile
deberá pagar el precio.
La
utopía consiste en creer, como si las leyes económicas y la naturaleza humana
fueran hoy distintas de lo que eran hace 30 años, que el modelo estatista
radical que “El otro modelo” sugiere, no solo va a corregir muchas de las
imperfecciones del actual sistema y lograr un paraíso igualitario, sino que
además lo va a superar incluso en aquello que todos admiten este ha hecho bien.
El origen de esta utopía se encuentra en el estatismo romántico de la obra.
Sumado a un antiliberalismo e igualitarismo casi delirantes, este elemento
lleva a los autores a conferir al Estado una personalidad propia, como si fuera
un ente más allá del bien y el mal capaz de elevarnos a un orden moral y
material superior, lejos de las miserias del mercado.
Para
los autores, la actividad estatal debe ser omnipresente porque así lo requiere
el “interés general”, concepto que no demuestran pero que entienden como
aquello que se construye políticamente y que incorpora, difiere y al mismo
tiempo trasciende al interés individual, como si todo eso fuera posible al
mismo tiempo. Esta acrobacia conceptual es propia de las corrientes colectivistas,
las que al aludir a abstracciones en lugar de realidades concretas logran hacer
defendible cualquier cosa. Típicamente, lo que el colectivismo justifica como
máxima expresión de moralidad es el sacrifico del individuo en nombre del
colectivo bajo la falsa pero atractiva premisa de que lo que es bueno para el
todo lo es también para la parte. Indudablemente es ese espíritu colectivista
el que inspira “El otro modelo”.
Los
autores no dejan duda alguna al respecto al sintetizar el mensaje de su libro
en una poética metáfora según la cual los chilenos debiéramos “navegar todos
juntos en un mismo barco hacia destinos significativos”. En esta visión de la
historia, heredera de ese enemigo de la sociedad abierta que fue Hegel, no hay
destino significativo que no sea colectivo, por lo que el barco necesariamente
debe ser el Estado, el que debe forzarnos, en nuestro propio beneficio, a
emprender la travesía común. Los capitanes de ese barco, por cierto, son los
autores de “El otro modelo” o intelectuales afines, que saben mejor que cada
uno de nosotros cuál es nuestro bien y cómo construir una sociedad decente,
concebible solo como resultado de la actividad estatal.
El
problema, más allá de la obvia incompatibilidad de “El otro modelo” con una
sociedad de personas libres, es que la fe de los autores en el barco que
aspiran a dirigir u orientar es tan profunda que, como el capitán del Titanic,
no logran ver ni les importa demasiado el iceberg con el que inevitablemente se
estrellarán: el de la realidad.
Fuente:
El Mercurio (Chile)
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